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Sentado a la izquierda de Apofis, emperador de los hicsos, al general de los carros no le llegaba la camisa al cuerpo. Sin embargo, estaba gozando de un honor muy deseado, como era asistir, en compañía del soberano más poderoso del mundo, a la prueba del toro, de la que los habitantes de Avaris, capital del Imperio sita en el Delta de Egipto, hablaban con espanto sin saber exactamente de qué se trataba.

Instalados en una plataforma, los dos hombres podían llegar a dominar una extensión de arena y una construcción circular llamada «el laberinto», de donde nadie, según los rumores, salía vivo.

—Pareces muy nervioso —observó Apofis, cuya voz ronca helaba la sangre.

—Es cierto, majestad… Vuestra invitación, aquí, a palacio… No sé cómo agradecéroslo —respondió el oficial superior balbuceando y sin atreverse a mirar al emperador, cuya fealdad era impresionante.

Alto, de nariz prominente, con las mejillas caídas, el vientre hinchado, Apofis solo se permitía dos coqueterías que consistían en un escarabeo de amatista, montado en un anillo de oro, en el meñique de la mano izquierda, Y en el cuello, un amuleto en forma de cruz egipcia,[1] que le daba derecho de vida y muerte sobre sus súbditos.

«Amado por el dios Set», Apofis se había proclamado faraón del Alto y el Bajo Egipto, e intentado hacer que se inscribieran sus nombres de coronación en el árbol sagrado de la ciudad santa de Heliópolis. Pero las hojas se habían mostrado reticentes, negándose a aceptarlo, de modo que Apofis asesinó al sumo sacerdote, ordenó que se cerrara el templo y afirmó que el ritual se había desarrollado correctamente.

Desde hacía algún tiempo, el emperador se sentía contrariado.

En las Cícladas, el almirante Jannas, asiático implacable y notable guerrero, perseguía a los piratas que osaban emprenderla con la flota mercante del imperio. En Asia, varios pequeños principados manifestaban veleidades de independencia, que las tropas de élite de los hicsos cortaban de raíz dando muerte a los rebeldes, incendiando las aldeas y haciendo montones de esclavos.

Aquellos episodios convenían al gran designio de Apofis puesto que acrecentaban más aún la extensión de su imperio, ya el más vasto nunca conocido. Nubia, Canaán, Siria, el Líbano, Anatolia, Chipre, las Cícladas, Creta y las marcas de Asia agachaban la cabeza ante él y temían su poder militar. Pero todo aquello era solo una etapa, y los invasores hicsos, que agrupaban a soldados procedentes de distintas etnias, iban a proseguir su conquista del mundo.

Y el centro de ese mundo era Egipto.

La marejada de los hicsos había sumergido con sorprendente facilidad al Egipto de los faraones, poniendo fin a largos siglos de civilización basada en Maat, la justicia, la rectitud y la solidaridad. Pésimos combatientes, los egipcios no habían sabido oponerse a la fuerza bruta y a las nuevas armas de los invasores.

El faraón, en ese momento, era él, Apofis.

Y había situado su capital en Avaris, un lugar de culto de Set, el dios del rayo y de la violencia, que lo hacía invencible. La aldea se había convertido en la principal ciudad del Oriente Próximo, dominada por una inexpugnable ciudadela, desde donde al emperador le gustaba contemplar el puerto, lleno de centenares de embarcaciones de guerra y de comercio.

De acuerdo con el deseo de Apofis, Avaris se había convertido en un gigantesco cuartel, un paraíso para los militares que utilizaban a los egipcios sometidos a esclavitud.

Y, sin embargo, era en el sur de ese Egipto vencido y pisoteado donde había tomado cuerpo una increíble revuelta. En Tebas, oscura ciudad agonizante, un reyezuelo llamado Seqen y su esposa Ahotep se habían atrevido a tomar las armas contra el emperador.

—¿Dónde estamos exactamente, general?

—Controlamos la situación, majestad.

—¿En qué lugar se sitúa el frente?

—En Cusae, majestad.

—Cusae… ¿No se encuentra esta ciudad a trescientos cincuenta kilómetros al norte de Tebas?

—Poco más o menos, majestad.

—Eso significa, pues, que el ridículo ejército de Seqen ha conquistado un vasto territorio…, demasiado vasto.

