De nuevo, el templo de Amón en Karnak vibraba al son de los mazos y los cinceles. Poniendo en marcha un vasto programa de desarrollo del santuario, el faraón Amosis velaba por la instalación de nuevas mesas de ofrenda, copiosamente provistas cada mañana. Utilizando aguamaniles y jarras de oro, los ritualistas cumplían su oficio con calma y gravedad, preocupándose de purificar los alimentos, para que su aspecto recargara con energía positiva las estatuas divinas, cuyos ojos, boca y orejas había abierto el rey con el venerable bastón.
Para cada miembro de la trinidad de Karnak se había modelado una gran barca de cedro, recubierta de hojas de oro, que navegaría por el lago sagrado y sería llevada en procesión durante las fiestas.
—He tomado dos nuevas decisiones —anunció el monarca a la reina Ahotep—. La primera consiste en construir un nuevo templo en Tebas, para albergar la forma secreta de Amón y venerar su ka. Este santuario se llamará «el que censa los lugares»[20], dicho de otro modo, el que revela el número, la naturaleza real de las divinidades. La segunda decisión os concierne, madre. Ya es hora de que seáis honrada como merecéis.
—¡Ésa era, pues, la conspiración!
—Pedí a los íntimos que guardaran el secreto, en efecto, pues se prepara una gran ceremonia.
—¿No será eso inútil, Amosis?
—Muy al contrario, madre. Sin vos, Egipto no existiría. Y no es solo el hijo el que desea esa celebración, sino también el faraón.
El gran día había llegado.
En el patio al aire libre del templo de Karnak, todos los notables de Tebas e, incluso, de otras ciudades de Egipto asistirían al triunfo de Ahotep. Fuera se amontonaba ya una numerosa multitud que quería aclamar a su reina, que nunca había retrocedido ante la adversidad.
Ahotep lamentaba haber cedido a las exigencias del faraón, pues no buscaba honores. Como tantos otros soldados caídos por la libertad, solo había cumplido con su deber.
Ahotep recordó que Teti la Pequeña, en cualquier circunstancia, iba admirablemente maquillada y vestida. Para honrarla, la reina se puso en manos de dos especialistas de palacio, que manejaban con destreza los peines, las agujas acondicionadoras de alabastro y las brochas de maquillar. Utilizando productos de belleza de excepcional calidad, pusieron a la reina más seductora que una joven belleza.
Con tanto respeto como emoción, el intendente Qaris colocó a Ahotep una diadema de oro, y en la parte delantera, una trenza en relieve y el cartucho de Amosis sobre fondo de lapislázuli, enmarcado por dos esfinges. Luego, puso en el cuello de la reina un ancho collar, formado por numerosas hileras de pequeñas piezas de oro: unas representaban leones, antílopes, corzos y uraeus; otras, figuras geométricas, como espirales o discos. Los cierres eran dos cabezas de halcón.
El anciano intendente añadió un colgante, compuesto por una cadena de oro y un escarabeo de oro y lapislázuli, que encarnaba la perpetua regeneración del alma y sus incesantes metamorfosis en los páramos celestiales. A Qaris solo le quedaba adornar las muñecas de la soberana con admirables brazaletes de oro, cornalina y lapislázuli. Lejos de ser simples objetos con vocación estética, servían como soporte a escenas que afirmaban la soberanía del faraón sobre el Alto y el Bajo Egipto. El dios tierra, Ged, lo entronizaba en presencia de Amón. Y la diosa buitre, Nekhbet, creadora y guardiana de la titularidad real, recordaba el papel esencial de la reina.
Muy impresionado, el anciano intendente se apartó de la soberana.
—Perdonad mi desvergüenza, majestad, pero… sois tan sublime como una diosa.
—¡Esta maldita espalda —se quejó el Bigotudo—, todavía me duele! ¿No podrías darme un masaje, Felina?
—La ceremonia comenzará en menos de una hora, no he terminado de vestirme y tú acabas de ponerte tu túnica de ceremonia. ¿Crees que tenemos tiempo para ese tipo de cuidados?
—¡Realmente me duele! Si no puedo permanecer de pie y asistir al triunfo de Ahotep, no lo soportaré.
Felina suspiró.
—Un momento; voy a buscar tus píldoras calmantes.
El Bigotudo se miró en un espejo. Nunca había estado tan soberbio, con los collares de oro que recompensaban sus hazañas, su ancho cinturón y las sandalias de primera calidad.
—Lo había olvidado —dijo Felina—, se las di al afgano para el dolor de la nuca. ¡En qué estado se encuentran esos dos héroes de la guerra de liberación!
El afgano vivía en la villa contigua a la del Bigotudo y la nubia. El Bigotudo corrió hacia allí.
—Mi señor está en el cuarto de baño —indicó la camarera.
—No le molestes; ya me arreglaré.
El Bigotudo entró en la estancia donde su amigo guardaba armas, taparrabos y remedios. Tras haber explorado en vano un cofre para la ropa, dio con una caja que contenía pequeños botes de ungüento y un curioso objeto, cuyo examen le dejó estupefacto. Un escarabeo.
Pero no era un escarabeo egipcio, sino hicso, con el nombre de Apofis. Sirviendo de sello, el objeto había sido utilizado a menudo. En el lomo, unos signos convenían el código de una escritura cifrada.
