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En aquel final de año, la base militar de Tebas festejaba, a la vez, a su nuevo faraón, la fabricación de una buena cantidad de nuevas armas y haber acabado los nuevos barcos de guerra. El ejército de liberación estaba dispuesto a partir hacia el norte, y numerosos jóvenes soldados se habían enrolado durante los últimos meses.

El prestigio de Ahotep era tal que los habitantes de las provincias de Tebas, Coptos, Edfú y Dendera no ponían ya en duda sus convicciones. Sí, vencer era posible. ¿Acaso no se habían producido varios milagros? Y puesto que un faraón reinaba, los dioses acudirían en su auxilio.

Tras meses de intensivo entrenamiento, las tropas solo tenían deseo de partir hacia el frente y arrasar a los hicsos.

—Yo iré también —anunció a su madre el joven Amosis.

—Solo tienes siete años —le recordó Ahotep—, y esa no es aún edad de combatir.

—Mi hermano mayor es el faraón; sin duda, me necesita. Si no le ayudo, perderá la guerra. Sé manejar la espada de madera.

—Y también tensar un arco pequeño, ya lo he visto… Pero ¿puede un gran estratega desconocer la importancia de una base en la retaguardia? Mientras tu hermano está en el frente, tú velarás por Tebas.

El pequeño Amosis no se tomó a la ligera esa misión.

—¿Quiere eso decir preparar la segunda oleada de asalto y fabricar el material necesario?

—Eso es.

El chiquillo puso una cara muy seria.

—¿Y voy a ser responsable de todo eso?

—Conmigo, si te crees capaz de hacerlo.

—Lo soy, madre.

Mientras los estibadores comenzaban a embarcar armas y atavíos, Heray se dirigió hacia la reina.

—Debo hablaros a solas, majestad. Ahotep confió Amosis a un oficial de instrucción.

La reina esperaba que el jefe de seguridad hubiera detenido al espía responsable de la muerte de Seqen, pero Heray abordó un tema muy distinto.

—Sin duda, habrá que retrasar la partida, majestad.

—¿Por qué razón?

—Algunos de nuestros mejores capitanes están enfermos, y muchos de los remeros, indispuestos.

—¿Una epidemia?

—No lo creo, pues los males son variados, aunque parecen graves.

Se levantó un fuerte viento que despeinó a la reina.

—¡Qué olor más pestilente! —advirtió—. ¡Diríase que hay carroñas pudriéndose!

El miedo puso un nudo en la garganta de Heray.

—Es la pestilencia que mandan los emisarios de la diosa Sekhmet, furiosa contra la humanidad y decidida a destruirla.

—Solo debería haberse manifestado durante los últimos cinco días del año —recordó Ahotep—, durante ese terrible período en el que el tiempo antiguo ha muerto sin que el nuevo haya tomado forma. Y queda más de una semana antes de ese peligroso paso.

—Debe tratarse de un maleficio del emperador —consideró Heray—. ¡Es imposible lanzarse hacia el norte!

El viento pestífero sembraba el pánico en la base militar. ¿Cómo protegerse de esos horrendos hedores, salvo encerrándose en las casas y los cuarteles, o escondiéndose en la cala de los barcos?

—Reúne a todos los oficiales —le ordenó Ahotep a Heray—. Que agrupen a sus subordinados y pongan de inmediato fin a este desorden. Luego, que se queme incienso en todas las moradas.

—¡Nuestras reservas se agotarán muy pronto!

—Que una embarcación zarpe hacia Edfú y nos traiga gran cantidad de resina de terebinto, y que se fumigue permanentemente la enfermería.

Mientras abandonaba el navío almirante, el faraón Kamosis parecía desamparado.

—¿No habría que evacuar la base, madre?

—Ese viento va a extenderse a toda la provincia tebana. El emperador intenta asfixiarnos.

Fue Teti la Pequeña quien recordó la primera precaución que debía tomarse cuando la cólera de Sekhmet se manifestaba de ese modo; es decir, cerrar el ojo izquierdo para impedir que los gérmenes patógenos penetraran en el organismo, y limpiarse bien el ombligo, su puerta de salida.

