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Majestad, llueven rocas! —exclamó el canciller Neshi.

De hecho, restos de piedra pómez, últimos avatares de la lava del volcán arrastrados por el viento, caían sobre la capital de los hicsos.

Aterrorizados, los egipcios corrían en todas direcciones.

—Tranquilizad a los caballos —exigió Ahotep.

Por su parte, Viento del Norte lanzaba imperiosos gritos para incitar a los asnos de su compañía a permanecer calmados. Poco a poco, la lluvia de piedras cesó, el viento se atenuó y el velo negro se disipó. Con el regreso del sol, Ahotep comprobó que el campamento egipcio estaba devastado y que había numerosos heridos.

Sin embargo, una amplia sonrisa iluminó su rostro.

Los egipcios habían sufrido una nadería en comparación con los daños infligidos a la ciudadela.

Profundas grietas hendían los muros, y la mayoría de las almenas se había derrumbado, arrastrando en su caída a centenares de arqueros. En vez de la gran puerta, había un gran agujero.

—Reunid a los soldados y los carros —ordenó la reina a Emheb.

Una muralla entera vaciló, y las piedras y los ladrillos se dislocaron con gran estruendo.

Todos los soldados del ejército de liberación contemplaban el increíble espectáculo. Ante ellos ya solo quedaba una ruina.

—Demos gracias al dios Set por su ayuda —declaró Ahotep—. Acaba de poner su furor y su poder al servicio de la libertad. ¡Al ataque!

Cubiertos de cenizas, infantes y arqueros se lanzaron al asalto del monstruo despanzurrado.

Abrumado, el emperador Khamudi observaba el desastre. Habitaciones enteras habían desaparecido, los techos y los suelos no existían ya, e innumerables cadáveres cubrían el gran patio interior.

—Organicemos nuestra defensa Dama Aberia, levemente herida en la cabeza.

—Es inútil; hay que huir.

—¿Y abandonar a los supervivientes?

—No resistirán mucho tiempo. Vayamos a la cámara fuerte. Khamudi esperaba apoderarse de los tesoros de Apofis, sobre todo de la corona roja del Bajo Egipto, pero unos bloques le cerraron el paso.

Llamó al jefe de su guardia, un chipriota bigotudo.

Yo rechazaré a los asaltantes, al norte de la ciudadela. Tú reúne a los supervivientes y encárgate del sur. Los egipcios no han ganado todavía. Si logramos contener su primer asalto, se desalentarán.

Se entablaron sangrientos cuerpo a cuerpo. Decididos a plantar cara a los egipcios, los hicsos aprovechaban los recodos intactos de la ciudadela y formaban bolsas de resistencia difíciles de reducir.

Durante horas, Ahotep exhortó a sus soldados a no desfallecer. Pese a esas excepcionales circunstancias, la victoria estaba lejos de haberse logrado.

—¡Majestad, el faraón! —exclamó el gobernador Emheb. ¡Qué agradable era oír el ruido de las ruedas de carro! La suerte había querido que el cataclismo afectara duramente a las tropas cananeas y asiáticas, pero muy poco a las egipcias. Esperando que la ciudadela de Avaris estuviera muy tocada por la cólera del cielo y de la tierra, Amosis se había dirigido hacia la capital enemiga.

El resultado le colmaba.

Asumiendo de inmediato el mando, el rey acabó, una a una, con las defensas adversarias.

Ya solo quedaba por conquistar una sala de armas, la parte menos dañada de la ciudadela. Penetrando en ella, el monarca no vio al chipriota bigotudo, que, apareciendo a su espalda, se dispuso a clavarle un hacha en la espalda.

Rápida y precisa, la flecha disparada por Ahmosis, hijo de Abana, se clavó en la nuca del jefe de la guardia personal del emperador.

Tras haber recibido, de nuevo, el oro del valor y haber obtenido tres prisioneras como futuras siervas para su casa, Ahmosis, hijo de Abana, volvió a leer el texto jeroglífico que el canciller Neshi había inscrito en el trofeo del que estaba más orgulloso: «En nombre del faraón Amosis, dotado de vida: punta de flecha obtenida en Avaris, la vencida».

En el año decimoctavo del reinado del hijo de Ahotep, la capital del Imperio hicso acababa de entregar su alma.

Varias palomas mensajeras partieron hacia el Sur, llevando la extraordinaria noticia, mientras los exploradores egipcios se encargaban de propagarla por las ciudades del Delta, donde la resistencia se intensificaba.

