También yo —dijo el pequeño Amosis a su hermano mayor, el faraón Kamosis— soy capaz de acertar el centro de un blanco.
—Tengo la impresión de que presumes un poco.
—¡Ponme a prueba!
—Como quieras.
Kamosis llevó a Amosis hasta uno de los campos de tiro de la base, reservado a los arqueros principiantes. Por esta razón, estaba rodeado de empalizadas, de modo que las flechas perdidas no hirieran a nadie.
—¿Tensas el arco tú mismo, Amosis?
—¡Por supuesto!
—Voy a comprobar el blanco, para que esté bien fijo.
Entre los dos hermanos reinaba una total complicidad. El rey lamentaba que Amosis fuera demasiado joven para combatir a su lado, pero sabía que, en caso de desgracia, su hermano menor tomaría la espada.
Cuando Kamosis alcanzaba el blanco, un característico silbido lo alertó.
—¡Pronto, agáchate! —aulló Amosis a pleno pulmón.
—Nada grave —concluyó Teti la Pequeña—. La flecha solo ha rozado el cuello. Gracias a las compresas de miel, ni siquiera quedará cicatriz.
—Me has salvado la vida —dijo Kamosis a su hermano menor, tembloroso aún.
—¿Has visto al arquero que ha disparado? —le preguntó Ahotep.
—No —se lamentó el chiquillo—. He corrido hacia mi hermano y no he pensado en registrar los alrededores. ¡He tenido tanto miedo al ver que le salía sangre del cuello!
—Ven a lavarte —ordenó su abuela—. Realmente, no pareces un príncipe.
Teti y su nieto abandonaron la enfermería.
—Hay un espía en esta base —afirmó Ahotep— y ha intentado eliminarte.
—No lo creo, madre. A pesar de la advertencia de Amosis, no he tenido tiempo de agacharme. Si el arquero hubiera querido en verdad matarme, no habría fallado. Esta herida superficial es solo una advertencia; es decir, o me limito a reinar sobre Tebas, o desapareceré.
Ahotep meditó sobre las palabras del rey.
—Dicho de otro modo, tu porvenir depende del consejo de guerra que vamos a celebrar hoy mismo.
En la sala de dos columnas del palacio de la base militar estaban reunidos la reina Ahotep, el faraón Kamosis, Heray, Qaris, los generales y los principales escribas de la Administración. Conscientes de que participaban en la toma de una decisión fundamental, todos tenían los rostros tensos.
—La situación actual es lamentable —recordó el soberano—. El pequeño reino de Tebas descansa sobre una libertad ilusoria, puesto que es prisionero del tirano hicso al norte y del tirano nubio al sur. No tiene acceso alguno a las rutas caravaneras y mineras, y se halla en un aislamiento cada vez más intolerable, ¡peligroso incluso! El faraón de Egipto solo lleva la corona blanca y no puede admitir que el emperador de las tinieblas se arrogue el derecho a llevar la corona roja.
—Es cierto, majestad; es cierto —admitió el general de más edad—. Pero ¿tenemos, por ello, que lanzarnos a una guerra total de la que sin duda no saldríamos vencedores?
—¿Cómo podemos saberlo mientras no la hayamos librado? —aventuró el escriba Neshi.
El general dio un respingo. Detestaba a aquel letrado demasiado flaco, con el cráneo calvo y la mirada insistente.
—En su terreno, la competencia del encargado de los archivos Neshi no es discutible, pero no creo que esté en condiciones de proponer iniciativas estratégicas. Si no me engaño, su presencia aquí solo se justifica por la necesidad de tomar notas con vistas a la redacción de un informe.
—Si he comprendido bien, general, tú estás por el mantenimiento de la situación.
—Para seros del todo franco, majestad, sería la mejor solución. Sé muy bien que los hicsos ocupan una porción importante de nuestro país, pero ¿no es esta una realidad que tendremos que acabar admitiendo? El ejército enemigo es, por lo menos, diez veces más poderoso que el nuestro. ¡Atacarlo sería una locura! Contentémonos con lo que el valor de la reina Ahotep nos ha permitido obtener. Tebas es libre; podemos vivir en paz aquí. ¿Por qué querer más y destruir el frágil equilibrio?
