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Coronada, por fin, con la diadema de oro de su madre, y con la espada de Amón sobre su pecho, la Reina Libertad se mantenía a la proa del navío almirante, que los remeros hacían avanzar a gran velocidad.

La reacción de los barcos de los hicsos fue inmediata. Tras haber arriado sus velas precipitadamente, dieron media vuelta tan deprisa como pudieron.

En las riberas, los infantes egipcios lanzaron gritos de victoria.

¡Por fin, los tan esperados refuerzos!

Cuál no fue la sorpresa del gobernador Emheb cuando vio salir de los barcos de guerra a unos pocos arqueros y a numerosos campesinos que en nada se parecían a soldados.

—Majestad, ¡qué alegría volver a veros! Pero… ¿qué significa esa gente?

—Habitantes de Coptos y granjeros de las provincias liberadas. Tú los formarás, gobernador, y te ayudarán a consolidar el frente. Me era imposible desguarnecer la base militar de Tebas. También me era imposible abandonarte, como mi mensaje te anunciaba.

El rostro del gobernador se ensombreció.

—No he recibido ese mensaje, majestad.

Y entonces fue Ahotep quien perdió su sonrisa.

—Te mandamos una de nuestras mejores palomas… La infeliz murió pues por el camino.

—Sin duda, una rapaz —aventuró Emheb.

—Sin duda —repitió la reina sin creerlo.

—Lo importante es que estáis aquí, ¡y en el momento preciso! A pesar de los desmentidos, algunos seguían convencidos de que habíais muerto.

—No regresaré antes de haber hablado con cada uno de tus soldados. Te quedarás con casi todos los barcos, de los que tres cuartas partes son cargueros llenos de armas y material. En caso de necesidad, los otros te servirán para regresar a Tebas. Gracias a unas nuevas velas, son más rápidos que los de los hicsos.

Ver a la reina, poder hablarle, celebrar con ella el nacimiento del sol y oír su voz rogando a los dioses que no abandonaran la tierra de Egipto y habitaran el corazón de sus soldados hizo desaparecer cualquier temor por el porvenir.

Ahotep ofreció un gran banquete a los héroes que contenían a los hicsos, promesa de futuras veladas de fiesta que se celebrarían en el Egipto liberado.

Y les mostró el regalo destinado al emperador, un regalo que produjo una gran hilaridad.

El emperador dejó caer en las losas el escarabeo de material calcáreo, como si se tratara de un tizón ardiente.

—¿Quién ha recibido esta abominación? ¿Quién se ha atrevido a enviármelo?

—Un arquero egipcio lo ha mandado por encima de nuestra primera línea, en Cusae —respondió Khamudi—. Un oficial lo ha recibido y lo ha entregado al correo del ejército.

—¡Haz que ejecuten a todos esos imbéciles! Tú has leído el texto, Khamudi, has leído ese horrendo mensaje que esa horrible hembra se ha atrevido a enviarnos.

El gran tesorero recogió el escarabeo, que mostraba unos hermosos jeroglífico trazados con limpieza:

«Salud al vil hicso Apofis que ocupa mi país. La reina Ahotep está viva y cada egipcio lo sabe. Sabe también que no eres invulnerable».

—Es una falsificación, majestad.

—¡De ningún modo, Khamudi! Ahora, esta basura inundará el país de escarabeos como estos y va a contrarrestar nuestra política de desinformación. ¡Y la frontera de Cusae está hoy firmemente establecida!

—Nuestros ataques por sorpresa no han sido muy eficaces, lo admito, pero nos han enseñado que los egipcios han agrupado lo esencial de sus tropas en ese lugar y que son incapaces de avanzar. Por lo demás, las noticias de Asia son buenas, ya que los reyezuelos locales se tranquilizan y el orden hicso ha sido restablecido. Por lo que a Jannas se refiere, persigue a los últimos piratas por las laderas de los volcanes de las Cícladas, donde se creían seguros. Eliminar a esa escoria era indispensable. Queda por saber, majestad, si deseáis que el almirante destruya Creta.

—Lo pensaré —decretó el emperador con una voz más ronca aún que de ordinario—. ¿No te sorprende una frase de este despreciable mensaje?

Khamudi volvió a leer el texto inscrito en el escarabeo.

—«… cada egipcio lo sabe». ¿Nos da a entender eso que siguen existiendo, en el Delta, organizaciones de resistencia que propagan las informaciones procedentes del sur?