Tanto para los soldados como para la población civil, la única consigna era aplicar estrictas medidas de higiene.

Incluso Viento del Norte y Risueño el Joven fueron lavados y cepillados, para impedir que el hedor penetrara en sus carnes. El mal viento multiplicó su violencia durante los cinco últimos días del año y, pese a los constantes cuidados, varios enfermos murieron.

Si la maldición del emperador triunfaba, no habría ya nacimiento de la luz, ni tampoco procesiones de sacerdotes y sacerdotisas que llevaran los objetos rituales hasta el tejado del templo para celebrar su unión con el disco solar, ni ritos de reanimación de las estatuas, y el ejército de liberación se extinguiría con el año agonizante.

Kamosis y Ahotep estaban por todas partes, exhortando a cada cual a no ceder ante la desesperación y a luchar contra los miasmas. El valor del pequeño Amosis impresionó a los tebanos. Rociándose con esencia de juncia olorosa a intervalos regulares, hacía entrar en razón a quienes, a su entender, se aterrorizaban inútilmente.

Al quinto día, el mórbido soplo se hizo más violento aún y el número de los fallecimientos aumentó.

Según los antiguos textos, solo quedaban dos remedios. El primero consistía en inscribir sobre una venda de lino fino: «Estos maleficios no nos agredirán». Luego, se le hacían doce nudos, se le ofrecía pan y cerveza, y se aplicaba al cuello. El segundo era encender tantas antorchas como fuera posible para iluminar las tinieblas.

Durante esa temible prueba que podía poner fin a un reinado apenas comenzado, Kamosis supo dominar sus temores y se comportó con una calma digna de un hombre maduro. Fue el faraón en persona quien encendió la mayoría de las antorchas, ante los ojos admirados del afgano y el Bigotudo, que habían conseguido, como los demás oficiales superiores, mantener la disciplina.

—A este chiquillo no le faltan agallas —reconoció el afgano—. En mi país, habría sido reconocido como digno de combatir.

—Un bárbaro de tu estilo no tiene la menor idea de lo que puede ser un faraón.

—¿Has conocido tú muchos faraones?

—Con Seqen y Kamosis, son ya dos.

—Si ese viento maldito no cesa, pronto no tendremos ya a nadie a quien admirar.

—Eres demasiado escéptico, afgano. ¿Cómo puedes imaginar, ni por un segundo, que un auténtico faraón se deje abatir por la adversidad?

El humo de las antorchas se lanzó al asalto de los miasmas. El cielo se transformó en un inmenso campo de batalla abandonado por las aves. Se trazaban allí tortuosas espirales, que las inmensas flechas rojas disparadas por los emisarios de Sekhmet atravesaban. Amosis apretó con fuerza la mano de su madre.

—¿Tú no tienes miedo?

—Claro que sí, Amosis, pero ¿qué importa eso? Hemos actuado de acuerdo con los ritos y hemos utilizado todas nuestras armas. Ahora, le toca decidir al dios luna. Libra, allí arriba, una guerra incesante y, a veces, parece estar agonizando, pero siempre consigue prevalecer.

—¿Crees que en esta ocasión va a conseguirlo también?

—Estoy segura.

Amosis nunca había puesto en duda la palabra de su madre. Y cuando el disco plateado de la luna llena atravesó las nubes, supo que esa palabra era verdad.

Se anunciaba entonces el primer amanecer del nuevo año; el viento se apaciguó y la pestilencia se desvaneció.

Atónitos, los tebanos se lanzaron unos en brazos de otros, conscientes de haber escapado de un mortal peligro.

Muchos se zambulleron en el Nilo para purificarse de los últimos miasmas; otros prepararon una comida de fiesta.

Risueño el Joven ladró de alegría y Viento del Norte sacudió sus largas orejas, mientras Amosis se dormía plácidamente en brazos de la reina.