—Tan frágil que ni siquiera lo es —afirmó el escriba Neshi—. El inmovilismo lleva a la muerte, como bien nos enseñó la reina Ahotep. Creyéndonos al abrigo, nos convertiríamos en una presa fácil para el emperador.
El general se enojó.
—¡Es insoportable, majestad! ¡Haced callar a Neshi!
—Soy yo el que da las órdenes, general —recordó el faraón—, y considero que cada uno de los miembros de este consejo puede expresarse.
El militar se amilanó un poco, pero no renunció a convencer al monarca.
—¿Sabéis, majestad, que los hicsos no se oponen a la paz? Acaban de darnos una prueba fehaciente de su buena voluntad al permitir que los rebaños de los campesinos del Medio Egipto pasten en las zonas inundables del Delta. Y eso no es todo, ya que han ofrecido también espelta a nuestros criadores de cerdos. ¿No habrá llegado la hora de deponer las armas y pactar unos acuerdos económicos?
—¿Cómo podemos creer en semejantes mentiras? —se rebeló Neshi—. Los hicsos son maestros en el arte de la propaganda, y quienes se dejan atrapar acaban siempre muy mal. Apofis nunca aceptará ceder una pulgada del territorio que ha conquistado. Los campesinos que se dirigen al Delta se convertirán allí en esclavos y sus rebaños serán confiscados.
—¡Esto ya es demasiado! —exclamó el general—. ¿En qué informaciones se apoya este escriba para atreverse a contradecirme?
—Neshi tiene razón —confirmó el intendente Qans—. Los hicsos, en efecto, han atraído a una trampa a algunos campesinos egipcios.
Otro oficial superior acudió en auxilio de su colega.
—Si los hicsos siguen siendo irreductibles adversarios, majestad, esta es una razón más para no seguir provocándolos. Es evidente que el emperador acepta la presente situación, puesto que deja que subsista nuestra frontera norte, en Cusae. Aprovechemos esta mansedumbre y preservemos lo adquirido.
La reina Ahotep se levantó y miró fijamente a los dos generales.
—¿Creéis, acaso, que el faraón Seqen, muerto en su intento por ampliar el reducto tebano, se habría contentado con tan poca ganancia? Hay que liberar todo Egipto y no solo una parte de su territorio. Quien haya olvidado este sagrado deber no merece servir a las órdenes del rey Kamosis.
—Vosotros no formáis ya parte de mi consejo —dijo este a los dos oficiales—. Ojalá os mostréis dignos de vuestro rango en el campo de batalla, a la cabeza de vuestros respectivos regimientos. Apenados, los generales salieron de la sala.
—A ti —anunció el monarca al escriba Neshi— te nombro portador del sello real y canciller a cargo de la intendencia del ejército. Que cada hombre sea correctamente equipado y alimentado.
—Aunque nuestras tropas estén listas para partir, majestad, mi primer consejo es, sin embargo, tener paciencia.
Kamosis se sorprendió.
—¿Tú también consideras que es mejor negociar con Apofis?
—De ningún modo, puesto que el imperio de las tinieblas no cambiará de naturaleza. Pero la función de la que me encargo me inclina a pensar que es preciso evitar la guerra inmediata. En efecto, podríamos carecer de recursos alimentarios. Sería preferible el final de la primavera, pues gozaríamos así de los productos de la cosecha.
Heray y Qaris dieron su aprobación.
—Antes de lanzar la ofensiva —aconsejó Neshi—, sería aconsejable repatriar a parte de los soldados del frente y sustituirlos por hombres de segunda línea. Durante el período que nos separe de la ofensiva general, nuestra prioridad debe ser reforzar el frente.
El plan de su recién nombrado canciller convenció al faraón Kamosis.
—Actuaremos así, pues.
—Debemos considerar otra iniciativa —aventuró Ahotep.
El rey se sintió tan intrigado como los miembros del consejo.
—Destinar todas nuestras fuerzas al frente del norte nos haría correr un riesgo que tendemos, en exceso, a olvidar; o sea, un ataque de los nubios, deseosos de saquear Tebas. Apofis nos espera en Cusae, no en Elefantina ni en Nubia. La verdadera prioridad es reconquistar la zona meridional de nuestro país y hacer que los nubios comprendan que cualquier ofensiva por su parte estaría condenada al fracaso. Por eso, el grueso de nuestras tropas no partirá hacia el norte, sino hacia el sur.