A la luz de una hermosísima lámpara que databa del Imperio Medio, el emperador Apofis trazaba unos signos mágicos sobre un papiro nuevo, para asfixiar Tebas atacándola por las cuatro direcciones del espacio. Al este y al oeste, el fuego de Set hacía inhabitables los desiertos; al sur, los aliados nubios se sentirían muy contentos acabando con eventuales fugitivos egipcios. Y lo que aparecería por el norte sería tan temible como un ejército. Sin esfuerzo alguno, el genio del emperador exterminaría a un buen número de enemigos.
Esos locos tebanos se habían atrevido a enviarle un pequeño escarabeo de material calcáreo que anunciaba la coronación del faraón Kamosis. Tras aquella marioneta seguía estando la reina Ahotep, de ilimitada obstinación. En esa ocasión, pagaría muy cara su insolencia. Por hábil que fuese, no tendría protección alguna contra la desgracia que iba a caer sobre Tebas.
Presa de una súbita duda, el emperador tomó el corredor secreto que llevaba al Tesoro de la ciudadela de Avaris. Solo él sabía manejar los cerrojos metálicos que cerraban la puerta de la cámara fuerte donde se amontonaban los objetos rituales hurtados a los egipcios, de los que el más valioso era la corona roja del Bajo Egipto, caracterizada por su espiral, símbolo del armonioso crecimiento de las potencias vitales.
Apofis se había inquietado en balde. La corona no podría ser alcanzada y, sin ella, Ahotep nunca lograría reconquistar Egipto. Esa aventurera era solo una rebelde perdida en un sueño que muy pronto iba a transformarse en pesadilla.
Ventosa se revolcaba en unas sábanas de increíble suavidad, que unos mercaderes asiáticos acababan de entregar en palacio. Se trataba de una tela desconocida en la tierra de los faraones, la seda. Como Tany, la esposa del emperador, la había considerado basta y sin interés alguno, la hermosa euroasiática heredaba todo el lote.
—Ven —le dijo al jefe de los palafreneros, un quincuagenario robusto, de grueso rostro y que olía a establo.
El hombre no era precisamente un seductor, pero su rusticidad atraía a la hermana del emperador. Estaba convencida de que en aquellos brazos conocería sensaciones nuevas.
Fascinado por el lujo de la alcoba, el hombre no se atrevía a avanzar.
—¿Este soy yo? —se extrañó al verse en un espejo cuyo cristal era menos opaco que de costumbre.
—¿No deberías mirarme a mí? —le sugirió Ventosa, que se tendió de lado tras haberse quitado el velo de lino.
Creyéndose víctima de un espejismo, el palafrenero retrocedió.
—No tengas miedo —murmuró ella—, y ven aquí, muy cerca. La voz era tan encantadora que el hombre obedeció a la hechicera, que deshacía lentamente su taparrabos.
—Qué fuerte eres —murmuró, golosa—. Deja que te prepare. Ventosa tomó un cuerno de toro que había sido vaciado para hacer de él un recipiente que contenía aceite perfumado. Hizo correr gota a gota el líquido oleaginoso por el musculoso pecho de su amante antes de extenderlo con una mano tan tierna que el hombre no resistió mucho tiempo aquellas caricias y se arrojó sobre ella. Encantada ante aquella fiebre, Ventosa quedó, sin embargo, decepcionada por la falta de resistencia de su nueva conquista. Había esperado más de aquel animal que recuperaba con dificultad el aliento.
—Tu oficio es apasionante, ¿no es verdad?
—Es cierto, me gustan los caballos… ¡Pero detesto a los que los maltratan!
—¿Alguien te crea ese tipo de enojo?
—No debo hablar de ello.
—Soy la hermana del emperador… y puedo ayudarte.
—¿Lo harías?
Ventosa esbozó una sonrisa convincente.
—Puesto que somos íntimos, nada sería más normal.
El palafrenero se incorporó y se sentó en el borde de la cama.
