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Desde que el cadáver de su marido había llegado del frente, transportado en el navío almirante, la joven reina de treinta y dos años no se separaba de él.

El cadáver, martirizado, mostraba varias heridas mortales, que la momificación había dejado visibles por orden de Ahotep. La reina no quería que desaparecieran las huellas del valor de Seqen, que había luchado solo contra una nube de hicsos antes de sucumbir. Su bravura había alentado las filas de los egipcios, aterrorizados por los carros de guerra tirados por caballos, un arma nueva y temible.

Nacido en una familia pobre, Seqen se había enamorado locamente de Ahotep, que admiraba a aquel ser puro y noble, apasionado por la libertad y dispuesto a sacrificar su vida para devolver a Egipto su pasada grandeza. Cogidos de la mano, Seqen y Ahotep habían afrontado múltiples pruebas antes de estar en disposición de atacar las posiciones de los hicsos, al norte de Tebas, y comenzar así a abrir el cerco.

A Ahotep se le había ocurrido la idea de crear una base secreta donde los soldados del ejército de liberación fueran preparados para el combate, y había confiado a Seqen la tarea de llevar a cabo el proyecto. Como reina de Egipto, Ahotep había reconocido a Seqen como faraón, una pesada función, de la que se había mostrado digno hasta el último aliento.

Aunque el imperio de las tinieblas hubiera convertido la existencia de la pareja real en un sendero de lágrimas y sangre, Ahotep recordaba los raros e intensos momentos de felicidad compartidos con Seqen. En su corazón, él seguiría siendo siempre la juventud, la fuerza y el amor.

A pesar de su aire frágil y quebradizo, la reina madre Teti la Pequeña bajó a la tumba donde su hija meditaba. Siempre impecablemente vestida y maquillada, la anciana dama luchaba con denuedo contra la sorda fatiga que la obligaba a dormir largas siestas y a acostarse temprano. Conmovida por la muerte de su yerno, temía que Ahotep no dispusiera ya de la energía necesaria para salir de su sufrimiento.

—Deberías alimentarte —le sugirió.

—¡Qué hermoso es Seqen!, ¿no es cierto? Hay que olvidar esas horribles heridas y pensar únicamente en el rostro altivo y decidido de nuestro rey.

—Hoy, Ahotep, tú eres la soberana del país. Todos esperan tus decisiones.

—Me quedo junto a mi esposo.

—Lo has velado de acuerdo con nuestros ritos. La momificación ha terminado.

—No, madre, no…

—Sí, Ahotep. Y me toca pronunciar las palabras que tanto temes escuchar, es decir, que ha llegado el momento de proceder a la ceremonia de los funerales y de cerrar esta tumba.

—Me niego.

Pese a parecer tan frágil ante la magnífica joven morena y de encantador hechizo, Teti la Pequeña no cedió.

—Comportándote como una plañidera, traicionas al faraón y haces inútil su sacrificio. Ahora debe viajar hacia las estrellas, y nosotros proseguir su lucha. Dirígete a Karnak, donde los sacerdotes te convertirán en la encarnación de Tebas la Victoriosa. El imperioso tono de su madre sorprendió a Ahotep, y sus palabras la atravesaron igual que puñaladas.

Pero Teti la Pequeña tenía razón.

Bajo fuerte vigilancia y acompañada por sus dos hijos —Kamosis, de catorce años de edad, y Amosis, de cuatro—, Ahotep se presentó en el templo de Amón, en Karnak, donde los ritualistas no dejaban de cantar himnos por la inmortalidad del alma real.

Desde la ocupación de los hicsos, Karnak no había gozado de ampliación alguna. Protegido por un recinto amurallado, el templo se componía de dos santuarios principales: uno, de pilares cuadrados, y otro, de pilares con forma de Osiris, que proclamaban la resurrección del dios asesinado por su hermano Set. De acuerdo con una profecía, la capilla que contenía la estatua de Amón, el Oculto, se abriría por sí misma si los egipcios conseguían vencer a los hicsos.

El sumo sacerdote se inclinó ante aquella a quien los soldados habían apodado la Reina Libertad.

Kamosis se mantenía muy erguido; el pequeño Amosis lloraba y apretaba con fuerza la mano de su madre.

