Abandonados a su suerte por el emperador, los soldados hicsos del Delta no recibían ya ninguna orden clara. Desprovistos de contactos, incapaces de coordinar sus esfuerzos, eran acosados por los resistentes y los comandos de Amosis.
Cuando el ejército egipcio entró en el este del Delta, encontró solo una débil oposición por parte de un enemigo desmoralizado. Y las ciudades del Bajo Egipto fueron liberadas una tras otra, en un clima de indescriptible júbilo.
En la antigua ciudad de Sais, donde la diosa Neith había pronunciado las siete palabras creadoras, una anciana arrugada se derrumbó no lejos de Ahotep, a la que todos querían acercarse. La reina ordenó que fuese llevada a una habitación de palacio, donde Felina la examinó.
Con una sola mirada, la nubia hizo comprender a la soberana que el organismo de la infeliz estaba desgastado.
La anciana abrió, sin embargo, los ojos y se expresó con tanto dolor en la voz que Ahotep quedó conmovida.
—Los hicsos se llevaron a mi marido, mis hijos y mis nietos para torturarlos…
—¿Dónde están?
—En un campo de concentración, en Tjaru. Quienes se atrevían a hablar de él fueron también deportados. Salvadles, majestad, si hay tiempo aún.
—Tienes mi palabra.
Apaciguada, la anciana murió dulcemente.
El faraón estaba tan conmovido como su madre.
—Un campo de concentración… ¿Qué significa eso?
—Apofis se adentró más por los caminos del mal que cualquier demonio del desierto, y temo los peores horrores. Parto de inmediato hacia Tjaru.
—La plaza fuerte se levanta en un territorio controlado aún por los hicsos, madre. Y es seguro que Khamudi está reuniendo importantes fuerzas en Siro-Palestina; tenemos que prepararnos para una nueva batalla de envergadura.
—Disponlo así, Amosis. Yo he dado mi palabra de intervenir tan pronto como sea posible.
—Escuchadme por una vez, os lo suplico. No corráis riesgo alguno. Egipto os necesita demasiado; Egipto y vuestro hijo.
El faraón y la reina se abrazaron.
—Tjaru está en el límite de la zona de influencia enemiga. El Bigotudo y el afgano me acompañarán con dos regimientos de carros. Si esa fortaleza es un obstáculo excesivo, aguardaremos tu llegada.
—¡Resistir, resistir, está muy bien eso de resistir! —se indignó el comandante cananeo de la fortaleza de Tjaru—. Pero resistir ¿con qué y con quién? Khamudi ha olvidado por completo que somos la posición más avanzada del Imperio hicso desde la caída de Avaris.
Acostumbrado a amontonar deportados en el campo de concentración contiguo a las marismas y a vivir cómodamente al abrigo de sus murallas, el cananeo no sentía deseo alguno de sufrir un asedio.
—No desesperemos, comandante —sugirió su adjunto—. El emperador reconstruye un ejército. La contraofensiva no tardará ya.
—Pero, mientras, nosotros estamos en primera línea. ¿Hay noticias del Delta?
—No muy buenas. Me temo que el faraón y la reina Ahotep lo han reconquistado por completo.
—Ser vencidos por una mujer, ¡qué vergüenza para los hicsos! Pateando rabiosamente el enlosado, el comandante se hirió en el talón.
—Estado de alerta permanente —ordenó—. Arqueros en las almenas, día y noche.
En la desembocadura de la ruta comercial procedente de Canaán y en el lindero de los múltiples canales que atravesaban el Delta hacia el valle del Nilo, la fortaleza de Tjaru era, a la vez, un puesto de aduana y un lugar de almacenamiento de mercancías. Construida sobre el istmo que se había formado entre los lagos Ballah y Menzala, se erguía en un paisaje que vacilaba entre el desierto y las extensiones verdeantes.
Nervioso, el comandante pasó revista a sus hombres e inspeccionó las reservas de agua y alimentos. Ciertamente, podía aguantar varias semanas, pero ¿de qué serviría resistir si no iban a socorrerle? El cananeo había obedecido tan ciegamente a Apofis del mismo modo que desconfiaba de Khamudi, financiero venal y mercader de droga, desprovisto de experiencia militar.
—Aquí están los egipcios, comandante —anunció su adjunto con voz temblorosa.
—¿Son muchos?
—Tienen carros, muchos carros, y escalas móviles.
—¡Todo el mundo a sus puestos!
—Hermosa bestia —dijo el afgano, observando la fortaleza de Tjaru—. Pero, comparada con Avaris, parece casi un aperitivo.
—No te confundas —le recomendó el Bigotudo—. Esa bestia es sólida y sabrá defenderse.
—¿Hemos descubierto tropas de los hicsos en la región?
—No, majestad. Khamudi abandona Tjaru a sí misma, con la esperanza de que nos retrase en nuestro avance hacia el nordeste. Es probable que la fortaleza disponga de suficientes víveres para aguantar un prolongado asedio.
—Debemos liberar enseguida a los deportados —advirtió Ahotep.
—Podemos intentar un asalto, pero perderemos muchos hombres —afirmó el afgano—. Estudiemos antes el terreno, detalladamente, y descubramos los puntos débiles del edificio.
—Tengo prisa —cortó la reina.
El plan que Ahotep expuso al Bigotudo y al afgano les hizo estremecer. Pero ¿cómo impedir a la reina ponerlo en práctica?
—¿Cómo que sola? —se sorprendió el comandante.
—La reina Ahotep está sola ante la puerta principal de la ciudadela —confirmó el adjunto— y desea hablar con vos.
—¡Esa mujer está completamente loca! ¿Por qué no la han abatido los arqueros?
—Una reina sola, sin armas… No se han atrevido.
—¡Pero si es nuestro peor enemigo!
«Los hicsos han perdido la cabeza», pensó el comandante, que corrió para encadenar, personalmente, a aquella diablesa e impedirle que hechizara a la totalidad de la guarnición.
La puerta principal había sido entornada. Ahotep se hallaba ya en el interior de la fortaleza.
Una fina diadema de oro, una túnica roja y una mirada intensa, franca y penetrante… El comandante quedó subyugado.
—Majestad, yo…
—Tu única posibilidad de sobrevivir es rendirte. Tu emperador te ha abandonado; se acerca el ejército de liberación. Del sur al norte, ninguna fortaleza ha resistido.
El cananeo podía detener a Ahotep y entregarla a Khamudi, que le convertiría en un general cubierto de riquezas. Estaba allí, a su merced; le bastaría con dar una orden.
Pero la mirada de la Reina Libertad le obligaba a adoptar la solución que le ofrecía.
—Hemos sabido que hay un campo de deportados en Tjaru. El comandante bajó la mirada.
—Lo abrió Dama Aberia, por orden de Khamudi… Yo no tengo nada que ver.
—¿Qué ocurre en ese campo?
—Lo ignoro. Soy un soldado, no un carcelero.
—Los soldados hicsos serán prisioneros de guerra y empleados en la reconstrucción de Egipto —decretó Ahotep—, pero no los verdugos. Reúne de inmediato a todos los torturadores que han actuado en ese campo y no olvides ni uno solo. De lo contrario, te consideraré uno de ellos.