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Lejos, muy lejos de Egipto, el reino nubio de Kerma vivía en una opulencia de la que su príncipe, Nedjeh, se alegraba cada día más. Tras haber intentado poner en un brete a los hicsos en el sur de Egipto, aunque proclamándose su aliado, y haber luchado luego contra la reina Ahotep, Nedjeh se limitaba a su dorada existencia.

Recluido en su provincia de ricos recursos agrícolas, obeso a fuerza de atiborrarse de suculentos alimentos, el rebelde príncipe de Kerma había renunciado a combatir con cualquiera. Pocas veces salía de su palacio, decorado a la egipcia, donde la disposición de las aberturas aseguraba una circulación de aire fresco. Cinco comidas al día, acompañadas por los mimos prodigados por las soberbias mujeres de su harén, bastaban para hacerle feliz. Ninguna mostraba su asco, pues la cólera del viejo déspota hacía temblar aún a sus súbditos. Quien le disgustaba moría con el cráneo aplastado y se reunía con las numerosas osamentas amontonadas en la futura tumba de Nedjeh, más vasta que la sepultura de un rey de Tebas.

—¡Otra vez tú! —gruñó el obeso al ver a Ata, el jefe de la policía, que se acercaba al muelle lecho donde estaba tendido.

—¡Príncipe, esta situación no puede durar! Los soldados de Ahotep, aliados con las tribus nubias que nos han traicionado, nos condenan a la inmovilidad.

—No me dices nada nuevo. Deja de agitarte.

Ata era alto, delgado y nervioso. Nedjeh le reprochaba que no supiera estarse quieto, pero era un buen policía, apto para conseguir que reinara el orden en la ciudad.

—Kerma es un principado guerrero que debe recuperar su orgullo —insistió.

—Olvida esos peligrosos sueños y aprovecha la vida. Empiezo a hartarme de algunas hembras, y voy a ofrecértelas. Apaciguarán tus nervios.

—Hace ya demasiado tiempo que estamos aislados del mundo exterior y no recibimos información alguna —declaró Ata—. He puesto fin a este aislamiento.

El obeso frunció el ceño.

—¿Qué has hecho qué?

—Mis mejores hombres han arriesgado su vida para atravesar el territorio bajo control egipcio y llegar a Avaris, pasando por el desierto.

—¡No permito que nadie tome semejantes iniciativas! —gritó el príncipe de Kerma.

—Debéis aprobarme, señor. Sin duda, tuvisteis razón al contemporizar, pero ahora hay que estrechar nuestros vínculos con los hicsos y reconquistar el territorio perdido.

—¡Te has vuelto loco, Ata!

—Mis mensajeros han anunciado al emperador que Kerma reanudaba la lucha contra Egipto.

El obeso estaba atónito.

—¿Cómo te has atrevido…?

—Tenéis que aprobarme —repitió el jefe de la policía.

—¡Te equivocas y mucho!

—Peor para vos, entonces.

Ata clavó su espada en la panza del obeso, estupefacto ante ese crimen de lesa majestad.

Con amenazadora lentitud, se levantó.

—¡Voy a aplastarte, gusano!

Olvidando el mortal dardo, Nedjeh avanzó hacia Ata, que retrocedía, incrédulo. ¿Cómo aquel barrigudo conseguía moverse aún?

Tomando una lámpara de bronce, le asestó un fuerte golpe en la cabeza.

Inmóvil durante unos instantes, Nedjeh volvió a avanzar. Tenía el rostro ensangrentado.

Ata golpeó de nuevo. Esa vez, el sibarita se derrumbó. El antiguo jefe de la policía podía comunicar al pueblo de Kerma que tenía un nuevo príncipe.

—La fortaleza de Leontópolis ha caído —anunció Khamudi al emperador, hundido en un sillón de bastos brazos.

—No tiene importancia.

Con los tobillos hinchados y doloridos, las mejillas más colgantes que de ordinario y la voz desgastada, Apofis no salía ya de la habitación secreta situada en el corazón de la ciudadela. Solo el generalísimo Khamudi tenía acceso a ella.

—La caída de Leontópolis ha provocado la de Heliópolis precisó. «Ahora —pensó el emperador—, Ahotep sabe que el árbol sagrado se negó a aceptar mi nombre y que no pertenezco al linaje de los faraones. Por eso, debe morir».

—No debemos permanecer pasivos, majestad. Esta reina acumula demasiados éxitos. Propongo atacarla sin dilación. En las llanuras del Delta nuestros carros aplastarán al ejército egipcio.

—Déjala que llegue hasta la capital —ordenó Apofis—. Mi plan se desarrolla punto por punto, y es aquí donde Ahotep caerá en mis manos; aquí, y en ninguna otra parte. Cuanto más se aturda con inútiles victorias, más vulnerable será.