—Es el monstruo de Khamudi y su diabólica mujer… Acudieron a mi establo con unas chiquillas y cometieron allí los peores horrores. Pero es intocable. Si el emperador lo supiera…
—Lo sabrá.
El hombre contempló a su amante como si fuera una enviada del cielo.
—Entonces, ¿Khamudi será condenado y no volverá a poner los pies en mi establo?
—Sin duda. El emperador exige una moral muy estricta.
—¡De ese modo, no tendré que actuar por mí mismo!
—¿Qué pensabas hacer?
—Atraer a Khamudi y su esposa a una emboscada. Puesto que a ella le gustan tanto los sementales, le habría mostrado uno que sufre el grave defecto de que cuando alguien se acerca por detrás, cocea. La muy loca no habría escapado, y en cuanto a él quedaría atravesado por mi horca.
—La justicia del emperador resolverá todos tus problemas —prometió Ventosa.
Dadas las circunstancias, ella salvaría la vida del gran tesorero y de su mujer, cuyas perversiones Apofis conocía y aprobaba. El palafrenero jefe terminaría sus días en el laberinto.
En cuanto a Ventosa, entonces disponía de una información suplementaria sobre aquella pareja adulterina, a la que detestaba, y la atacaría cuando llegase el momento.
—Vístete y vete —exigió.
—Gracias —dijo el palafrenero con voz temblorosa—. Gracias por todo lo que me concedéis.
Apenas había salido el palafrenero cuando el pintor Minos entró en la habitación de Ventosa. Desnuda, ella se lanzó a su cuello y le besó hasta quedar sin aliento.
El artista cretense era su amante de corazón, el único al que aún no había mandado a la muerte. Extrañamente, Minos no fomentaba el menor complot contra Apofis, que, sin embargo, le había condenado a un perpetuo exilio.
Con sorprendente constancia, el cretense se consagraba solo a su arte. Gracias a su talento, el palacio de Avaris era entonces equivalente al de Cnosos. Grandes pinturas murales representaban paisajes cretenses, unos acróbatas que saltaban por encima de los tronos de combate y laberintos que solo las almas de los justos podían recorrer.
A pesar de las numerosas infidelidades de su amante, Minos no formulaba queja alguna. Ser amado por la mujer más hermosa de Avaris le colmaba y no percibía los riesgos que corría al compartir su lecho.
—Ese animal de palafrenero me ha dejado insatisfecha —deploró ella—. ¿Quieres consolarme?
En cuanto Ventosa rozaba la perfumada piel del pintor la virilidad de este se manifestaba. Ni una sola vez sus retozos la habían decepcionado. Minos no se parecía a ningún otro hombre y sabía dar placer con la espontaneidad de un adolescente.
Tras el amor, percibió una turbación.
—¿Algo va mal?
—Se trata de Creta. Corre el rumor de que Jannas ha decidido destruirla.
Ventosa se tendió sobre la espalda de su amante, adaptándose a sus formas.
—Tranquilízate, amor mío. El almirante Jannas no ha terminado aún de limpiar las Cícladas ni de aniquilar a los partidarios de la independencia de Creta. Cuando lo haya hecho, la gran isla quedará sola y sin más elección que una obediencia absoluta al señor de los hicsos. Naturalmente, tendrá que aumentar la cantidad de los tributos por no haber ayudado al almirante de un modo más eficaz, pero será un mal menor.
—¿Se salvará Creta, pues?
—El emperador la convertirá en una provincia sumisa y abnegada.
—¿Crees que volveré algún día a mi casa?
—Con dos condiciones, o sea, que yo convenza al emperador de que tu trabajo ha terminado y que me vaya contigo.
Los azules ojos del pintor eran los de un niño.
—Son solo sueños, ¿no es cierto?
Ventosa pasó lentamente la mano por los rizados cabellos del cretense.
—Necesitaremos tiempo para transformarlos en realidad, pero ¿por qué desesperar?
—Tú y yo, allí… Nada sería más maravilloso.
—Ámame otra vez, Minos. Y no dejes nunca de amarme.