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En cuanto se elevaron las llamas, los soldados de Ahotep —de los cuales la mitad se había mezclado con la multitud— se lanzaron contra los miembros del servicio de orden hicso. Bien formados para el combate cuerpo a cuerpo por el afgano y el Bigotudo, se beneficiaron del efecto sorpresa y suprimieron, en pocos instantes, a la mayoría de sus adversarios.

Estupefacto, el jefe de la policía se volvió hacia el gobernador Titi.

—¡A palacio, pronto! Y que tu milicia se una a mis hombres.

Aterrorizados, los sacerdotes se habían metido en los templos con la estatua de Min. Dos adolescentes, desde lo alto de la cucaña, arrojaban botes sobre los policías. Impulsada por el Bigotudo, la población se volvía contra el opresor. Varios hicsos fueron pisoteados por los habitantes de Coptos, felices al tener la posibilidad de expresar un odio contenido durante tanto tiempo.

El jefe de la policía y el gobernador no llegaron muy lejos.

Ante ellos, estaban Ahotep y los miembros de la guardia personal de Titi.

—Forman ahora parte del ejército de liberación —declaró la reina.

—Majestad, ¿no…, no estáis muerta? ¡No, es un fantasma! ¡Sólo puede ser un fantasma! Corramos hacia el templo de Geb. Allí no se atreverán a tocarnos.

Ahotep impidió que un arquero disparara.

Los dos fugitivos consiguieron abrirse paso por entre la reyerta, que se inclinaba, definitivamente, en favor de los egipcios.

Los hicsos y su aliado alcanzaron el atrio del templo de Geb, cuya puerta estaba cerrada.

Titi la aporreó a puñetazos.

—¡Abrid, soy el gobernador! ¡Exijo el derecho de asilo!

La puerta permaneció cerrada.

De pronto, un pesado silencio cayó sobre la ciudad.

Ningún grito de victoria ya, o de sufrimiento, ninguna voz, ni siquiera el ladrido de un perro.

Solos en el atrio, el policía y el gobernador estaban rodeados por el pueblo de Coptos y los soldados del ejército de liberación.

Ahotep se adelantó.

—He aquí las palabras que se pronuncian en este lugar cada vez que se dicta una sentencia: «Que el perjuro tema al dios Geb, la potencia creadora que ama la verdad. Lo que detesta es la mentira. Que él decida».

El gobernador Titi imploró.

—Majestad, no os equivoquéis conmigo. Fingía ser aliado de los hicsos para proteger mejor a mis conciudadanos. Sin mí, muchos habrían sido ejecutados o torturados. En realidad, os he sido fiel desde el comienzo de vuestra aventura. Lo recordáis, ¿no es cierto? Comprendí en seguida que era preciso confiar en vos. He aquí dos pruebas de mi rectitud: primero, los nombres de los colaboradores que traicionan a Egipto en beneficio de los hicsos, entre los marineros, los caravaneros, los comerciantes… Os los daré todos, ¡os lo juro! Luego, la segunda prueba, más definitiva aún.

El gobernador Titi clavó su puñal en los riñones del jefe de la policía, derribó al herido y lo remató.

El asesino se arrodilló.

—¡Soy vuestro humilde servidor, majestad!

La mirada de Ahotep llameó.

—Eres sólo un cobarde y has mancillado este lugar sagrado. He aquí el decreto que se conservará en nuestros archivos: tu cargo de gobernador te es arrebatado y no se confiará a ninguno de tus herederos, tus bienes serán atribuidos a los templos de Coptos, tus escritos serán destruidos, tu nombre queda para siempre maldito y olvidado. Si un faraón te concediese su perdón, sería indigno de llevar la doble corona y destituido de inmediato por los dioses.

—Jefe —le dijo el ayudante del aduanero a su superior—, hay humo.

—¿Dónde?

—Parece que viene de la ciudad vieja.

—¡Sin duda, un antiguo edificio que arde! Eso no nos concierne. Estamos aquí para cobrar las tasas de todos los que cruzan, la aduana de Coptos, infligirles la máxima multa y obtener el beneplácito del emperador. El resto nos trae sin cuidado.

—Jefe…

—¿Qué ocurre ahora?

—Viene gente.

—No te preocupes. Me duele el brazo a fuerza de poner el sello en tanto papeleo y necesito echar una siesta.

—Hay mucha gente, jefe.

—¿Varios mercaderes?

—No, jefe. Un ejército.

El jefe aduanero salió de su sopor.

En el Nilo, había una decena de embarcaciones con arqueros. En la carretera, se veían centenares de soldados egipcios al mando del Bigotudo.

—He aquí lo que tengo que declarar —anunció con gravedad—: os rendís o acabo con vosotros.

Con los rasgos demacrados y apagada la mirada, el buen gigante Heray se inclinó ante la reina.

—Majestad, os presento mi dimisión como superior de los graneros y responsable de la seguridad interior de Tebas. ¡Ojalá algún día podáis perdonarme mi ineptitud y mi falta de clarividencia! Nadie ha cometido una falta más grave que yo, y soy consciente de ello. El único favor que imploro es no ser expulsado de esta ciudad. Pero si decidís otra cosa, os daré mi aprobación.

—Nada te reprocho, Heray.

—¡Majestad! Dejé que un asesino se aproximara a vos, envenenó vuestro alimento y estuvisteis a punto de morir. Por mi causa, la lucha por la libertad podía haberse quebrado. Solo merezco la destitución.

—No, Heray, pues pones cada día en práctica la más alta de las virtudes, es decir, la fidelidad. Gracias a ella permanecemos unidos y venceremos.

—Majestad…

—Hazme el honor de conservar tus funciones, amigo mío, y de ejercerlas con el máximo de vigilancia. Yo misma cometí graves errores y temo seguir cometiéndolos. Nuestros adversarios no han terminado de lanzar contra nosotros los más perversos asaltos. Por eso, no debe aparecer la menor grieta en nuestras filas.

El buen gigante estaba conmovido hasta las lágrimas.

Se prosternó ante la esposa de dios, a la que admiraba más cada día.

—Tienes mucho trabajo —observó la reina—. Antes de ser ejecutado, el gobernador Titi nos proporcionó una impresionante lista de colaboradores. Naturalmente, mezcló lo verdadero con lo falso para que nosotros mismos elimináramos a algunos aliados sinceros. Tendrás, pues, que comprobar cada caso con la mayor atención, para que ningún inocente sea condenado.

—Contad conmigo, majestad.

—Vayamos a ver la maqueta.

No sin profunda alegría, el intendente Qaris incluyó en su maqueta Coptos y su región como zona liberada. Había acabado la ocupación de los hicsos, los arrestos arbitrarios, las torturas… Un nuevo pulmón acababa de abrirse, la tenaza se aflojaba.

—¡Qué feliz debe ser Seqen! —murmuró la reina—. Cuando logremos reabrir las rutas de las caravanas, se habrán resuelto muchas dificultades materiales.

—Mañana —se entusiasmó Qans— celebraremos la verdadera fiesta de Min. Y la reina de Egipto dirigirá el ritual venerando la memoria de sus antepasados.

El magnífico rostro de Ahotep permanecía sombrío.

—Es solo, aún, una modesta victoria. No tendrá futuro si no aumentamos nuestros esfuerzos.

—Nuestro armamento mejora, majestad; muy pronto responderá a vuestras exigencias.

—Si deseamos avanzar hacia el norte, necesitamos más barcos. Los hicsos poseen carros y caballos, pero nosotros sabemos utilizar el Nilo. Hay que abrir inmediatamente nuevos astilleros y poner a trabajar el máximo de artesanos.