41

La constelación de Orión se ha levantado —declaró el sumo sacerdote Djehuty—. Osiris resucita en la luz celestial.

Veinte nuevas embarcaciones de guerra, entre ellas El que Brilla en Menfis, La Ofrenda y El Toro Combatiente, largaron amarras, seguidas por el Septentrión, que atraía al máximo la curiosidad, pues transportaba los caballos. Todos los navíos izaron el estandarte con los colores de Ahotep y el disco de la luna llena en su barca. En la proa del Septentrión, la reina sujetaba el cetro de oro con la cabeza de Set. El faraón, por su parte, llevaba la corona blanca del Alto Egipto y un corselete de cuero. Cuando blandió la espada de Amón, los sacerdotes de Karnak entonaron el himno compuesto en su honor: «Cuando se muestra, el faraón parece el dios Luna en medio de las estrellas. Cumplido es su brazo al gobernar, felices son sus pasos, firme su ademán, vivas sus sandalias. Él es el símbolo sagrado en el que se posa la luz divina».

Tras haber entregado la espada a la Reina Libertad, Amosis manejó el remo gobernalle, que procedía de Elefantina, y la flota, con la ayuda de una rápida corriente, se dirigió hacia Puerto-de-Kamosis.

—Ya llegamos —dijo el gobernador Emheb.

Instalados en amplias jaulas, parcialmente al aire libre, y divididas por dos tabiques, los caballos no habían manifestado nerviosismo alguno durante el viaje. Al detenerse en Puerto-de-Kamosis, pudieron estirar las patas ante las dubitativas miradas del almirante Lunar y de Ahmosis, hijo de Abana.

—¿Estáis seguro de que conseguiréis dominarlos? —preguntó el almirante al Bigotudo y al afgano.

—Gracias a nuestro entrenamiento intensivo —respondió el primero—, no habrá ningún problema.

Lunar quería ver los carros, fuertemente arrimados en otro barco carguero y custodiados por arqueros.

—¿Serán tan eficaces como los de los hicsos?

—Sin duda, más —afirmó el afgano—. El gobernador Emheb ha mejorado mucho el modelo en el que se inspiró.

El alto iba a ser de corta duración, pues no debían dejar que la crecida tomara una magnitud excesiva.

Cuando el conjunto de las unidades se disponía a aparejar, se levantó un extraño viento. Atorbellinado y gélido, parecía un cierzo de invierno.

—Nuestras maniobras pueden ser gravemente entorpecidas —se lamentó el almirante Lunar.

—Es el emperador —dijo Ahotep—. Intenta retrasarnos levantando los malos soplos del año que muere[15]. Invoquemos a Amón, el señor de los vientos, y protejamos los barcos.

En cada cubierta, se depositaron decenas de bolsas de ofrendas, que contenían granos de incienso, polvo de galena, dátiles y pan. Luego, Ahotep levantó su cetro al cielo, que se había vuelto amenazador, para ganarse los favores de Set.

El viento cesó, y las nubes se disiparon.

En el decimoséptimo año de su reinado, Amosis dio al ejército de liberación la señal de partida hacia el Norte.

Los soldados tebanos que habían participado en la expedición contra Avaris, al mando del faraón Kamosis, descubrían de nuevo, con emoción, paisajes grabados en su memoria. Los demás se aventuraban por un mundo desconocido, que, sin embargo, era la tierra de sus antepasados.

Gracias a la potencia de la corriente, la flota avanzaba deprisa. Ahotep esperaba enfrentarse, en cualquier momento, con el enemigo. Pero el emperador había abandonado la zona comprendida entre el frente egipcio y los alrededores de Menfis. Solo había allí algunas milicias que aterrorizaban a los aldeanos y robaban la mayor parte de sus cosechas para llevarlas a Avaris.

