Los egipcios no podrían haber soñado con mejores condiciones de combate: los caballos reunidos a un lado; los carros, a otro; los barcos inmovilizados e incapaces de maniobrar; los soldados dedicados a las tareas domésticas… Aprovechándose enseguida de la situación, el regimiento de carros que mandaban el Bigotudo y el afgano acabó con numerosos hicsos gracias a la habilidad de los arqueros.
El ataque, rápido y efectivo, facilitó la tarea de los infantes conducidos por Emheb, mientras los marinos de Lunar y de Ahmosis, hijo de Abana, tomaban por asalto las embarcaciones enemigas. Pasado el efecto sorpresa, los hombres del emperador intentaban organizarse, aunque los distintos cuerpos de ejército estuvieran demasiado aislados unos de otros.
En pleno combate, mientras el faraón hacía flamear la espada de Amón, los resistentes salieron de Menfis y echaron una mano a los tebanos.
Comprendiendo que ninguno de ellos saldría indemne del enfrentamiento, los hicsos vendieron cara su piel. Barridos por el entusiasmo de los egipcios, que sentían muy cercana la victoria, cayeron uno tras otro.
—Menfis ha sido liberada —anunció el faraón Amosis a sus tropas—, y nos hemos apoderado de un número considerable de carros y de caballos. Pero antes de festejar nuestro éxito, pensemos en nuestros muertos, en todos los que han dado su vida por Egipto.
Viendo los numerosos cadáveres que cubrían el suelo o flotaban en los canales, Ahotep se sintió tan desesperada como si el ejército de liberación hubiera sufrido una derrota.
La guerra era una de las peores depravaciones de la especie humana, pero ¿qué otro medio se podía emplear para vencer al emperador de las tinieblas?
Más que encerrarse en sus pensamientos, Ahotep se aseguró de que ninguno de sus fieles compañeros hubiera sucumbido bajo los golpes del adversario. Solo Lunar estaba herido en un brazo. Cuidado por Felina, que no sabía ya hacia dónde volverse, el almirante no se concedió ni un solo minuto de descanso, preocupado por conocer la magnitud de las pérdidas.
Tras reunir a los soldados menos agotados y los carros, el gobernador Emheb formó una primera linea al norte de Menfis. Temía un contraataque de las tropas de los hicsos mantenidas en reserva. En ese caso, la aparente victoria se transformaría en desastre.
El Bigotudo, el afgano, sus soldados y los caballos recuperaban el aliento. También ellos sabían que no estaban en condiciones de contener una oleada de los hicsos.
Cayó la noche. Una opresiva calma reinaba en la llanura menfita.
—Este paraje es muy difícil de defender —estimó Ahotep.
—La muralla blanca de Menfis será una valiosa aliada —indicó el canciller Neshi—. Pongamos carros y caballos al abrigo en la ciudad vieja.
—Manos a la obra —ordenó Amosis—. No dormiremos hasta que haya terminado la maniobra.
Los egipcios consolidaron sus nuevas posiciones en el límite del territorio que los hicsos consideraban como su santuario, tan próximo y tan inaccesible al mismo tiempo.
Bienvenida, la tregua sería de corta duración. Todos pensaban ya en el próximo objetivo: Avaris, la capital de los hicsos. Aquélla era la batalla que debía ganarse. En caso de fracaso, los sacrificios realizados habrían sido inútiles.
—Nuestros hombres están listos —dijo el faraón a la reina Ahotep—. Muertos de miedo, pero dispuestos a atacar el cubil de Apofis. Son conscientes de la enormidad de la tarea; nadie retrocederá ante su deber.
—Marchar sobre Avaris sería una locura —dijo Ahotep.
—Madre… ¡No podemos renunciar a ello!
—¿Quién habla de renunciar? El emperador no ha enviado refuerzos a Menfis para saber de qué somos realmente capaces.
Hace mucho tiempo que intentan atraernos a su territorio, con la esperanza de que el conjunto de nuestras fuerzas caiga en su trampa. No, Amosis, no estamos listos.
—¡Bien tendremos que entrar en el Delta!