—No hay ningún rastro de Khamudi —se lamentó el gobernador Emheb.

—¡Ha huido, el muy cobarde! —se indignó el almirante Lunar.

—Mientras el emperador de los hicsos siga vivo —advirtió el faraón Amosis—, la guerra proseguirá. Khamudi dispone aún de un poderoso ejército y solo soñará con la revancha.

—Sus hombres sabrán muy pronto que Avaris ha caído —consideró Ahotep—, y esta derrota obsesionará sus espíritus. Nuestra tarea más urgente consiste en liberar por completo el Delta y enrolar nuevos reclutas. Antes, cumplamos la voluntad de los antepasados. Estoy convencida de que la corona roja está oculta aquí, en la ciudadela. Desmontémosla piedra a piedra si es preciso.

Mientras numerosos soldados iniciaban la caza, el afgano, visiblemente conmovido, llamó al faraón y a la reina.

—Venid a verlo, os lo ruego…

Era un extraño jardín, lleno en parte de ladrillos procedentes de la caída de los muros de palacio. Ante el primer arco cubierto de plantas trepadoras, había unas cincuenta grandes jarras.

—He quitado las tapas —indicó el afgano—. En el interior hay cadáveres de niños y de bebés degollados.

Centenares de jarras se amontonaban en el jardín.

Durante el sitio de Avaris, Khamudi había hecho eliminar todas las bocas inútiles.

—Allí, ante el bosquecillo de tamariscos, está el cadáver de un hombre casi cortado en dos por una hoja —advirtió el Bigotudo.

—He aquí el siniestro laberinto —observó la reina, segura de que el emperador de las tinieblas había soñado con lanzarla a esa trampa de aspecto campestre—. Quemadlo.

Cerca, un animal emitió un lamento.

El gobernador Emheb descubrió un toro salvaje, encerrado en un recinto, cuyo acceso estaba taponado por los cascotes.

—Liberadlo —exigió Ahotep.

—Este animal es peligroso —advirtió el almirante Lunar.

—El toro es el símbolo del poder del faraón. Apofis lo hechizó para transformarlo en asesino. Es conveniente devolverlo al dominio de Maat.

En cuanto el recinto quedó abierto, lanzas, espadas y flechas apuntaron a la bestia, que solo tenía ojos para la reina.

—¡No os mováis, majestad! —recomendó el gobernador—. Podría atravesaros de una sola cornada.

El monstruo arañaba el suelo con sus cascos.

—Cálmate —aconsejó Ahotep—. Ya nadie te obliga a matar. Déjame ofrecerte la paz.

El animal estaba a punto de atacar.

—Bajad las armas —ordenó la soberana.

—¡Es una locura, majestad! —protestó Lunar.

Con un gesto preciso rápido, la reina puso el ojo de Ra en la frente del toro, cuya mirada expresó de inmediato una inmensa gratitud.

—Ahora —le dijo ella—, eres realmente libre. Apartaos.

Sin vacilar, el animal salió corriendo de la fortaleza y tomó la dirección de las marismas.

—¡Quedan hicsos aún! —avisó el canciller Neshi—. Uno de nuestros infantes ha sido gravemente herido en las ruinas de la sala del trono.

El afgano y el Bigotudo fueron los primeros en llegar al umbral con el puñal en la mano.

Procedente del fondo de la estancia, una llama los agredió, y produjo una quemadura en la muñeca del afgano.

—¡Hay un ser maléfico aquí dentro! —exclamó el Bigotudo.

—El ojo de Ra lo cegará —prometió Ahotep, entrando en la sala con su vara de cornalina y apuntando hacia el lugar de donde había brotado la llama.

En el caos de ladrillos, los rostros de dos grifos habían sido respetados. Fulminaban a quien se acercaba al trono del emperador.

Protegida por el ojo de Ra, Ahotep tapó los de los malignos genios con un lienzo. Luego, Emheb los cubrió de yeso para hacerlos inofensivos.

—¡Romped el trono en mil pedazos y tapad la nariz de todas las estatuas intactas! —ordenó la reina—. Sin duda, el emperador las ha hechizado para que propaguen miasmas.

—Majestad, majestad —anunció Neshi—, hemos encontrado una cámara fuerte.

Temiendo una última emboscada de Apofis, Ahotep hizo encender una hoguera. Cuando los cerrojos metálicos se fundieron, la puerta se abrió chirriando.

En el interior de la cámara fuerte estaba la corona roja del Bajo Egipto.