Los barcos egipcios se detuvieron fuera del alcance del enemigo. Ante la estupefacción del comandante de Leontópolis, los tiradores de élite del ejército de liberación utilizaron unos grandes arcos, que les permitieron derribar a un buen número de los hicsos apostados en las almenas.
Llevando enormes vigas, los soldados de ingeniería desembarcaron. Cubiertos por sus arqueros, llegaron a la gran puerta sin sufrir demasiadas bajas.
El comandante sonrió.
Ningún ariete conseguiría derribarla.
¡Pero los egipcios ni siquiera lo intentaron! Muy al contrario, utilizaron las vigas como enormes cerrojos para encerrar a los hicsos en el interior.
Se presentaron luego otros infantes, cargados de larguísimas escalas montadas sobre ruedas. La cadencia de tiro de los arqueros se acentuó, lo que permitió que sus camaradas levantaran las escalas y las movieran tan deprisa como fue posible para apoyarlas en las murallas.
Asustado, el comandante ordenó que el máximo número de defensores ocupara la almenas. Pero el camino de ronda era estrecho y, ya, los primeros asaltantes llegaban a lo alto de las escalas móviles.
Grandes Pies, el número 1.790, era el más antiguo superviviente del penal de Sharuhen. Solo le mantenía vivo la voluntad de vengarse. Puesto que la muerte no le quería, haría pagar a los hicsos el robo de sus vacas.
Desde hacía varias semanas, los convoyes de deportados se sucedían sin interrupción. Entre ellos, muchos egipcios del Delta, pero también una nueva clase de condenados que descubrían el horror del campo de concentración: ¡militares hicsos!
Agrupados, evitaban la mirada de las mujeres, de los niños y de los ancianos, que morían de hambre y sufrían las sevicias de sus torturadores. Como ellos, los ex militares tenían entonces un número grabado en su carne.
Cierta noche, un oficial originario del Cáucaso se acercó a Grandes Pies, que dormía sobre unas tablas, inestimable protección contra el barro.
—¡Mil setecientos noventa! ¡Tú no llegaste ayer! ¿Cuál es tu secreto para aguantar en este infierno?
—No acepto la injusticia. Tú y tus semejantes me robasteis mis vacas.
A mí me han robado el honor y mi razón para vivir.
—¿Por qué estás aquí?
—Depuración. Yo y mis camaradas creíamos en el porvenir del almirante Jannas. El emperador ordenó que lo asesinaran.
—Un hicso menos… Excelente noticia.
—Las hay mucho mejores, por lo que a ti se refiere. La reina Ahotep ha liberado Menfis y se ha apoderado de la fortaleza de Leontópolis. Muy pronto atacará Avaris.
Grandes Pies se preguntó si estaba soñando. Luego, comprendió.
—Mientes para torturarme, ¿eh? ¡Puerco! ¡Te diviertes devolviéndome la esperanza!
—No te enojes, amigo. Es la pura verdad. El emperador quiere mi muerte, pero tu reina también. Solo me queda una solución: escapar de este penal.
Grandes Pies se quedó pasmado.
—¡Nadie puede escapar de aquí!
—Con los demás hicsos, eliminaremos a los guardias. Te aviso porque me caes simpático: o nos sigues, o te pudrirás en este lodo.
Grandes Pies quería creer que el caucásico no mentía.
Pero no siguió a los partidarios de Jannas cuando intentaron forzar la puerta del campo de Sharuhen; estaba seguro de que iban a fracasar.
Grandes Pies tuvo razón.
Despedazados, los cadáveres de los insurrectos fueron arrojados a los cerdos.
Gracias a la conquista de Leontópolis, los carros egipcios aumentaban sus efectivos, tanto en caballos como en vehículos. Había que aligerar estos últimos, e instruir aurigas y arqueros capaces de enfrentarse con los hicsos de Avaris.
Aprovechando la retirada de las aguas, que dejaron libre una vasta llanura, los instructores se pusieron a trabajar enseguida, mientras Ahotep y el faraón se dirigían a Heliópolis, liberada por fin. Vacía de los ritualistas y de los artesanos que antaño trabajaban en los talleres del templo, la vieja ciudad parecía extinguida para siempre. Envuelta en una opresiva calma, ¿cómo podía ofrecer heka?
Con todos los sentidos alerta, Risueño el Joven precedió a la reina y al faraón por la avenida que llevaba al gran templo de Atum y de Ra, cuya monumental puerta estaba cerrada. Siguieron pues, por la muralla, hasta la pequeña puerta de las purificaciones, toscamente emparedada. Un soldado quitó los ladrillos. Sus pasos condujeron a Ahotep y a su hijo hacia un obelisco con la punta cubierta de oro, que se erguía en el otero primordial, una especie de océano de energía en el nacimiento del universo.
Luego, descubrieron el árbol sagrado de Heliópolis, la persea de enormes ramas y hojas lanceoladas, en las que se habían preservado los nombres de los faraones.
Recuperando por instinto el gesto ritual de sus antepasados, Amosis se arrodilló, con la pierna izquierda doblada bajo el cuerpo y la derecha extendida hacia atrás. Presentó a la persea la espada de Amón, para que lo invisible la impregnara con su potencia.
La esposa de dios examinaba las hojas. Sorprendida por sus primeros descubrimientos, lo comprobó.
Esa vez no había duda posible.
—Apofis mintió: ¡su nombre no figura en el follaje del árbol solar! La persea se negó a conservar la memoria de ese tirano. El heka de Heliópolis no ha sido mancillado.
Cuando Ahotep inscribió los nombres rituales del faraón Amosis, la espada de Amón se convirtió en un rayo de luz tan intensa que el rey tuvo que cerrar los ojos.
—Ven a mi lado —le pidió su madre.
Ahotep hizo las funciones de Sechat, que daba vida a las palabras de los dioses, y Amosis, las de Thot, que transmitían su mensaje. Y fueron entonces los nombres del joven faraón los que se iluminaron.
En su corazón, percibió la voz de Atum, el ser y el no-ser indisolublemente ligados, la totalidad que precedía al tiempo y el espacio, la materia prima de donde todo procedía. Y se reanudó la cadena con sus predecesores, cuya magia protectora penetró en su aliento.
—Nuestra tarea no ha concluido —dijo Ahotep—. Este templo no vibra aún como debería.
Prosiguiendo su exploración, penetró en una vasta capilla, donde yacían pedazos de dos grandes barcas de acacia.
—La barca del día y la barca de la noche —murmuró—. Si ya no circulan, los ritmos del cosmos están perturbados y las tinieblas invaden la tierra. ¡Por eso, pudo el emperador imponer su ley! Pacientemente, el faraón ensambló cada barca.
A proa de la del día, una Isis de madera dorada; a proa de la de la noche, una Neftis. Frente a frente, las diosas tendían las manos para transmitirse el disco de oro, donde se encarnaba la luz regenerada.
El disco había sido hurtado y destruido por Apofis. Pero en el suelo yacía el amuleto del conocimiento[16] que la reina puso en el cuello de su hijo.
—Colócate entre Isis y Neftis —le ordenó—. Como todo soberano de Egipto, eres el hijo de la luz, que regresa al océano de energía con el sol del anochecer y renace por el oriente con el de la mañana.
Una apacible sonrisa animó el rostro de las diosas, que llenaron de heka el espíritu del faraón.
Después de que Ahotep y Amosis abandonaran el lugar, un disco de oro apareció en manos de Neftis, que lo transmitió a Isis en el secreto del templo.
La circulación de las barcas del día y de la noche acababa de reanudarse.