—Claro, pero cuando nosotros lo hayamos decidido. Tras la expedición conducida por tu hermano mayor, es seguro que los hicsos emplazaron un dispositivo para rechazar una ofensiva naval. Por lo que a nuestros carros se refiere, aún son insuficientes. Transformemos y aligeremos los carros hicsos de los que nos hemos apoderado; formemos, luego, aurigas. Además, no venceremos al emperador solo con armas materiales. Por eso debemos, tú y yo, dirigirnos a Saqqara, para que tu poder real sea confirmado allí.
Bajo la atenta vigilancia de Risueño el Joven, que había disfrutado mucho del paseo en carro hasta la necrópolis de Saqqara, la reina Ahotep y el faraón Amosis contemplaron, maravillados, aquella inmensidad consagrada a los antepasados resucitados en la luz. Pirámides y moradas de eternidad daban testimonio de su presencia, y su palabra seguía transmitiéndose gracias al brillo de los jeroglíficos y de las formas arquitectónicas.
Dominando el paraje, la pirámide escalonada de Zóser, edificada por el maestro de obras Imhotep, cuya fama había cruzado los tiempos, parecía también ser su guardiana. Verdadera escalera hacia el cielo, permitía al alma del faraón comunicarse con las estrellas y, luego, bajar de nuevo a la tierra para encarnar la armonía de lo alto.
La pirámide escalonada se levantaba en el centro de un vasto espacio ritual delimitado por una muralla. El rey y su madre comprobaron que solo existía una entrada. Practicada en la piedra, la puerta estaba, en apariencia, eternamente abierta.
Es extraño —advirtió Amosis—. ¿Por qué los hicsos no han destruido este santuario? Saben forzosamente que el alma real se regenera aquí, en el misterio, fuera de la vista de los humanos.
—Estoy convencida de ello —aprobó la reina—, pero el emperador se vio enfrentado a tal potencia que su magia negativa fracasó.
El faraón quiso penetrar por el estrecho acceso, y Ahotep le retuvo.
—Apofis, ciertamente, no ha renunciado a hacer daño. Si ha dejado intacto este monumento, sin ni siquiera condenar la puerta, es que ha descubierto el medio de bloquear su irradiación.
—¿Habrá encerrado la energía regeneradora en el interior?
—Eso es lo que creo. El emperador ha debido de hacer infranqueable el acceso mediante algún hechizo. Así pues, ningún faraón podrá ya alimentarse de la herencia de los antepasados. La reina se recogió para orar a su marido Seqen y a su hijo Kamosis.
—Hay que romper el maleficio —le anunció a Amosis—. Yo me encargaré, pues creo conocer el nombre de esta puerta.
—Madre, vos…
—No importa mi muerte. Tú debes reunir la corona blanca y la corona roja.
Ahotep avanzó muy lentamente.
Cuando llegó al umbral, un gélido soplo la detuvo.
Luego, le pareció que las jambas, ardientes como brasas, se aproximaban para aplastarla.
La reina estaba clavada en el suelo.
—¡Puerta, conozco tu nombre! Te llamas «la Rectitud da Vida». Puesto que te conozco, ábrete.
Una inmensa luz brotó de la hermosa piedra blanca, y el gélido soplo desapareció.
Ahotep invitó a Amosis a seguirla. Precediendo al faraón, la reina avanzó por el escaso espacio que quedaba libre entre las robustas columnas. Risueño el joven se tendió en el umbral, en la postura de Anubis, y custodió la puerta de lo invisible.
Guiado por el espíritu de Seqen y de Kamosis, la reina sentía que el maleficio del emperador no estaba del todo aniquilado. Al salir de la columnata, descubrió varias cobras erguidas en lo alto del muro. Dispuestas a salir de la piedra en la que habían sido esculpidas, ¿se arrojarían sobre Amosis?
—Vuestro papel consiste en abrir el camino del faraón y derramar vuestro fuego contra sus enemigos. ¿Acaso habéis olvidado quién os concibió y la mano que os creó? Vosotras, las serpientes de la realeza, conozco vuestro nombre: ¡sois la Llama del Origen!
Las miradas de los reptiles y la de la reina se desafiaron antes de que las esculturas recuperaran su aspecto hierático.
Agotada pero serena, Ahotep pudo al fin contemplar el gran patio al aire libre, ante la pirámide escalonada. Representaba todo Egipto, sobre el que su hijo estaba destinado a reinar.