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El primer alto ordenado por Ahotep sorprendió a la flota egipcia. ¿Por qué detenerse a la altura de Aniba, mucho antes de Buhen? Solo desembarcaron un centenar de hombres, entre ellos unos veinte aurigas. Incluyendo numerosos asnos cargados de odres de agua y provisiones, la expedición se dirigió hacia la cantera de diorita que había explotado el faraón Kefrén, constructor de una de las tres pirámides de la planicie de Gizeh. Al reabrirlas de un modo solemne, Ahotep inauguraba un programa a largo plazo: una vez pacificada Nubia, se cubriría de templos, en los que residirían las potencias divinas. Al producir Maat[19], los santuarios disminuirían los riesgos de conflicto.

Con un gran alivio, Turi, el comandante de la fortaleza de Buhen, recibió al ejército del faraón. Olvidando el protocolo, se dirigió a la reina y a su hijo sin ocultar su angustia.

—Llegáis justo a tiempo, majestades, pues unos dramáticos acontecimientos han trastornado el equilibrio de Nubia. El hicso Khamudi se ha aliado con el nuevo príncipe de Kerma, un tal Tetian, que ha asesinado a su predecesor y ha levantado a las tribus, inofensivas hasta ahora. Nuestro dispositivo defensivo ha sido hecho pedazos. Aparecer, los guerreros de Kerma nunca se habían mostrado tan violentos. ¡Incluso heridos de muerte siguen combatiendo! Según mis exploradores, acaban de cruzar la segunda catarata y se lanzan sobre Buhen. ¡La guarnición y yo mismo estamos aterrorizados! Por fortuna, un escultor ha modelado una obra que preserva la esperanza.

El comandante Turi mostró un dintel sobre el que se habían representado al faraón Amosis, tocado con la corona azul, y la reina Ahotep, con una peluca en forma de buitre, símbolo de la diosa Mut. Madre e hijo veneraban a Horus, protector de la región.

—Manos a la obra —exigió el rey—. Tenemos una dura batalla que preparar.

Khamudi se felicitaba por haber acarreado una cantidad suficiente de droga, que transformaba a los guerreros de Kerma en verdaderas máquinas de matar. Tetian era un loco de atar, aunque un excepcional conductor de hombres, sin conciencia del peligro. Manejando la honda tan bien como el arco o la lanza, solo se complacía con la extrema violencia de un combate, durante el cual acababa con el máximo de adversarios, que en su mayoría, petrificados, ni siquiera conseguían luchar.

Impulsado por Tetian y Khamudi, el ejército de Kerma había exterminado a los policías egipcios y sus aliados nubios, había devastado numerosas aldeas pobladas por partidarios del faraón y se había apoderado de embarcaciones mercantes, reconvertidas en navíos de guerra.

El próximo objetivo era Buhen.

Si hacía saltar aquel cerrojo, Khamudi abriría de par en par las puertas de Egipto.

—Señor, un mensajero desea hablar con vos —le advirtió su ayuda de campo.

—¿De dónde viene?

—Dice que de Buhen.

Khamudi sonrió. Un soldado egipcio se disponía a sacrificar su vida para eliminar al emperador de los hicsos. ¡Qué grosera añagaza!

—Tráemelo.

El hombre era un joven negro y estaba visiblemente aterrorizado.

—¿De modo, chiquillo, que quieres matarme?

—¡No, señor, os juro que no! Alguien me ha entregado un mensaje urgente para vos. A cambio, me ha prometido que me daríais oro, una casa y criados.

—¿Su nombre?

—¡Lo ignoro, señor!

—Muéstrame ese mensaje.

—Aquí está.

Cuando el joven negro metía la mano en su taparrabos, el ayuda de campo lo arrojó al suelo, temiendo que sacara un puñal. Pero el único objeto que ocultaba era un pequeño escarabeo hicso, cubierto de escritura cifrada, cuya clave Khamudi conocía. ¡Así pues, el espía de Apofis seguía vivo! Y lo que proponía a Khamudi era para alegrarse.

—¿Tendré lo que me prometieron, señor? —preguntó el mensajero.

—¿Quieres saber lo que me recomienda, realmente, el autor del texto?

—¡Oh, sí, señor!

—Para que el mensajero calle, mátalo.

—Los nubios de Kerma han elegido el choque frontal —advirtió el faraón Amosis viendo cómo se acercaban los barcos enemigos cargados de guerreros con pelucas rojas, pendientes de oro y gruesos cinturones—. Que nuestros arqueros se pongan en posición.

Un oficial de enlace se acercó.

—Reclaman a retaguardia al comandante Ahmosis, hijo de Abana.

—¿Por qué razón? —se extrañó el aludido.

—El almirante Lunar desea consultarlo con urgencia.

Amosis dio su conformidad. Ahmosis, hijo de Abana, se alejó cuando el enfrentamiento estaba a punto de comenzar.

Solo la presencia de la Reina Libertad tranquilizaba a los soldados egipcios, más numerosos y mejor armados sin embargo, pues los gritos de los guerreros de Kerma les helaban la sangre. Ahotep dio la orden de que redoblaran los tambores para cubrir aquel estruendo. Y cuando los primeros asaltantes, inconscientes del peligro, cayeron bajo las flechas egipcias, todos comprendieron que solo eran hombres.

Tetian solo tenía una idea en la cabeza, mil veces remachada por Khamudi: destrozar con su maza el cráneo del faraón Amosis. Mientras se desarrollaba el combate naval, Tetian, sobreexcitado, había nadado a toda velocidad. Escaló la proa del navío almirante con tanta rapidez como si fuera el tronco de una palmera, decidido a acabar con quien se le opusiera.

Febril, veía ya muerto al faraón, con el rostro ensangrentado. Privado de su jefe, el ejército enemigo se dislocaría, y Egipto quedaría indefenso.

Con los ojos enloquecidos, Tetian se encontró en la cubierta del navío almirante. Pero la proa de El Halcón de Oro estaba vacía.

—¿Dónde estás, faraón? ¿Dónde estás? ¡Ven a batirte con Tetian, el príncipe de Kerma!

—Suelta tu arma y ríndete —exigió Ahmosis, hijo de Abana. Lanzando un grito de bestia feroz, Tetian se abalanzó sobre el arquero.

Pese a la flecha clavada en su frente, el nubio consiguió golpear con su maza al jefe de la guardia personal de Amosis.

La operación de Felina había sido todo un éxito. Ahmosis, hijo de Abana, estaba entonces provisto de una notable prótesis, un dedo meñique del pie izquierdo, de madera pintada del color de la carne, que sustituía al original aplastado por la maza de Tetian.

El cadáver del príncipe de Kerma se había añadido a los de sus guerreros vencidos, arrojados a una inmensa hoguera. Por su nueva hazaña, Ahmosis, hijo de Abana, había recibido, de nuevo, el oro del valor, más cuatro criados y un inestimable regalo que consistía en un gran terreno cultivable en Elkab, su ciudad natal, donde podría pasar su vejez.

Ni por un instante había creído que el almirante Lunar deseaba consultarle. Solo querían alejarle del faraón, de modo que había rogado al rey que se dirigiera a popa del navío almirante, mientras él aguardaba el seguro ataque de un asesino.

Convocado por el monarca, el almirante Lunar había afirmado con vehemencia no haber solicitado nunca a Ahmosis, hijo de Abana. Pero era imposible interrogar al oficial de enlace para saber algo más, pues había muerto durante el combate.

—Un solo barco ha conseguido huir —se lamentó Lunar—, y Khamudi iba a bordo.