—Majestad —sugirió el gobernador Emheb—, no podemos abandonar a estos infelices; de lo contrario, los milicianos los asesinarán. Detener el impulso de la flota hubiera sido un error. Ahotep confió, pues, un mensaje a Bribón: los tres últimos navíos se detendrían y sus infantes liberarían varias aldeas. Una vez eliminados los hicsos, los campesinos recibirían armas y, bajo la autoridad de un oficial tebano, propagarían la revuelta por todo el Medio Egipto. El canciller Neshi seguía comprobando el armamento; espadas rectas y curvas, a imitación de los hicsos, para el combate cuerpo a cuerpo, lanzas con puntas de bronce, dagas ligeras y agudas, mazas, hachas muy manejables, arcos de diversos tamaños, escudos de madera reforzados con bronce, corazas y cascos. De mejor calidad que antaño, ¿podría este material compararse con el del enemigo?

Al acercarse al primer objetivo importante, prueba decisiva impuesta al ejército de liberación, un nudo apretaba las gargantas. Incluso aquellos que estaban acostumbrados a los enfrentamientos violentos, como el gobernador Emheb o Ahmosis, hijo de Abana, sabían que el próximo sería muy distinto.

En caso de derrota, Egipto no sobreviviría.

El comandante hicso que se encargaba del asedio de Menfis estaba de un humor de mil diablos. El calor no le sentaba bien y, peor aún, la crecida le obligaba a modificar su dispositivo. Muy pronto el Nilo invadiría las tierras, y Egipto se convertiría en una especie de mar.

El comandante había hecho ya vaciar varios establos. Reunidos en un cercado, los caballos serían evacuados hacia el Norte. Quedaba una sola unidad de carros operativa, que, como las demás, no tardaría en ponerse al abrigo en la fortaleza de Leontópolis, cerca de la ciudad santa de Heliópolis.

—¡Oficial de ingenieros informando, comandante!

—¿Qué pasa ahora?

El técnico estaba excitado.

—Podríamos utilizar la crecida para acabar con Menfis. Instalemos nuestros arqueros en pontones que el río eleve hasta las murallas, y así podrán eliminar fácilmente a los defensores. Mis hombres destruirán gran parte de las murallas, y nuestros infantes entrarán en la ciudad por la brecha.

—Delicada operación… No corresponde a las órdenes que he recibido.

—Lo sé, comandante, pero los sitiados carecen ya de fuerzas. Y de todos modos, el emperador no va a reprocharos que os hayáis apoderado de Menfis. Nuestros hombres desean terminar el asedio con un éxito que debiera de valeros un buen ascenso.

Arrasar aquella ratonera tras haberla desvalijado, abandonar por fin aquel campamento donde se aburrían mortalmente, obtener una victoria total… El comandante se dejó tentar. Le explicaría a Khamudi, el nuevo generalísimo, que los menfitas, desesperados, habían cometido un error fatal intentando una salida masiva.

Se dio orden de disponer las embarcaciones, una junto a otra, para formar una especie de muralla en el canal más cercano al muro blanco. Luego, echarían los pontones al agua y dejarían que el río actuara.

La última franja de tierra accesible aún a los carros quedaría inundada en los próximos días, de modo que habían sido reunidos en la parte más ancha antes de ser embarcados en cargueros con destino a Leontópolis.

El comandante convocó a sus subordinados y les reveló sus intenciones.

Un centinela interrumpió la reunión.

—¿Qué significa esta insolencia, soldado?

—¡Comandante, carros a la vista!

—¡Tonterías!

—No, os aseguro que no.

Khamudi enviaba, por fin, refuerzos. Pero ¿de qué servirían en período de crecida? Irritado, el comandante salió de su tienda para recibir con un buen rapapolvo al responsable de aquel inútil regimiento.

El centinela había olvidado indicar que los vehículos no llegaban del Norte, sino del Sur.

Lleno de estupor, el comandante fue el primer muerto de la batalla de Menfis. La flecha disparada por el Bigotudo, bien equilibrado en la plataforma del carro que conducía el afgano, se clavó en la frente del hicso.