Un esbozo de sonrisa afeó más aún el rostro del emperador.

—Esta pretenciosa reina ha cometido un error al querer insultarme y hemos sido demasiado indulgentes con la población autóctona, Khamudi, demasiado… Exijo interrogatorios a fondo y tantas deportaciones como sean necesarias. Que no se respete ninguna ciudad ni ninguna aldea.

Su madre había sido violada y decapitada; su padre, destripado por el toro del emperador. Dada su belleza, la joven egipcia había tenido el insigne honor de ser elegida para convertirse en una de las cortesanas del harén oficial de Avaris, que, a cualquier hora del día o de la noche, tenían que estar dispuestas a satisfacer los caprichos de los dignatarios hicsos.

Solo sobrevivía y cada hora le resultaba más penosa, pero la muchacha lo olvidaba todo para combatir a su modo.

Después de entregarse a uno de sus guardianes, que no estaba autorizado a tocar a aquellas hembras de lujo, había logrado convencerle de que le amaba. El patán se había encaprichado de ella y no podía ya prescindir de su cuerpo.

Cierta noche, tras haber embrujado de nuevo a la bestia, había solicitado el inmenso favor de tener la ocasión de hablar con su hermano, que trabajaba como carpintero en los arrabales de Avaris. El guardia se pondría en contacto con él por medio de un palafrenero. Verle unos instantes, besarlo… Eso era todo lo que ella deseaba.

El guardia había vacilado mucho tiempo. Si se negaba, ¿cuál sería la reacción de aquella hermosa mujer? Tal vez lo evitara. ¡Y nunca podría encontrar una criatura semejante!

La primera cita había sido organizada en plena noche, en la entrada de las cocinas del harén, que la prisionera había descrito detalladamente a su «hermano», un resistente amigo de sus padres y en contacto con el sur. Desgraciadamente, no podía procurarle nada más.

En cambio, lo que él le había comunicado era extraordinario, o sea, que el ejército de liberación existía efectivamente, y era una reina, Ahotep, la que dirigía el combate. Muy pronto, la noticia se propagaría por el Delta y nuevos resistentes incrementarían la escasa organización de ese momento.

La obsesionaba el proyecto de hacer que un comando entrara en el harén, matara a los guardias y tomara como rehenes a los hicsos de alto rango que allí estuvieran.

El «hermano» asintió.

En su segunda cita, no iría, pues, solo.

Y el momento tan esperado había llegado por fin.

Tras haber colmado al comandante de la guardia imperial, la instigadora de la conspiración salió de su alcoba y tomó un corredor de servicio débilmente iluminado.

Descalza, contenía el aliento.

A esas horas, las cocinas estaban desiertas. Allí se vería obligada a entregarse, por última vez, al guardia antes de que abriera la puerta.

—Heme aquí… ¿Dónde estás? Nadie respondió.

Extrañada, dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, evitó un gran espetón que servía para asar las ocas y rodeó un horno.

—Soy yo… ¿Dónde te ocultas, amor mío?

Con la garganta seca, tropezó con un objeto que no debería haber estado allí.

Se agachó y tocó algo pegajoso. Unos cabellos, una nariz, dientes…

Cuando iba a aullar de espanto, una antorcha iluminó la cocina.

—Yo misma he cortado la cabeza a ese guardia —dijo Dama Aberia—. Sabía que estaba revoloteando a tu alrededor, y eso está formalmente prohibido.

Aterrorizada, la prisionera se pegó a la pared. Dama Aberia desgarró su túnica.

—Tienes hermosos pechos, y lo demás no está mal. Antes de morir, este cerdo me ha dicho que te había dejado ver a tu hermano, algo que está prohibido también. Acaban de detenerlo, fuera, con dos de sus amigos. Pensabas introducirlos aquí, ¿no es cierto?

—¡Na…, nada tengo que deciros!

—Vamos, pequeña. El emperador nos ha ordenado que identifiquemos a todos los resistentes y creo que he tenido buen olfato. Vas a contármelo todo; de lo contrario, tu hermoso cuerpo probará esta antorcha.

La muchacha tomó impulso y se lanzó sobre el espetón, que le atravesó la garganta.

Cuando Dama Aberia tiró de ella, creyó ver en los ojos de la muerta un fulgor de victoria.