—¿Estáis dispuesta, majestad, a mantener el fuego conquistador de Tebas?

—Lo estoy. Kamosis, ocúpate de tu hermano. Amosis se agarró a su madre.

—Quiero quedarme contigo… ¡Y quiero a mi papá! Ahotep besó con ternura al niño.

—Tu padre está en el cielo, con los demás faraones, y debemos obedecerle concluyendo su obra. Para conseguirlo, necesito a todo el mundo, y sobre todo, a nuestros dos hijos. ¿Lo comprendes?

Tragándose las lágrimas, Amosis se colocó ante su hermano mayor, que le tomó de los hombros.

El sumo sacerdote condujo a Ahotep hasta la capilla de la diosa Mut, cuyo nombre significaba, al mismo tiempo, «la madre» y «la muerte». Ella había dado a la adolescente la fuerza de librar un combate imposible, y ella iba a transformar la modesta ciudad tebana en la capital de la reconquista.

En la diadema de oro de su madre que llevaba Ahotep, el sumo sacerdote prendió un uraeus del mismo metal. Luego, le entregó un arco y unas flechas.

—Majestad, ¿os comprometéis a combatir las tinieblas?

—Me comprometo a ello.

—En ese caso, que vuestras flechas alcancen los cuatro puntos cardinales.

Ahotep apuntó a oriente; luego, al norte; después al mediodía, y por fin, a occidente. La nobleza de su actitud había impresionado a todos los ritualistas.

—Puesto que el cosmos os es favorable, majestad, he aquí la vida que deberéis preservar y la magia que deberéis dispensar. El sumo sacerdote acercó al rostro de la reina una cruz egipcia y un cetro cuya cabeza era la del animal de Set.

Unas potentes vibraciones atravesaron el cuerpo de Ahotep.

A partir de entonces, en ella se encarnaba la esperanza de todo un pueblo.

Después de que los soldados de la base secreta hubieron rendido un último homenaje al faraón difunto, el cortejo fúnebre tomó el camino de la necrópolis. Cuatro bueyes tiraban del sarcófago[2] depositado en una narria de madera. A intervalos regulares, unos ritualistas derramaban leche sobre la pista para facilitar el deslizamiento.

En aquel período de guerra, la artesanía tradicional estaba reducida a la mínima expresión, de modo que el mobiliario fúnebre de Seqen solo se componía de objetos modestos, indignos de una sepultura regia, que consistían en una paleta de escriba, un arco, sandalias, un taparrabos de ceremonia y una diadema. En Tebas no quedaba ya un solo gran escultor. Los del taller real de Menfis habían sido ejecutados por los hicsos hacía ya mucho tiempo.

Ahotep iba acompañada por sus dos hijos, su madre, el intendente Qaris y el superior de los graneros Heray, responsable de la seguridad en Tebas y gran cazador de colaboradores con el enemigo. El gobernador de la ciudad de Edfú, Emheb, había tenido que marcharse de nuevo a Cusae para que no decayera la moral de las tropas que se encontraban en el frente.

Ante la entrada de la pequeña tumba, tan irrisoria comparada con las pirámides de la edad de oro, Qans y Heray levantaron el sarcófago.

Antes de confiarlo a la diosa de Occidente, que absorbería a Seqen en su seno, donde lo haría renacer, había que abrirle la boca, los ojos y los oídos.

El sacerdote funerario tendió a la reina una hachuela de madera. En cuanto la tocó Ahotep, la herramienta se quebró.

—No tenemos otra —se lamentó el ritualista—. Era la última que había sido consagrada cuando el faraón reinaba en Egipto.

—¡El sarcófago del rey no puede permanecer inerte!

—Entonces, majestad, habrá que utilizar la hachuela del Abridor de Caminos.

—Pero si está en Assiut —objetó Qans—, y la ciudad no es segura.

—Vayamos inmediatamente allí —decidió la reina.

—Majestad, os lo ruego… ¡No debéis correr semejante riesgo! —El primero de mis deberes consiste en hacer apacible el viaje del faraón hacia los paraísos del otro mundo. Sustraerme a él nos llevaría al fracaso.