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El afgano y el Bigotudo se miraron, pasmados.

Era el tercer ataque de los carros cananeos que rechazaban en menos de diez días.

Agotados, ellos y sus soldados se preguntaban de dónde sacaban aún fuerzas para combatir. Los caballos, por su parte, se comportaban de un modo admirable, respondiendo a las menores indicaciones de los aurigas. Entre los cuadrúpedos y los hombres había nacido una complicidad permanente, que les permitía sobrevivir en las situaciones más desesperadas.

—¿Nuestras pérdidas? —preguntó el faraón Amosis.

—Un verdadero milagro —respondió el afgano—. Solo diez muertos. Enfrente, treinta carros puestos fuera de combate.

—Con todos los respetos, majestad —dijo el Bigotudo—, deberíais exponeros menos.

—Con un arquero como Ahmosis, hijo de Abana, como cobertura, nada temo. Y si no participara en el combate, ¿por qué mis hombres iban a arriesgar su vida ante la mirada de un cobarde?

Cuando el sol se ponía, un explorador que regresaba del este del Delta les llevó una excelente noticia. Varias localidades se habían levantado contra los hicsos y, un poco por todas partes, los insurrectos saboteaban carros y robaban caballos. Ocupado en restablecer el orden sin lograrlo realmente, el enemigo no estaba ya en condiciones de reanudar la ofensiva.

—Apoyemos a los resistentes —decidió el rey—. Que doscientos hombres les echen una mano y que sigan fomentando los disturbios.

Desde que Ahotep había regresado indemne de Buto y había ridiculizado a Khamudi, cada soldado del ejército de liberación la consideraba como una diosa protectora, que, gracias al ojo de Ra, les sacaría de las peores calamidades. Pero los recursos del adversario eran enormes aún y la ciudadela de Avaris seguía siendo inexpugnable.

—Nuestros soldados desfallecen —indicó Felina, delgada también a fuerza de pasar las noches en blanco cuidando a los heridos—. Si no descansamos, nos derrumbaremos aquí mismo.

—Tras la paliza que acabamos de dar a los cananeos —consideró el Bigotudo—, no deben de estar mucho más frescos que nosotros.

Ahotep recibió al canciller Neshi, que regresaba del frente del norte.

—Tu opinión, y sin florituras —exigió la reina.

—La cosa no es muy brillante, majestad. Gracias a la intercepción de las caravanas, la comida es buena y abundante. Pero nuestras tropas están agotadas. Ciertamente, la revuelta que ruge en el este del Delta está preñada de promesas; los carros palestinos han sido diezmados. Pero el tiempo no juega a nuestro favor, y el hecho de que la ciudadela de Avaris parezca inexpugnable asegura la cohesión de nuestros enemigos.

El canciller, desgraciadamente, tenía razón.

Y las informaciones que la reina acababa de recibir de Elefantina ensombrecían aún más el panorama. El nuevo príncipe de Kerma, Ata, se había apoderado de algunas aldeas controladas por los egipcios y bajaba por el Nilo. Pero la guarnición del fuerte de Buhen y las tribus nubias fieles a Ahotep se habían movilizado para detenerlo. Entre la segunda y la primera catarata, la guerra hacía estragos.

En caso de victoria de Ata, Elefantina sería amenazada; luego, Edfú y Tebas. Era imposible enviar, ni siquiera un regimiento, en su ayuda.

—¿Qué propones? —preguntó Ahotep al gobernador Emheb.

—Los voluntarios que han alcanzado las murallas de la ciudadela han sido aniquilados por los arqueros o los honderos. Un ataque masivo sería suicida. Somos impotentes, majestad. —Habrá que esperar a que se agoten sus reservas de agua y de alimentos.

—El frente del Norte podría caer antes de ese plazo —profetizó Emheb.

—¡Busquemos, entonces, otra solución! Cansado, el gobernador se retiró a su tienda.

Herido en la frente y en el vientre, el explorador egipcio agonizaba. Sin las drogas administradas por Felina, habría sido presa de abominables sufrimientos e incapaz de hablar. Con el rostro casi relajado, estaba orgulloso de informar al propio rey de Egipto en persona.

—Los dioses me han protegido, majestad; he conseguido atravesar las líneas cananeas. Es grave, muy grave… Miles de soldados hicsos procedentes de Asia no tardarán en reunirse con los cananeos. Una verdadera nube de carros y de infantes se apresta a caer sobre nosotros…

El explorador se crispó, su mano apretó la del rey y su mirada se extinguió.

El faraón vagó largo rato por el campamento, tras haber entregado un mensaje a Bribón para que Ahotep fuera avisada lo antes posible.

Era el fin del camino.

Todos aquellos muertos, todos aquellos sufrimientos, todo aquel heroísmo, para acabar bajo las ruedas de los invasores, porque la represión iba a ser terrorífica. Nada quedaría de Tebas. Khamudi acabaría la obra destructora de Apofis.

El faraón reunió a sus íntimos y les dijo la verdad.

—¿Deseáis levantar el campo mañana por la mañana, majestad? —preguntó el afgano.

—Nos quedamos —declaró Amosis.

—Majestad…, ni uno solo de nosotros escapará de eso —protestó el Bigotudo.

—Mejor morir como guerreros que como fugitivos.

Sabiendo que era portador de muy malas noticias, Bribón, con los ojos tristes, se mantenía apartado de Ahotep, que ni siquiera pensó en acariciarle.

—Esto se ha terminado —reveló al gobernador Emheb, al canciller Neshi y al almirante Lunar—. Aliadas con los carros cananeos, las tropas de Asia caerán sobre Amosis y, luego, sobre nosotros. El faraón aguantará tanto como sea posible para cubrir nuestra retirada a Tebas.

—Puesto que los hicsos nos perseguirán y nos destruirán —propuso el almirante Lunar—, ¿por qué no asaltar la ciudadela con todos nuestros efectivos? Morir por morir, majestad, yo preferiría no tener remordimientos.

—Más vale proteger Tebas —consideró Emheb.

—¿No deberíais convencer al rey de que se reuniese con nosotros? —sugirió el canciller Neshi—. Juntos seríamos más fuertes.

—Mañana por la mañana, os comunicaré mi decisión.

Fuera cual fuese la solución adoptada, el ejército de liberación sería aniquilado. Sin embargo, Ahotep había ido a Buto, había escuchado la voz de los antepasados y había recibido el ojo de Ra.

La reina levantó los ojos e imploró la ayuda de su protector, el dios Luna.

Era el decimocuarto día de la luna creciente cuando se efectuaba el llenado del ojo completo, pescado y reconstituido por los dioses Thot y Horus. Provocando todo crecimiento, brillaba en su barca.

No, su compañero celestial no podía abandonarla así. Negándose a creer en el desastre, la reina pensó, durante toda la noche, en las hazañas de aquellos que habían combatido por la libertad.

Al alba, no había oído aún la voz de los antepasados. De pronto, se escuchó un gruñido terrorífico.

Apenas se hubo levantado, el sol desapareció. El cielo se hizo más negro que la tinta; vientos de inaudita violencia arrancaban las tierras y la emprendían con las murallas de la ciudadela.

Una lluvia de cenizas cubría Avaris, mientras unas enormes olas asaltaban la costa mediterránea.

¡Y añadiéndose a esta furia, la de un terremoto!

A novecientos kilómetros de allí, en las Cícladas, el volcán de Thera había entrado en erupción[18]