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Con la mirada perdida, vacilante, Yima se agarró al brazo de su marido.

—Emperador mío, ¿realmente estamos seguros?

—Has tomado demasiada droga —dijo Khamudi.

—¡Hay que luchar contra el miedo! Aquí, nadie teme ya a los egipcios porque eres el más fuerte, el único dueño del país. Y yo, te ayudo… Con mi amiga Dama Aberia, ejecutaremos a todos los traidores.

—Excelente idea. Si no tenéis pruebas, elegid un culpable al azar, reunid a sus íntimos y matadlo ante ellos. Que todos comprendan que Khamudi es invulnerable.

Encantada ante la idea de aquel entretenimiento, la emperatriz fue al encuentro de la torturadora de manos desmesuradas, mientras que el emperador reunía a sus generales.

—La batalla sigue siendo muy dura, tanto en los canales como en el lago —indicó uno de ellos—. Contrariamente a lo que creíamos, Ahotep y Amosis no se interesan por la ciudadela. Su único objetivo parece ser la destrucción de nuestra flota. No lo lograrán antes de que lleguen los refuerzos. Por desgracia, es inútil mandar comandos para acabar con el faraón, que desconfía y no se muestra ya.

—Releva la guardia cada tres horas. El máximo de arqueros en las torres de vigía y las almenas —ordenó Khamudi.

Mientras Ahotep, el gobernador Emheb y el almirante Lunar dirigían el enfrentamiento naval, procurando que durara, el faraón Amosis estaba lejos de Avaris, en la pista del Uadi Tumilat, que tomaban las caravanas de avituallamiento. Protegido por Risueño el Joven y Ahmosis, hijo de Abana, nuevo comandante de su guardia personal, el faraón ponía en práctica el plan defendido por su madre: cortar la ruta comercial e impedir que los refuerzos hicsos, procedentes de Canaán y el Delta oriental, llegaran a Avaris.

Apoderarse de varios cargamentos permitió a los soldados darse una comilona antes de que el regimiento de carros, al mando del Bigotudo, se enfrentara con su homólogo cananeo, mientras el afgano y el suyo chocaban con los hicsos del Delta.

En contacto con ellos gracias a Bribón y su escuadra de palomas mensajeras, el faraón Amosis acudía donde las tropas estaban en apuros.

Inferiores en número, los egipcios utilizaban su movilidad. Bajo el sol ardiente, la espada de Amón resplandecía con un fulgor tan intenso que todos los soldados se sentían animados por una inagotable energía.

Ni las estaciones, ni los meses, ni los días, ni las noches, ni las horas, nada contaba ya, salvo la batalla de Avaris, donde, poco a poco, la Marina egipcia iba prevaleciendo. Privada de Felina que, por fortuna, había formado a algunas ayudantes, Ahotep se encargaba de los heridos, que en su mayoría exigían regresar al combate. Estando tan cerca del objetivo, nadie aceptaba renunciar a él, aunque la ciudadela, arrogante, asistiese a los violentos enfrentamientos sin perder un ápice de su soberbia.

—Acabamos de hundir sus mejores barcos —anunció Emheb—. Nuestra superioridad es clara, por fin.

Fue el momento que eligió Bribón para posarse en el hombro de Ahotep, que, como de costumbre, lo gratificó con numerosas caricias antes de consultar el valioso mensaje del que era portador.

La reina pensaba, sin cesar, en su hijo, con la esperanza de que su protección estuviera realmente asegurada. ¿Cómo olvidar el combate durante el que su esposo, Seqen, había sido traicionado y asesinado? Y sin embargo, no existía otra estrategia: si Amosis no conseguía cortar el camino a los refuerzos, el ejército de liberación sería aplastado. Hasta entonces, la estrategia de Ahotep había tenido éxito: hacer que el emperador Khamudi creyera que los egipcios concentraban el conjunto de sus fuerzas en Avaris, atacando solo a la Marina adversaria.

El gobernador Emheb no ocultaba su impaciencia.

—¿Qué noticias hay, majestad?

—Los refuerzos procedentes de Canaán han tenido que retroceder.

—¿Y los hicsos del Delta?

—También ellos se han batido en retirada, pero nuestros regimientos de carros han sufrido graves pérdidas. El faraón nos pide que le mandemos hombres y material.

