Cuando comenzó a sentirse enferma, la reina Ahotep se tendió en un lecho bajo. Su madre, con un lienzo perfumado, le humedecía la frente.
—El hombre ha hablado —indicó Heray, que acababa de llevar a cabo un duro interrogatorio—. Envenenó vuestro plato con unas semillas de ricino y veneno de escorpión. Si vuestro perro no hubiera intervenido, majestad, estaríais muerta.
Tendido al pie de la cama, el perro había decidido no separarse ya de su dueña.
—¿Viene realmente de Coptos? —preguntó Ahotep.
—Sí, majestad.
—Ha actuado, pues, por orden del gobernador Titi.
—No cabe duda de que él envió a ese asesino, probablemente para satisfacer al emperador.
—Hay que tomar Coptos enseguida —decidió la regente. Ahotep intentó levantarse, pero unos violentos dolores de estómago se lo impidieron.
—Vayamos inmediatamente al templo de Hathor —dijo Teti la Pequeña, inquieta—. Las sacerdotisas sabrán cuidarte.
Pese al alivio temporal que supuso una mixtura compuesta de cebolla, algarrobo, extracto de lino y una planta llamada «madera de serpiente», Ahotep había sido víctima de un grave malestar en el camino que llevaba a Deir el-Bahari, donde el faraón Mentuhotep II[3] había construido un extraordinario edificio.
Una vez cruzado el vasto antepatio, lleno de árboles, se accedía a un pórtico. Contra sus columnas se adosaban unas estatuas que representaban al rey tocado con la corona roja y ataviado con la túnica blanca ceñida que llevaba durante la fiesta de regeneración. El rostro, las manos y las enormes piernas negras del monarca lo hacían casi terrorífico.
Luciendo los tres colores de la alquimia de la resurrección, el faraón se había multiplicado así en otros tantos guardianes que velaban por el monumento central, una representación del cerro primordial, la isla de la primera mañana del mundo, en la que se había corporeizado la luz.
Cerca del santuario, unas sacerdotisas de la diosa Sekhmet veneraban una antiquísima estatua instalada ante una vasta cubeta de piedra, donde, en caso de enfermedad grave, algunos pacientes eran autorizados a bañarse.
—Soy Teti la Pequeña y os confio a la reina de Egipto, que acaba de ser envenenada.
Heray llevaba en sus brazos a la desvanecida Ahotep.
—Leed en voz alta el texto inscrito en la estatua —recomendó la decana.
—«Ven a mí, tú cuyo nombre está oculto incluso para los dioses, tú que creaste el cielo y la tierra y echaste al mundo todos los seres. Ningún daño se producirá contra ti, pues eres el agua, el cielo, la tierra y el aire. Que me sea concedida la curación».
Tras haberse rizado, el agua burbujeó.
—El genio de la estatua acepta a la enferma —concluyó la decana—. Desnudadla y sumergidla en la cuba.
Mientras Teti y las demás sacerdotisas lo hacían, la decana derramó agua sobre los jeroglíficos. Entretanto, una de sus colegas recogía el precioso líquido, impregnado entonces de energía mágica.
En cuanto Ahotep, inconsciente aún, fue sumergida en el baño, la sirvienta de Sekhmet le roció la garganta con agua sanadora. Cuando hubo repetido siete veces el gesto, rogó a todos los presentes que se alejaran.
—¿Sobrevivirá mi hija? —preguntó la reina madre, angustiada. La decana permaneció silenciosa.
Coptos estaba en fiestas.
Como agradecimiento por los servicios prestados a los hicsos, el gobernador Titi había recibido autorización para celebrar la fiesta de Min. Naturalmente, algunos episodios del ceremonial se omitían, como la procesión de las estatuas que representaban a los antepasados reales. El único faraón era Apofis.
Obedeciendo sus órdenes, Titi acababa de poner fin a una absurda guerra que habría visto morir, inútilmente, a miles de egipcios. Desde hacía mucho tiempo, el gobernador había comprendido que el poder de los invasores no dejaría de consolidarse y que su país se había convertido en una provincia de los hicsos. Llevando a cabo un sutil doble juego, había preservado algunas de sus prerrogativas y había logrado que sus protegidos no vivieran demasiado mal bajo la ocupación. En el fondo, bastaba con renunciar a los valores tradicionales y acomodarse a las exigencias del emperador.
Así, la vieja fiesta del dios de la fecundidad, tanto espiritual como material, perdería todo carácter sacro para convertirse en un festejo popular acompañado por la glorificación de Apofis, el bienhechor de Egipto.
De no haber sido por la loca de Ahotep y su insensato marido, la provincia tebana habría seguido viviendo días apacibles. Afortunadamente, Seqen había muerto, y el ejército de liberación se pudría en Cusae.