—¡Oh, no, majestad! Los rebeldes intentaron una penetración relámpago, bajando por el Nilo a una sorprendente velocidad, pero no han asentado su dominio sobre las provincias que han cruzado o por las que han pasado. En realidad, su acción ha resultado más espectacular que peligrosa.

—De todos modos, hemos sufrido varios reveses.

—Los insumisos cogieron por sorpresa a algunos destacamentos, pero reaccioné muy deprisa y detuve su avance.

—A costa de dolorosas pérdidas, al parecer.

—Su armamento es arcaico, pero esos egipcios pelean como fieras. Afortunadamente, nuestros carros y nuestros caballos nos dan una enorme superioridad. Y además, majestad, no olvidéis que hemos matado a su jefe, Seqen.

«Solo gracias al espía que corrompe al enemigo», pensó Apofis, cuya torva mirada seguía siendo indescifrable.

—¿Dónde está el cadáver del tal Seqen?

—Los egipcios consiguieron recuperarlo, majestad.

—Lástima. De buena gana lo hubiera colgado de la gran torre de la ciudadela. ¿Ha salido ilesa la reina Ahotep?

—Por desgracia, sí, pero es solo una mujer. Tras la muerte de su esposo, únicamente pensará en rendirse. Los jirones del ejército egipcio no tardarán en dispersarse, y los destruiremos.

—¡Ah, ahí llega la distracción! —exclamó el emperador.

Un enorme toro de combate, de furiosa mirada y agresiva pezuña, penetró en la arena, a la que fue arrojado un hombre desnudo y sin armas.

El general palideció.

El infeliz era su adjunto más directo y había luchado valerosamente en Cusae.

—El juego es tan sencillo como divertido —explicó el emperador—. El toro carga contra su adversario, cuya única oportunidad es agarrarlo por los cuernos y dar un peligroso salto por encima de los lomos del monstruo. Según el pintor cretense Minos, que decora mi palacio, es un deporte que está muy de moda en su país. Gracias a él, mis pinturas son más hermosas que las de Cnosos. ¿No te parece?

—¡Oh, sí, majestad!

—Mira… Ese toro es carácter.

De hecho, el monstruo no tardó en lanzarse sobre su víctima que cometió el error de intentar la huida volviéndole la espalda. Los cuernos se clavaron en los riñones del oficial hicso. El toro lanzó por los aires al moribundo, lo pisoteó y lo corneó de nuevo antes de resoplar.

Apofis hizo una mueca de asco.

—Ese inútil se ha mostrado tan decepcionante en la arena como en el combate —afirmó—. Ha huido… Eso es todo lo que sabía hacer. Pero ¿acaso la responsabilidad de nuestras derrotas no incumbe a su superior?

El general sudaba la gota gorda.

—Nadie podría haberlo hecho mejor, majestad; os aseguro que…

—Eres un imbécil, general. En primer lugar, porque no supiste prever el ataque; luego, porque tus soldados fueron vencidos en varios lugares del territorio egipcio y no se comportaron como verdaderos hicsos; finalmente, porque crees que el adversario ha sido barrido. Levántate.

Petrificado, el general obedeció.

El emperador desenvainó la daga con empuñadura de oro que nunca lo abandonaba.

—Baja al laberinto o te degüello. Es tu única oportunidad de obtener mi perdón.

La mirada asesina de Apofis acabó con las vacilaciones del oficial superior, que saltó al laberinto y cayó sobre las manos y las rodillas.

A primera vista, el lugar nada tenía de peligroso.

Se componía de burladeros, formados por empalizadas cubiertas, a veces, de verdor. Era imposible extraviarse ya que un solo camino, tortuoso, llevaba a la salida.

A la altura de la primera empalizada, una mancha de sangre llamó la atención del general. Sin pensarlo demasiado, decidió saltar como si franqueara un obstáculo invisible.

E hizo bien, porque salieron dos hojas, una de cada lado, y le rozaron la planta de los pies.

El emperador apreció la hazaña. Desde que había mejorado mucho los distintos dispositivos del laberinto, pocos candidatos superaban esa primera etapa.

El general actuó del mismo modo al salir del segundo burladero, y este fue su error.

Cuando cayó de nuevo, el suelo se abrió bajo sus pies y se vio lanzado a un estanque donde dormitaba un cocodrilo hambriento.

Los aullidos del hicso no turbaron al animal ni al emperador, al que un servidor se apresuró a ofrecer un lavamanos de bronce. Mientras las mandíbulas del cocodrilo chasqueaban una y otra vez, Apofis se lavaba las manos.