—¿Buscas algo? —preguntó el afgano, mojado aún.
Con mirada furibunda, el Bigotudo mostró el escarabeo.
—¿Qué significa esto?
—¿Realmente necesitas explicaciones?
—¡Tú no, afgano! ¡No es posible!
—A cada cual su combate, amigo. Hay un detalle que ignoras: Egipto arruinó a mi familia comerciando con el clan rival. Juré vengarme, y la palabra de un hombre de las montañas no puede recuperarse. Los hicsos me dieron la oportunidad; el emperador Apofis me encargó que me infiltrara en la resistencia, y realmente tuve más éxito del esperado. Dos faraones en el saco, Seqen y Kamosis. ¿Te das cuenta? ¿Qué otro espía puede alardear de haber sido tan eficaz?
—Pero combatiste conmigo, corriste riesgos insensatos y mataste a muchos hicsos.
—Era indispensable para obtener una total confianza y para que ninguna sospecha pesara sobre mí. Y no he acabado aún mis hazañas.
—¡Quieres también asesinar a Amosis!
—A él, no; a Ahotep. Ella es la que destruyó el Imperio hicso. Me corresponde destruirla en la cima de su gloria, para que Egipto se desmorone.
—¡Te has vuelto loco, afgano!
—Muy al contrario: cumplo por fin la misión que me fue confiada. Y mi emperador muerto será el verdadero vencedor de esta guerra. Lo siento, amigo, pues no he dejado de admirar a Ahotep. Creo, incluso, que me enamoré de ella en cuanto la vi, y que todavía lo estoy. Por eso la he respetado durante tanto tiempo, demasiado… Pero soy un hombre de honor, como tú, y no podré regresar a mi país sin haber cumplido mis compromisos. Lamento verme obligado a suprimir a Ahotep después de haberte eliminado, amigo mío.
Con igual rapidez, ambos hombres tomaron cada cual un puñal. Los dos sabían que nunca habían tenido enfrente más duro adversario.
Desplazándose con mucha lentitud, mirándose a los ojos, buscaban la apertura, convencidos de que el primer golpe sería decisivo.
Fue el Bigotudo el que hirió primero.
Su puñal solo arañó el brazo del afgano, que desequilibró a su agresor y lo arrojó de espaldas al suelo.
Al caer, el Bigotudo había soltado su arma. La hoja del espía se apoyó en su garganta, de la que corría ya un hilillo de sangre.
—Lástima —se lamentó el afgano—, no deberías haber registrado mis cosas. Te apreciaba y he sido feliz combatiendo contigo. De pronto, el espía se puso rígido y lanzó un grito ahogado, como si quisiera contener el atroz sufrimiento que le arrebataba la vida.
Aun herido de muerte por el puñal que Felina acababa de clavarle en la espalda, el afgano podría haber degollado al Bigotudo. Pero respetó a su hermano de armas y, con la mirada perdida ya en la nada, cayó de lado.
—Olvidé decirte la posología —explicó Felina al Bigotudo—. Tomar demasiadas píldoras hubiera sido peligroso.
En un altar, el faraón Amosis depositó una barca de plata, montada sobre unas ruedas que recordaban las de los carros de guerra. Así se evocaban la potencia y la capacidad de desplazamiento del dios Luna, el protector de Ahotep.
Como los demás, el Bigotudo, cuya herida estaba cubierta por un paño, no apartaba los ojos de la reina Ahotep, maravillosamente ataviada. La belleza de aquella mujer de sesenta años eclipsaba la de las elegantes de la corte.
Gracias al relato del Bigotudo, Ahotep estaba serena por fin. Ningún peligro amenazaba ya la vida del faraón.
—Inclinémonos ante la Reina Libertad —ordenó Amosis—. A ella le debemos la vida. Ella resucitó este país, que reconstruiremos juntos.
En el silencio que reinó en el gran patio de Kamak, el amor de todo un pueblo llenó el corazón de Ahotep.
El faraón avanzó hacia su madre.
Jamás, en toda la larga historia de Egipto, una reina ha recibido una condecoración militar. Majestad, vos seréis la primera y, lo deseo, también la última, puesto que, cumpliéndose vuestro nombre, la paz ha sucedido a la guerra. Que este símbolo de la acción incesante que habéis mantenido contra los poderes de las tinieblas sea testimonio de la veneración de todos vuestros súbditos.
Amosis condecoró a Ahotep con un colgante de oro, al que se habían sujetado tres moscas, también de oro, admirablemente talladas.
En primera fila, Risueño el joven, Viento del Norte y Bribón compartían el mismo pensamiento: no existía ningún insecto tan tenaz e insistente como la mosca. Ahotep había transformado esa manía en virtud para acabar con los hicsos.
—A vos debería corresponderos el poder supremo, madre —murmuró el rey.
—No, hijo mío. Tú debes fundar una nueva dinastía y hacer que reviva la edad de oro. Por lo que a mí concierne, hice un juramento: retirarme al templo en cuanto mi país fuera liberado. Y ese feliz día ha llegado ya, hijo mío.
Resplandeciente, la reina se dirigió hacia el santuario, donde, como esposa de dios, viviría entonces en compañía de Amón, en el secreto de su luz.