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Después de que Ahotep distribuyera víveres a la población duramente afectada por las tropelías de Ata y de Tetian, el ejército de liberación remontó el Nilo hacia Kerma sin encontrar resistencia.

Cuando la flota llegó a la cuenca, rica en cereales, cuya capital era Kerma, los soldados se prepararon de nuevo para combatir. Conociendo la bravura de los nubios, serían necesarios aún duros enfrentamientos antes de que pudieran arrancar a Khamudi de su madriguera.

El terreno, llano, permitiría a los regimientos de carros al mando del afgano y del Bigotudo lanzar el primer asalto, en cuanto los últimos barcos de Kerma fueran reducidos a la impotencia.

Pero estos estaban amarrados en el muelle y no había ningún marinero a bordo.

—Desconfiemos —recomendó el almirante Lunar—; probablemente es una trampa.

Avanzó un anciano, con un bastón en la mano, y levantó los ojos hacia el faraón y la reina, que se mantenían a proa de El Halcón de Oro.

—Soy un delegado del consejo de ancianos —declaró—, y os entrego la ciudad de Kerma. Tened la bondad de respetar su población, que aspira a la paz tras tantos años de tiranía. Que Egipto nos gobierne sin esclavizarnos.

La reina Ahotep fue la primera que pisó el suelo de Kerma. Suspicaz, el gobernador Emheb escrutaba los alrededores. Desembarcó parte del ejército, y los arqueros permanecieron en estado de alerta. Pero el anciano no había mentido, y los habitantes de Kerma, ansiosos, se ocultaban en sus moradas, aguardando la decisión del faraón.

—Aceptamos tu petición —anunció Amosis— con la condición de que nos sea entregado Khamudi.

—Cuando ese fugitivo ha llegado hasta aquí, nos ha ordenado que tomáramos las armas y lanzáramos a la lucha a todos los habitantes de nuestro principado, incluidos mujeres y niños. Nos hemos negado y nos ha insultado. ¿Con qué derecho ese hombre de mal corazón nos ha hablado así?

—¿Ha huido de nuevo?

—No, se ha quedado en Kerma.

—Llévanos hasta él —pidió Amosis.

Con sus puertas monumentales, sus bastiones y su templo-castillo, Kerma tenía un hermoso aspecto.

El anciano subió lentamente la escalera que llevaba a lo alto del edificio.

El último emperador de los hicsos no tendría ya ocasión de atacar Egipto. Empalado en una larga estaca cuidadosamente tallada por un basurero, que sonreía mostrando todos sus dientes, se había quedado inmóvil mientras profería un último grito de odio.

La puerta de la capilla de Amón se había abierto por sí sola.

El faraón Amosis ofreció al sol del alba la espada llameante con la que había vencido a las tinieblas. Luego, la entregó a la reina Ahotep, que, como esposa de dios, penetró en el santuario y la depositó en un altar. A la gran esposa real, Nefertari, le correspondería alimentar esa llama, para que la unidad de las Dos Tierras los pusiera, en adelante, al abrigo de una invasión.

Yo te venero, único de múltiples manifestaciones —dijo Ahotep—. Despierta en paz, que tu mirada ilumine la noche y que nos dé la vida.

El faraón hizo al dios Amón, a su esposa Mut y al dios luna Khonsu, que formaban la Santa Trinidad de Kamak, la ofrenda de Maat, la rectitud de la que Ahotep nunca había prescindido y gracias a la que sería posible reconstruir un Egipto digno de sus años felices.

—Debo cumplir una importante promesa —recordó la madre a su hijo.

La corte al completo se dirigió al lugar donde la princesa adolescente se había encontrado con un agrimensor, desaparecido desde hacía mucho tiempo. Él le había permitido tocar por primera vez el cetro de Set sin ser fulminada, con la esperanza de que la reina devolviera algún día a Egipto sus verdaderas fronteras.

El lugar estaba desolado; las oficinas del catastro amenazaban ruina.

—¿Por qué no han sido restauradas? —preguntó Ahotep al intendente Qaris.

—Lo he intentado varias veces, majestad, pero los obreros no quieren trabajar con el pretexto de que el lugar está hechizado. Con el cetro del poder en la mano, Ahotep dio unos pasos y notó extrañas sensaciones, como si el terreno se negara a ser conquistado.

