El gran tesorero Khamudi había instalado en pleno Avaris un gigantesco centro de impuestos custodiado por el ejército, desde donde controlaba las recaudaciones fiscales procedentes de las distintas provincias del Imperio. Los tributos no habían dejado de aumentar con el transcurso de los años, lo que había exigido un número de funcionarios también en constante aumento. Apofis ejercía el poder absoluto, mandaba en el ejército y delegaba la gestión financiera a su gran tesorero, que no debía ocultarle nada so pena de un castigo definitivo.
Khamudi apreciaba en exceso su puesto como para jugárselo, de modo que informaba al emperador de las distintas deducciones que efectuaba para aumentar su fortuna personal.
Los egipcios y los vasallos estaban ya desangrados, pero Khamudi inventaba nuevas tasas o hacía que se rebajara una para aumentar más otra. Convencido de que la explotación de los súbditos del imperio no tenía límites, pretendía mejorar sus resultados. Por lo que se refiere a los dignatarios, cuyo enriquecimiento había sido considerable desde los inicios del reinado de Apofis, se entendían con Khamudi. Asustado, el secretario del gran tesorero irrumpió en su despacho.
—Señor, es el emperador… ¡Está aquí!
Una inesperada visita de Apofis… Khamudi sintió de pronto deseos de rascarse la pierna izquierda. Las contrariedades le producían una especie de eccema que a las pomadas más activas les costaba reabsorber.
Miles de cifras desfilaron en su memoria. ¿Qué cometido?
—¡Majestad, qué gran honor recibiros!
De siniestra fealdad, encorvado, el emperador miraba de través.
—Estás bien instalado, amigo mío. Resulta un lujo algo chillón, con ese mobiliario moderno, ese ejército de chupatintas, esas vastas salas de archivos y tu fábrica de papiro, que funciona a toda vela; pero tienes la hermosa cualidad de ser eficaz sin moral alguna. Gracias a ti, el imperio se enriquece día tras día. Khamudi se sintió aliviado.
El emperador dejó caer su pesada y blanda masa en un sillón decorado con toros salvajes.
—Los egipcios son ovejas que debemos esquilar —declaró con voz cansada—. Pero la mayoría de nuestros soldados son unos débiles de carácter a los que hay que sermonear constantemente para evitar que se duerman en sus pasadas victorias. La incompetencia de nuestros generales me irrita en grado sumo.
—¿Deseáis acaso… una gran limpieza?
—Los sustitutos no serían mejores. Hemos perdido terreno en el sur de Egipto, Khamudi, y eso me resulta insoportable.
—¡A mí también, majestad! Pero se trata solo de una situación temporal. Los rebeldes están bloqueados a la altura de la ciudad de Cusae y no seguirán adelante. En cuanto Jannas haya regresado de las Cícladas, hará que el frente se hunda.
—Este asunto es mucho más serio de lo previsto —se lamentó Apofis—. El almirante no se enfrenta a simples piratas, sino a una flota enemiga bien organizada.
—Nuestras tropas regresarán muy pronto de Asia, donde han aplastado al adversario.
—No, Khamudi. Tendrán que quedarse allí algún tiempo para asegurarse de que la hoguera queda bien apagada.
—En ese caso, majestad; enviemos a nuestras guarniciones del Delta.
—De ningún modo, amigo mío. Mientras aguardamos a Jannas, disponemos de otra arma: la desinformación. Harás que se graben dos series de escarabeos: una, dirigida a nuestros vasallos para anunciarles que el imperio hicso no deja de extenderse; otra, dirigida a los egipcios que han tomado las armas contra nosotros. Cuida mucho la redacción en jeroglíficos del mensaje que voy a dictarte.
—¡Poneos al abrigo! —gritó el gobernador Emheb, un coloso infatigable—. ¡Utilizan sus hondas!
Los soldados del ejército de liberación se arrojaron al suelo o se ocultaron detrás de las chozas de cañas construidas en la línea del frente.
La caída de los proyectiles duró largos minutos, pero no siguió ataque alguno.
Los soldados recibieron la sorpresa de descubrir numerosos escarabeos de calcáreo cubiertos con la misma inscripción.
