La reina ni siquiera conseguía llorar.
Tras tantos años de lucha, creía conocer ya todo el sufrimiento, pero lo que acababa de descubrir en Tjaru le desgarraba el corazón.
Había salvado solo a unos cincuenta deportados, entre ellos diez mujeres y cinco niños, y algunos no sobrevivirían a las heridas y a la desnutrición.
Una niñita había muerto en sus brazos. En el suelo, había cadáveres medio devorados por los roedores y las rapaces.
Los dos únicos supervivientes capaces de expresarse contaron, con sus pobres palabras y frases a veces incoherentes, lo que Dama Aberia y sus esbirros les habían hecho padecer.
¿Cómo unos seres humanos, aun al servicio de un monstruo que les aterrorizaba, podían haberse comportado así? Ahotep no quiso oír ninguna explicación; solo los hechos contaban. La falta más grave, que inevitablemente habría provocado la repetición de los mismos errores, hubiera sido perdonada, de modo que la reina hizo ejecutar en el acto a los torturadores.
En cuanto llegó, el faraón Amosis advirtió que Tjaru era una hermosa presa: caballos, carros, armas, provisiones… Pero temblaba aún al saber cómo se había apoderado Ahotep de la fortaleza.
—Madre, no deberías haber…
—Según el comandante, existe otro campo de concentración, más grande que éste, en Sharuhen, una ciudad fortificada. Allí se ha refugiado Khamudi.
Hacía ya dos años que duraba la guerra de Canaán, y Grandes Pies seguía resistiendo. Ya no se arrojaban al campo egipcios del Delta, sino soldados hicsos, culpables de haber desertado o retrocedido ante el enemigo. Torturados por Dama Aberia, morían deprisa.
El número 1.790, al menos, disponía entonces de algunos alegres rumores. Paso a paso, el ejército del faraón y de la Reina Libertad estaban acabando con las tropas siro-cananeas, duras sin embargo en el combate. La ciudad fortificada de Tell Hanor, cuyo gobernador se complacía matando perros, se había rendido. Esa vez, Sharuhen estaba aislada.
Grandes Pies se acercó a un joven libanés sin un brazo.
—¿Lo perdiste en la guerra, pequeño?
—No, me lo cortó Dama Aberia porque me había escondido para escapar de los carros egipcios.
—¿Están lejos de aquí aún?
—Pronto llegarán a Sharuhen. Nada puede frenarlos. Grandes Pies respiró a pleno pulmón, como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo por miedo a romper su frágil osamenta.
—Señor —declaró el comandante de la fortaleza de Sharuhen—, la guerra está perdida. Todas nuestras plazas fuertes han sido tomadas; no nos queda ya ningún regimiento que oponer al ejército del faraón Amosis. Si lo deseáis, Sharuhen puede resistir aún por algún tiempo. En mi opinión, más valdría rendirse.
—¡Un hicso muere con las armas en la mano! —exclamó Khamudi.
—A vuestras órdenes.
El emperador se retiró a sus aposentos, donde Dama Aberia, detestada por la guarnición, había encontrado refugio. Por la noche, se divertía satisfaciendo los caprichos de Khamudi.
—Organiza nuestra partida, Dama Aberia.
—¿Adónde vamos?
—A Kerma. El príncipe Ata me dispensará un recibimiento digno de mi rango y se pondrá a mis servicios.
—No os gustan demasiado los negros, señor.
—Son mejores guerreros que ese montón de cobardes que se ha atrevido a perder esta guerra. El error fatal de los egipcios será creer que estoy vencido. Tomaremos un barco hasta la costa libia; luego, seguiremos por las pistas del desierto. Selecciona una tripulación segura, y haz que embarquen el máximo de oro y droga.
—¿Cuándo partimos?
—Pasado mañana al amanecer.
—En cuanto el barco esté listo, me quedará aún una pequeña formalidad —indicó, golosa, Dama Aberia—. Cerraré personalmente el campo de Sharuhen.
Por lo general, los suplicios terminaban al caer la noche, justo antes de que los prisioneros tuvieran derecho a una infame pitanza. Por eso, a Grandes Pies le sorprendió ver a Dama Aberia y sus esbirros penetrando en el campo al anochecer. ¿Qué nueva tortura había inventado aún?
—Ven a mi lado —le ordenó al libanés que solo tenía un brazo. Los prisioneros contemplaron a la torturadora que regía aquel infierno.
—Dentro de unas horas —reveló—, los egipcios entrarán en Sharuhen y en este campo. Estaréis de acuerdo conmigo en que no es posible dejarlo en semejante desorden, pues dañaría gravemente mi reputación. La causa de ese abandono sois vosotros y vuestra pereza, y debo erradicar esa causa.
Dama Aberia puso el brazo alrededor del cuello del joven soldado y le rompió las vértebras cervicales.
Grandes Pies desenterró la marca que había ocultado, mientras los policías arrojaban al suelo a un libio que intentaba huir. Con el pie, Dama Aberia hundió el rostro del libio en el lodo y mantuvo su presión hasta que la víctima dejó de respirar. Con lentos pasos, el número 1.790 se aproximó.
—¿Debo enterrar los cadáveres? La idea divirtió a Dama Aberia.
—Cávame una hermosa fosa, ¡y pronto!
Cuando pasó ante la escultural directora del campo, capaz de matar de un solo puñetazo, ningún policía podría haber imaginado que Grandes Pies, sumiso y roto, hubiera sido capaz del menor gesto de rebelión.
Fue precisamente este cálculo lo que le permitió actuar con toda seguridad.
—Eso —dijo tranquilamente clavando la marca de bronce en el ojo derecho de Dama Aberia— es por mis vacas.
Mientras ella aullaba de dolor, Grandes Pies golpeó por segunda vez, hundiendo su arma en la boca de Dama Aberia, tan violenta y profundamente que salió por la nuca.
Atónitos por un instante, los policías levantaron sus espadas para acabar con el número 1.790. Pero los prisioneros hicsos, sintiendo que tenían una ocasión única de escapar, se arrojaron sobre los guardias.
Antes de salir del campo, Grandes Pies recogió una espada y cortó las enormes manos de Dama Aberia.
—Yo he ganado mi guerra —dijo.
La gran esposa real Nefertari hizo que el viejo intendente Qaris volviera a leer el mensaje enviado por medio de Bribón: la ciudad fortificada de Sharuhen, última zona de resistencia de los hicsos, acababa de ser conquistada.
—¡Ahotep ha salido victoriosa! —exclamó el anciano, pensando en la joven que, hacía más de cuarenta años, había sido la única que había creído en la liberación de Egipto.
—Te llevaré al templo —anunció Nefertari.
—Claro, claro… Pero los carros me dan cierto miedo.
—¿Te parecería mejor una silla de mano?
—¡Majestad! Soy solo un intendente y…
—Eres la memoria de Tebas, Qans.
La buena noticia se propagó muy deprisa. Estaban ya preparando una inmensa fiesta para el regreso de la reina Ahotep y del faraón Amosis.
El sumo sacerdote Djehuty estaba en el umbral del templo. Su grave rostro no expresaba la menor alegría.
—La puerta de la capilla de Amón sigue cerrada, majestad. Eso significa que la guerra no ha terminado y que todavía no somos los vencedores.