—Majestad, yo…

—Ya basta, Khamudi. Necesito descansar. Avísame cuando Ahotep llegue a las puertas de mi capital.

Khamudi no se calmaba. ¿Cómo hacer entrar en razón a ese viejo senil que no percibía ya la realidad? Ciertamente, el propio gran tesorero se había mostrado, por algún tiempo, hostil al despliegue de las fuerzas, pero la situación había cambiado mucho. Hoy, Ahotep y el faraón Amosis estaban a la cabeza de un verdadero ejército, que acababa de apoderarse de una fortaleza considerada inexpugnable y de violar el santuario hicso.

Su estrategia era clara: destruir, una a una, todas las plazas fuertes del Delta y solo desafiar Avaris tras haberla aislado. Esperar sería, pues, suicida. Puesto que cometían el error de adentrarse en terreno llano, el generalísimo los aniquilaría.

¡Pero era imposible lanzar los carros al asalto sin una orden explícita del emperador! Mientras pensaba en las palabras de su esposa Yima, Khamudi fue informado de que unos emisarios del príncipe de Kerma habían llegado a Avaris. Aquellos negros a los que Ahotep había reducido al estado de corderos le ofrecían una buena ocasión para calmar sus nervios.

—Señor —dijo un joven de aspecto marcial—, os transmitimos los saludos del príncipe de Kerma.

—¿De ese cobarde que se limita a comer y fornicar?

—Nedjeh ha muerto, y el príncipe Ata en nada se parece a él. A la cabeza de los guerreros de Kerma, romperá el yugo que está ahogándonos.

—¿Quiere Ata combatir a los egipcios?

—En un principio, recuperará Nubia. Luego, se apoderará del Sur de Egipto, siempre que vos estéis de acuerdo y no impidáis su avance.

Khamudi no se lo pensó mucho tiempo.

—Estoy de acuerdo.

—Majestad, se han descubierto unos exploradores del ejército egipcio —anunció Khamudi.

—¡Por fin, están aquí! ¡Ven, Ahotep, acércate!

El odio que llenaba la mirada del emperador le hacía insoportable.

—¿No deberíais ir al templo de Set para despertar su furor contra el enemigo? —sugirió el generalísimo.

—Ahotep sabe cómo conjurarlo. Pero tienes razón; no hay que desdeñar ese precioso aliado. Una tormenta de extremada violencia caerá sobre los egipcios, y el rayo destruirá parte de su flota.

Khamudi ayudó al emperador a levantarse y andar.

En el umbral de la ciudadela, Apofis se acomodó en una silla de mano sin advertir el discreto gesto que el gran tesorero dirigía al jefe de los piratas chipriotas.

Obsequioso, Khamudi sostuvo también a Apofis cuando se instaló en la barca que atravesaría el brazo de agua para atracar en el islote donde se había erigido el templo de Set.

—Estos remeros no pertenecen a mi guardia personal —advirtió el emperador.

—Es cierto; son mis hombres.

—¿Qué significa eso, Khamudi?

—Que yo asumo el poder.

—¡Has perdido la cabeza, como Jannas!

Jannas contemporizó. Yo no cometeré el mismo error.

—Eres pequeño, amigo mío, y seguirás siendo pequeño, a pesar de tu vanidad, tu fortuna y tus sórdidas maniobras.

La voz y la mirada de Apofis helaron la sangre de Khamudi, que sintió cómo sus miembros se paralizaban.

Buscando en lo más hondo de su rabia, golpeó con el puño el rostro del emperador, cuya nariz y labios reventaron. Colérico, le clavó un puñal en el corazón. Mientras la víctima se derrumbaba hacia un lado, Khamudi tomó la daga de Apofis y la hundió en la espalda del anciano.

Atónito, se apartó del cadáver.

—Seguid remando —ordenó a los soldados. La barca atracó.

—Llevad esta carroña al altar de Set y quemadla.

—¡Se mueve aún! —exclamó un marino, aterrorizado. Khamudi tomó un remo y golpeó al emperador diez veces, veinte, cien, hasta que solo fue un muñeco ensangrentado y desarticulado.

La mano diestra de Apofis se levantó ligeramente.

Histérico, Khamudi comprendió que el anciano llevaba con él una protección.

De su cuello colgaba una cadena de oro con el ankh, la cruz de vida, y en el dedo meñique de su mano izquierda llevaba un escarabeo de amatista en un anillo de oro.

El gran tesorero arrancó las joyas y las pisoteó. La mano del anciano cayó, inerte por fin.

—¡Pronto, quemadlo!

El humo que se levantó por encima del templo de Set esparció un hedor pestilente.