La destrucción del último cementerio egipcio de Avaris había provocado una inesperada revuelta entre las viudas y los viudos ancianos. Desesperados, se habían agrupado para marchar sobre la ciudadela y protestar contra la decisión del emperador.
Atónitos, los guardias vieron llegar aquella oleada de inofensivos harapientos, de los cuales un buen número se movía con dificultad. Bastaron algunas lanzas para detenerlos.
—Volved inmediatamente a vuestras casas —les ordenó un oficial anatolio.
—Queremos conservar nuestro cementerio —protestó un octogenario que se apoyaba en su bastón—. Mi esposa, mis padres, mis abuelos y mis tatarabuelos están enterrados allí. Lo mismo ocurre con la mayoría de mis compatriotas. Nuestros muertos no amenazan, que yo sepa, la seguridad del imperio.
—Las órdenes son las órdenes.
Silenciosos y decididos, los contestatarios se sentaron. Exterminarlos no ofrecía dificultad alguna, pero el oficial prefirió consultar con un superior.
—¿Viejos? —se extrañó Khamudi.
—Se niegan a regresar a sus casas y quieren ser recibidos por el emperador.
—¡Esos imbéciles siguen sin comprender que los tiempos han cambiado! ¿Son ruidosos?
—No, en absoluto. ¿De qué modo queréis que los ejecutemos?
—¿Ejecutarlos…? Tengo una idea mejor. Ve a buscar a Dama Aberia. Yo solicitaré la autorización del emperador.
Con sus manos, más anchas que las de un coloso, Dama Aberia se entregaba a su placer favorito, o sea, estrangular. De momento, se limitaba a una gacela, cuyos mejores pedazos se servirían en la mesa de Apofis. Pero era mucho menos divertido que retorcerle el cuello a una aristócrata egipcia reducida al rango de esclava. Gracias a la esposa del emperador, Dama Aberia no carecía de presas, aterrorizadas unas, gesticulantes otras. Su sed de venganza era inextinguible, y Apofis aprobaba esa política de terror, que disuadía a los vencidos de resistírsele.
—El gran tesorero solicita vuestra presencia urgentemente —le comunicó el oficial.
Dama Aberia sintió un delicioso estremecimiento. Conociendo a Khamudi, solo podía tratarse de una exaltante tarea.
—¿Qué significa ese rebaño de vejestorios? —preguntó.
—Son peligrosos rebeldes —respondió Khamudi.
—¿Peligrosos, ellos? —se carcajeó Dama Aberia.
—¡Mucho más de lo que crees! Esos ancianos defienden perjudiciales tradiciones y las transmiten a los más jóvenes. Por eso, no deben seguir en Avaris, donde dan mal ejemplo. Su lugar está en otra parte, lejos de aquí.
El interés de Dama Aberia comenzó a despertarse.
—¿Y me toca a mí… encargarme de eso?
Junto a nuestra base de retaguardia, en Palestina, en Sharuhen, hay zonas pantanosas donde podría establecerse un campo de prisioneros.
—¿Un simple campo…, o un penal de exterminio?
—Como quieras, Dama Aberia.
La estranguladora miró a los prisioneros de un modo distinto.
—Tenéis razón, gran tesorero. Son, en efecto, rebeldes peligrosos y los trataré como a tales.
El cortejo tomó la pista que, rodeando unos lagos, se dirigía al este. Cómodamente instalada en su silla de manos, Dama Aberia obligaba a su rebaño de esclavos a caminar lo más deprisa posible; solo les concedía un alto y un poco de agua cada cinco horas.
La resistencia de aquellos viejos egipcios la sorprendía. Solo algunos se habían derrumbado al comienzo del viaje, y Dama Aberia no había cedido a nadie la tarea de retorcerles el cuello. Sus despojos harían las delicias de los buitres y demás carroñeros. Un solo deportado intentó huir y fue derribado enseguida por un policía hicso.