—Es posible, pero quedaremos debilitados. Si los hicsos de la ciudadela efectúan una salida, podría ser una catástrofe. —¡Entonces, Emheb, hay que acabar con su Marina!

Viendo el cetro de Ahotep que simbolizaba el poder de Tebas, los egipcios olvidaron la fatiga y las heridas. Tanto en el lago como en los canales, sus bajeles se lanzaron al asalto del enemigo. Y el almirante Lunar, a pesar de la lanza que llevaba clavada en el muslo izquierdo, cortó las manos del último capitán hicso que había combatido hasta la muerte.

—Señor, ¿no habría que intentar una salida? —sugirió un general hicso.

—¡De ningún modo! —se enojó Khamudi—. ¿No comprendes, acaso, que es eso exactamente lo que esperan los egipcios? No nos queda ya ni un solo barco. Ahotep ha bloqueado todos los canales, ¡Avaris está sitiada! Dicho de otro modo, nuestros carros caerían en una trampa. Solo estamos seguros dentro de la ciudadela.

«¿Dónde está ahora aquel rayo de la guerra que iba a asolarlo todo a su paso?», se preguntó el general, al igual que sus colegas.

—¿Han llegado, por fin, noticias de nuestras tropas de Canaán y del Delta? —preguntó el nuevo emperador.

—Ninguna, pero no tardarán.

—¿Acaso están cortados nuestros contactos con el Norte?

—Es evidente, señor. Ningún mensajero hicso puede llegar ya a Avaris. Estad seguro, sin embargo, de que nuestros hombres, como una nube de langostas, caerán sobre los egipcios.

Para tranquilizar sus nervios, Khamudi asistió a una ejecución. Con creciente placer, Dama Aberia estrangulaba, a manos llenas, a los supuestos traidores.

La Reina Libertad compartía, cada día, la comida de sus soldados, compuesta de pescado o cerdo seco, ajo, cebollas, pan y uva, todo regado con cerveza ligera. Tras haber tenido el privilegio de tratarla, todos recuperaban el valor.

—¡Los hicsos no podrían comer eso! —se divirtió un infante—, pues la carne de cerdo les está prohibida. Yo sueño con un buen asado con lentejas.

—Gracias, soldado. Me das una excelente idea para hacer que mi mensaje llegue al emperador Khamudi.

El infante se quedó boquiabierto, y sus compañeros no dejaron de pincharle mientras la reina hacía preparar un odre de piel de cerdo, donde puso una tablilla inscrita.

El oficial sacó la tablilla y la puso, asqueado, en una almena. El texto redactado por Ahotep comunicaba a Khamudi que ya no podía contar con ayuda alguna, puesto que sus tropas habían sido detenidas por el faraón Amosis.

—Tira eso.

El oficial lo hizo.

—Hiedes a cerdo; eres impuro. ¡Un lienzo para mis manos, pronto!

Sin mancharse, Khamudi tomó el odre, lo puso en la cabeza del oficial y lo empujó al vacío.

—¡Barco a la vista! —gritó un centinela hicso.

De inmediato, los arqueros de la ciudadela se pusieron en posición, y un diluvio de flechas cayó sobre el navío de guerra, que no respondió.

—Que cese el tiro —ordenó Khamudi.

El barco chocó violentamente con un muelle, al norte de la ciudadela, y se detuvo.

Es uno de los nuestros —observó un arquero—, pero no hay nadie a bordo.

—¡Mirad en lo alto del palo mayor! —recomendó su vecino. Allí estaba sujeto un maniquí de madera que vestía una coraza negra e iba tocado con un odre.

—Debe de ser un mensaje del enemigo —estimó un oficial.

—Ve a buscarlo —exigió el emperador.

—Pero si yo…

—¿Te atreves a discutir?

O moría torturado, o caía bajo las flechas egipcias. El oficial prefirió la segunda opción. Bajando con una cuerda de lo alto de las murallas, se sintió muy sorprendido de seguir vivo cuando llegó a lo alto del mástil y descolgó el extraño adorno.

Sano y salvo, compareció ante Khamudi.

—No toquéis este odre, majestad; es un horror… ¡Es piel de cerdo!

—Ábrelo.