El último peligro era la reina. Por haberla conocido en Coptos, muchos años antes, Titi sabía que no renunciaría a combatir. Obstinada, se negaba a admitir la realidad. Por su causa, el sur corría el riesgo de ser víctima de una terrible represión.
Gracias a Titi, Coptos se salvaría. Al enviar a Tebas su mejor lugarteniente para envenenar a Ahotep, el gobernador se convertía en un héroe del imperio. La desaparición de la reina supondría el final de los combates. Esa era la excelente noticia que Titi iba a anunciar a la población, tan contenta con los festejos.
—¿Todo está dispuesto? —preguntó a su intendente.
—Sí, pero la policía de los hicsos exige custodiar el cortejo.
—Es muy natural; yo no toleraría exceso alguno.
Titi se apresuró a saludar al jefe de la policía local, un sirio de tosco rostro.
—Al menor incidente —anunció el hicso—, meto en la cárcel a los revoltosos y hago que ejecuten a la mitad.
—No temáis: la gente de Coptos es razonable. Se limitará a divertirse bien y agradecerá al emperador esas festividades.
Unos sacerdotes llevaron en procesión la sorprendente estatua del dios Min, envuelto en el sudario blanco de la resurrección. Con el falo en perpetua erección, encarnaba el poder procreador que permitía a la vida perpetuarse en todas sus formas y, especialmente, engendrar el trigo.
Prospectores del desierto, mineros y caravaneros veían pasar la estatua con emoción, pues el dios poseía el secreto de las piedras nacidas en el vientre de la montaña. Con el brazo levantado, formando un ángulo secreto conocido por los constructores de templos, y manejando el cetro de tres pieles, que simbolizaban los tres nacimientos —celeste, terrestre y subterráneo—, Min reinaba sobre las lejanas pistas y guiaba a los aventureros.
Un soberbio toro blanco, plácido, seguía a la estatua. De acuerdo con la tradición, era la reina la que dominaba su natural violencia para transformarla en potencia fecundadora. Pero la última soberana había muerto, y Apofis prohibía la presencia de las mujeres en los rituales. Se estaba levantando ya un alto mástil, con cuerdas y puntales. Los más hábiles intentarían ser los primeros en llegar a lo alto y descolgar los regalos tan deseados. La competición no se desarrollaba sin incidentes, y las caídas eran incontables.
—Hay demasiados templos en Coptos —dijo el jefe de la policía al gobernador—. Mantendrás uno solo; eso bastará de sobra. Los demás se transformarán en cuarteles y en depósitos de armas.
Titi asintió. El emperador detestaba las visibles manifestaciones de la antigua cultura, y Coptos gozaba ya de un régimen de favor.
—¿Estás seguro de la muerte de Ahotep? —preguntó el sirio.
—Por completo. El hombre que la envenenó ha sido ejecutado. Tebas está de luto. Dentro de poco, todos los rebeldes depondrán las armas. Ahotep era su alma y su corazón. Sin ella, no tendrán la fuerza ni el valor de proseguir. Conozco bien a los egipcios: creerán que su reina ha sido víctima de un castigo divino porque su acción era mala. ¿No deberíamos favorecer la propagación de esta idea?
—Yo me encargo de eso, gobernador.
Excepcionalmente, habían sido abiertas dos tabernas. Bajo estrecho control policial, vendían una mala cerveza, que debería bastar a los jaraneros. Al primer signo de embriaguez, el perturbador sería detenido y deportado. El emperador no toleraba quebrantamientos del orden público, y Dama Aberia se sentía encantada cuando tenía la oportunidad de aumentar el número de los convoyes destinados al campo de Sharuhen.
—Este brebaje es innoble —dijo el afgano.
—Pues no vale mucho más esa fiesta truncada —añadió el Bigotudo.
—En resumen, nos han robado. Quiero que me devuelvan el dinero.
—¿Llamamos al posadero? Este miedica está muerto de miedo, necesitamos un auténtico responsable. Ese policía armado, por ejemplo.
El Bigotudo se acercó a él.
—Amigo, mi colega y yo estamos muy descontentos. La procesión es mediocre, la cerveza imbebible y el ambiente deprimente. Es inadmisible, ¿no?
Pasmado primero, el policía se sobrepuso en seguida.
—¡Estáis borrachos los dos! Seguidme sin discutir.
—No podemos.
—¿Qué estás diciendo?
—Tiene razón —asintió el afgano—, no podemos. En primer lugar, no estamos borrachos, y en segundo, no hemos venido hasta aquí para divertirnos, y menos aún para conocer vuestras cárceles.
—Pero ¿por quién te tomas tú?
—Por un resistente que va a matar a un policía hicso, incendiar esta taberna lamentable y dar así la señal de ataque al ejército de liberación.