Los demás avanzaban, paso a paso, bajo un sol ardiente. Si alguien se debilitaba, los más valerosos le sostenían como podían y lo obligaban a continuar.
A veces, el corazón fallaba. Entonces, el cadáver era abandonado a un lado de la pista, sin ritos ni sepultura.
El primero que pidió más agua fue azotado hasta la muerte. Así pues, los viudos y las viudas avanzaban sin quejarse, ante la encantada mirada de Dama Aberia, que pensaba ya en organizar otros viajes como aquél.
—No hay que perder la esperanza —le dijo un septuagenario a su compañera de infortunio—. Mi hijo forma parte de una organización de resistentes y me ha dicho que la reina se ha puesto a la cabeza de un ejército de liberación.
—No tiene posibilidad alguna.
—Ha infligido ya algunas derrotas a los hicsos.
—En Avaris, nadie habla de ello —objetó la mujer.
—La policía del emperador funciona bien… Pero, de todos modos, la noticia acabará propagándose. El ejército tebano ha llegado a Cusae y tiene, forzosamente, la intención de atacar el Delta.
—Los hicsos son demasiado poderosos y los dioses nos han abandonado.
—¡No, estoy seguro de que no!
A pesar de sus reticencias, la viuda murmuró la noticia al oído de su vecino, que transmitió a otro la información. Poco a poco, todos los prisioneros supieron que Tebas había levantado la cabeza y que se había iniciado el combate. Los más extenuados recuperaron fuerzas; el camino pareció menos penoso a pesar del calor, la sed y los mosquitos.
Tras la de Avaris, la plaza fuerte de Sharuhen era la más impresionante del imperio. Altas torres permitían controlar los alrededores y el puerto. La ciudad de guarnición albergaba tropas de choque capaces de intervenir en cualquier momento en Siro-Palestina y acabar de raíz con el menor intento de sedición.
De acuerdo con las órdenes de Apofis, los hicsos efectuaban expediciones a intervalos regulares, solo para recordar a la población civil que la ley del emperador era inviolable. Se saqueaba una aldea, se incendiaba, se violaba a las mujeres, y luego se las empleaba como esclavas, junto con sus hijos más robustos. Era la distracción más apreciada por la guarnición de Sharuhen, cuyo puerto recibía los cargueros repletos de abundantes alimentos.
La llegada del lamentable cortejo sorprendió al comandante de la fortaleza, que quedó impresionado por la musculatura de Dama Aberia.
—Misión oficial —declaró ella con aplomo—. El emperador desea que levante un penal cerca de la fortaleza. Ha decidido deportar a la mayor parte de los rebeldes para que no turben el orden hicso.
—¡Pero si son ancianos!
—Propagan ideas peligrosas, que pueden turbar los espíritus.
—Bueno, bueno… Tendréis que alejaros hacia el interior de las tierras, pues por aquí hay muchas marismas y…
—Eso me parece perfecto. Quiero que los penados estén al alcance de vuestros arqueros que montan guardia en lo alto de las torres. Si uno de esos bandidos intenta cruzar las cercas que vamos a levantar, derribadlo.
Dama Aberia eligió el peor lugar, es decir, un terreno poroso, infestado de insectos y batido por los vientos.
Ordenó a los prisioneros que construyeran chozas de caña, donde, en adelante, vivirían a la espera de la clemencia del emperador, que, en su gran bondad, les concedía una ración cotidiana.
Una semana más tarde, la mitad de los ancianos había muerto. Sus compañeros habían enterrado los cuerpos en el barro, excavando con las manos. Tampoco ellos sobrevivirían mucho tiempo.
Satisfecha, Dama Aberia se puso en camino hacia Avaris, donde agradecería calurosamente a Khamudi su iniciativa. Ella se encargaría de preparar la siguiente deportación de rebeldes, que, tras haber probado los encantos de Sharuhen, no causarían ya problema alguno al emperador.