Se los llevaron a Emheb.
A medida que descifraba el texto, el gobernador percibió el peligro.
—Destruid todos esos escarabeos —ordenó.
Emheb copió el mensaje en un papiro y lo confió a Bribón para advertir lo antes posible a la reina.
Ahotep aguardaba un signo que le probara que el alma de Seqen había resucitado, pero nada ocurría. Sin embargo, todos los ritos habían sido correctamente realizados y ya no sabía qué iniciativa tomar para ponerse en contacto con su marido.
Al hilo de los días, la hermosa joven se marchitaba. Ninguno de sus allegados conseguía consolarla. Permanecía, sin embargo, atenta a sus dos hijos, muy turbados por la desaparición del padre. Kamosis intentaba olvidar su pesadumbre y se entrenaba en el manejo de las armas con varios instructores; el pequeño Amosis pasaba la mayor parte del tiempo jugando con su abuela.
Tebas se sumía en la tristeza. ¡Qué lejos estaban los primeros tiempos de la reconquista! El intendente Qaris se atrevió a acercarse a la reina, sentada al pie de la acacia a la que había confiado su carta para Seqen.
—Majestad…, ¿puedo hablar con vos?
—Ahora, el silencio es mi país.
—¡Es grave, majestad; muy grave!
—¿Hay algo más grave que la desaparición del faraón? Sin él, estamos privados de fuerza.
—Apofis ha hecho grabar escarabeos que anuncian vuestra muerte. Si la falsa noticia se extiende, los resistentes no tardarán en deponer las armas, y el emperador habrá vencido sin combatir.
Ahotep pareció más triste aún.
—Apofis no se engaña. Estoy muerta para este mundo. Tan comedido como siempre, el intendente se indignó.
—¡Es falso, majestad, y no tenéis derecho a ello! Sois la regente de las Dos Tierras, del Alto y el Bajo Egipto, y os habéis comprometido a proseguir la obra del faraón Seqen.
Ahotep esbozó una triste sonrisa.
—Un enemigo implacable ocupa las Dos Tierras. Al matar a Seqen, me mató también a mí.
De pronto, el intendente Qaris pareció trastornado.
—Majestad, vuestra carta… ¡Vuestra carta ha desaparecido! Ahotep se levantó para mirar la rama de la que había colgado el papiro.
—¡El faraón Seqen ha recibido vuestro mensaje, majestad! ¿No es ese el signo que aguardabais?
—Aguardo mucho más, Qans.
De la estatuilla de arcilla de Osiris, tendido en su lecho de muerte al pie de la acacia, brotaron espigas de trigo.
Esa visión dejó sin aliento a Ahotep, que estuvo a punto de desfallecer.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro del intendente.
El faraón Seqen ha resucitado, majestad. Vive para siempre entre los dioses y va a guiar vuestra acción.
En la propia Tebas corría los rumores. Unos afirmaban que la reina Ahotep había muerto, y otros, que había perdido el ánimo y que viviría, en adelante, recluida en el templo de Karnak El gobernador Emheb se disponía a capitular, implorando clemencia al emperador.
Entonces, el superior de los graneros, Heray, anunció la buena nueva de que Ahotep estaba viva, gozaba de perfecta salud y se dirigiría a sus tropas al amanecer del día siguiente.
Muchos soldados se mostraron escépticos.
Pero cuando el sol apareció por oriente, la reina salió de palacio, coronada con una fina diadema de oro y ataviada con una larga túnica blanca. Su nobleza y su hermosura impusieron un respetuoso silencio.
—Como ese sol que renace, el alma del faraón ha resucitado en la luz. En calidad de regente, proseguiré el combate hasta que Kamosis sea capaz de ponerse a la cabeza del ejército. Pretendo mantener una absoluta fidelidad al rey difunto. Por eso he creado, en Karnak, la función de «esposa de dios», y seré la primera en ocuparla. Jamás volveré a casarme y mi único compañero seguirá siendo mi marido, que descansa en el secreto del dios Amón. Cuando Egipto haya sido liberado, si pertenezco aún a este mundo, me retiraré al templo.