A trescientos kilómetros al norte de Tebas, en territorio enemigo, en la ciudad de Assiut, la antigua sede del chacal divino, el Abridor de Caminos estaba agonizando. El afgano y el Bigotudo, dos endurecidos resistentes convertidos en oficiales del ejército de liberación, no carecían de contactos en la zona.
Así pues, habían confiado un mensaje a Bribón, el jefe de las palomas mensajeras, capaz de recorrer más de mil kilómetros de un tirón, a una velocidad de ochenta kilómetros por hora.
La misión era arriesgada. Si Bribón no regresaba, Ahotep perdería a uno de sus mejores soldados. Por lo demás, no le había ocultado el gran riesgo que iba a correr. Muy atento, con la cabeza erguida y brillantes los ojos, el palomo blanco y pardo se había considerado capaz de lograrlo.
Pero habían transcurrido ya dos días, y la reina escrutaba en vano el cielo.
Al crepúsculo, le pareció divisar en la lejanía a su mensajero. Su vuelo era vacilante, más pesado que de costumbre.
¡Sin embargo, era él!
Bribón se posó en el hombro de Ahotep.
Con el costado derecho cubierto de sangre, alargó orgullosamente la pata derecha, en la que estaba sujeto un pequeño papiro sellado.
La reina lo felicitó, acariciándolo con dulzura, tomó la misiva y confió el valeroso mensajero a Teti la Pequeña.
—Sin duda, ha sido herido por una flecha. Cuídalo con mucha atención.
—Es superficial —dictaminó la reina madre tras haber examinado la herida—. En unos días, Bribón estará en plena forma. Según el breve texto de un resistente de la región de Assiut, la ciudad había sido destruida casi por completo, a excepción de las antiguas tumbas. Ya solo albergaba una pequeña guarnición de hicsos que recibían mercancías procedentes de los oasis de Khargeh y de Dakleh.
—En marcha —decidió Ahotep.
Al amanecer, el barco atracó en el puerto de Assiut. Viajar de noche era peligroso, pues se podía embarrancar en un banco de arena o molestar a los hipopótamos de devastadora cólera. Pero, de día, el Nilo no era seguro; por dondequiera merodeaban los hicsos.
Muy activo antaño, aquel puerto estaba abandonado. Se pudrían viejas barcas y una barcaza reventada.
Ni Risueño ni Viento del Norte detectaron presencia inquietante alguna. El perro desembarcó primero, seguido por el asno, la reina, el afgano, el Bigotudo y una decena de jóvenes arqueros ojo avizor.
Aliada de Ahotep, la luna iluminaba el paisaje.
La ciudad se extendía al abrigo de un acantilado, en el que se habían excavado las tumbas; entre ellas, se encontraba la de un sumo sacerdote de Upuaut, el Abridor de Caminos, a quien había pertenecido la hachuela indispensable para resucitar la momia.
—Si yo fuera el comandante hicso —observó el afgano—, situaría mis centinelas exactamente en este lugar. No hay mejor punto de observación.
—Vayamos a comprobarlo, pues —aconsejó el Bigotudo—. Si tienes razón, siempre serán algunos hicsos menos.
El Bigotudo era un egipcio del Delta. Arrastrado casi a su pesar a la resistencia, esta se había convertido en su razón para vivir.
El afgano, expoliado por los invasores, solo pensaba en restablecer el comercio de lapislázuli con un Egipto de nuevo respetuoso con las leyes comerciales.
Juntos, los dos hombres habían corrido muchos peligros. Admiradores incondicionales de la reina Ahotep, la mujer más hermosa e inteligente que habían conocido, se batirían por ella hasta el fin, fuera cual fuese.
El afgano y el Bigotudo treparon por la colina con la rapidez de los combatientes acostumbrados a las expediciones peligrosas. En menos de media hora ya estaban de regreso.
—Cuatro centinelas definitivamente dormidos —dijo el Bigotudo—. El camino está libre.
Como Ahotep se sometía al mismo entrenamiento que sus soldados, no le costó en absoluto subir la pendiente.
Varias tumbas habían sido profanadas; la del sumo sacerdote Upuaut, por desgracia, se contaba entre ellas. Los hicsos depositaban allí armas y alimentos.
Con el corazón lleno de rabia, la reina exploró las ruinas a la luz de una antorcha. Llegó a la pequeña sala situada cerca del fondo de la tumba, donde el ritualista solía guardar los objetos más valiosos.
En el suelo había fragmentos de arcones y estatuas. La reina hurgó en aquel caos. Y bajo un cesto que contenía alimentos momificados, encontró la hachuela de hierro celestial que se utilizaba en los rituales de resurrección.
La puerta de la tumba de Seqen se cerró, y su hijo mayor, ayudado por el intendente Qans, selló la necrópolis. Cuando Ahotep hubo abierto los ojos, la boca y los oídos de la momia, el alma del faraón dejó de estar encadenada a la tierra.
—Es preciso que hablemos de la situación, majestad —sugirió Qans.
—Más tarde.
—Tenéis que decidir rápidamente nuestra estrategia.
—El gobernador Eniflieh sabrá resistir en el frente. Yo quiero compartir la muerte de mi marido.
—Majestad, no me atrevo a comprenderos…
—Debo penetrar en la morada de la acacia, y nadie me lo impedirá.
Ya solo eran tres. Tres viejas sacerdotisas formaban la comunidad de recluidas en la morada de la acacia, condenada a una segura desaparición si la reina Ahotep no les hubiera asegurado la yacija y el alimento para que transmitieran su saber.
Ahotep se sentó con ellas al pie de una acacia de temibles espinas.
—La vida y la muerte se encuentran en ella —reveló la superiora—. Osiris le da su verdor, y en el interior del cerro de Osiris, el sarcófago se convierte en una barca capaz de bogar por los universos. Si la acacia se marchita, la vida abandona a los vivos, hasta que el padre resucita en el hijo. Isis crea un nuevo faraón, cura las heridas infligidas por Set, y la acacia se cubre de hojas.
La profecía era clara: Kamosis sería rey. Pero Ahotep exigía más aún.
—Que mi espíritu pueda permanecer eternamente unido al de Seqen, más allá de la muerte.
—Puesto que la muerte ha nacido —respondió la superiora—, morirá. Pero quien existía antes de la creación no sufre la muerte. En los paraísos celestiales no hay miedo ni violencia. Justos y antepasados comulgan con los dioses.
—¿Cómo puedo entrar en contacto con Seqen?
—Hazle llegar un mensaje que salga de tu corazón.
—¿Y si no me responde?
—Que el dios del destino vele por la reina de Egipto.
El único objeto de gran valor que poseía Ahotep era un portapinceles de madera dorada, con incrustaciones de piedras semipreciosas. Tenía la forma de una columna y llevaba una inscripción: «La reina es amada por Thot, el maestro de las palabras divinas».
En un papiro nuevo, Ahotep escribió, con hermosos jeroglíficos, una carta de amor a su esposo difunto, en la que le suplicaba que alejara a los malos espíritus y actuara en favor de la liberación de Egipto. Imploraba que le respondiera para probarle que, en efecto, había resucitado.
Ahotep ató la misiva a una rama de la acacia. Luego, con arcilla, fabricó una estatuilla de Osiris tendido en su lecho de muerte y la depositó al pie del árbol. Por fin, cantó acompañándose del arpa portátil, para que las resonancias aseguraran al alma de Seqen un viaje armonioso al más allá.
Pero ¿le respondería el hombre a quien amaba?