En la esquina de los degradados edificios, había un tamarisco, del que solo dos ramas aún estaban floridas. A sus pies, se veía un montón de leña seca.

Percibiendo un foco de energía negativa, la reina se acercó. Ocultos entre las ramas, había jirones de ropa manchados de sangre, manojos de cabellos y trozos de papiro cubiertos de fórmulas mágicas, donde aparecía el nombre de Apofis.

Ahotep posó el extremo del cetro sobre aquel maléfico conjunto. De los ojos del animal de Set brotó un fulgor rojo, que inflamó la leña.

Pese a los esfuerzos de su espía, Apofis había muerto definitivamente.

La reina pudo así recorrer la extensión reservada al catastro, donde trabajarían, a partir del día siguiente, un responsable de los cultivos, un guardián de los archivos y algunos escribas especializados. La tierra de Egipto atraía de nuevo el amor de los dioses. Luego, la corte se trasladó a un vasto campo arado. La gran esposa real Nefertan extendió allí polvo de oro, que haría fecundas las siembras en la totalidad de las provincias.

La verdadera jerarquía se había restablecido por fin. En lo alto, reinaban los dioses, las diosas y los espíritus glorificados, que representaban, en la tierra, el rey y la reina; a estos les correspondía la responsabilidad de nombrar un primer ministro, el visir, magistrados encargados de aplicar la ley de Maat y responsables de cada sector de la comunidad de los vivos.

—En primer lugar reconstruiremos los templos —anunció Amosis—. Las murallas serán levantadas de nuevo, los objetos sagrados depositados en los santuarios, las estatuas erigidas en su justo lugar, la circulación de las ofrendas restaurada y se celebrarán de nuevo los rituales de los misterios.

—¿Adónde nos lleva este paseo en barco? —preguntó a su hijo la reina Ahotep, intrigada.

—Os corresponde proceder al cierre de nuestra antigua base secreta, madre. Además, os he reservado una sorpresa.

Ahotep recordó las angustiosas jornadas durante las que su marido, Seqen, reunía al norte de Tebas los primeros soldados del ejército de liberación. Hoy, el cuartel estaba desierto, el palacio vacío y el templo abandonado. Pasados algunos años, las tormentas de arena habrían cubierto aquella base donde había nacido la esperanza. Centenares de hombres formados allí habían perdido la vida en los campos de batalla; otros sufrían aún graves heridas y nunca borrarían de su memoria los terribles combates en los que habían participado. Pero Egipto estaba libre. Las generaciones futuras olvidarían la sangre y las lágrimas, puesto que el faraón reconstruía la felicidad.

Con su cetro, la reina cerró la boca de la capilla y la del palacio. Esa vez, la guerra había realmente terminado.

Cuando regresó hacia el barco, descubrió, en el muelle, a un hombre de anchos hombros que estaba junto al rey y a Ahmosis, hijo de Abana. Risueño el Joven estaba apaciblemente tendido.

—He aquí al maestro de obras del Lugar de Verdad, la aldea de los artesanos —dijo Amosis—. Ha querido presentaros la primera obra maestra de su cofradía en el mismo sitio donde se ha extinguido el estruendo de las armas.

El maestro de obras dejó en el suelo su precioso fardo, cubierto con una tela blanca, que levantó lentamente, desvelando una piedra cúbica tallada a la perfección.

—Extrajimos la piedra bruta de un profundo valle, perdido en la montaña —explicó—. Ese solitario lugar está dominado por la cima, de forma piramidal, donde reside una diosa cobra que exige el silencio y castiga a los charlatanes y los perjuros. Con cinceles de cobre y mazos de madera, creamos ese zócalo sobre el que reposarán nuestras obras futuras, siempre que vuestra majestad tenga a bien darle vida.

El faraón ofreció a su madre la maza blanca, la iluminadora, con la que consagraba las ofrendas.

Ahotep golpeó la piedra, que llameó como la espada de Amón.

Luego, los rayos de luz se concentraron en el interior del cubo mineral, que el maestro de obras volvió a cubrir con su velo.

—Que esta piedra de luz transforme la materia en espíritu —declaró la reina—, y que sea fielmente transmitida de maestro de obras en maestro de obras.