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Tras haber fumado una buena cantidad de opio, el oficial encargado de la seguridad del puerto mercante de Avaris se desplomó con todo su peso sobre una joven egipcia, que, después de haber sido golpeada, había caído en coma.

—¡Despierta, idiota! A fin de cuentas, no voy a divertirme con una muerta.

La abofeteó varias veces, sin resultado alguno.

Peor para ella. Acabaría en una fosa común con las zorras de su especie.

El hicso salió de su domicilio oficial para orinar junto al muelle, teniendo cuidado de no caer en el agua.

Cuando se vio rodeado de una decena de piratas pertenecientes a la guardia personal de Khamudi, se creyó víctima de una pesadilla.

—Sígueme —ordenó uno de ellos.

—Sin duda, hay un error.

—¿Te encargas tú de la seguridad del puerto?

—Sí, pero…

—Entonces, síguenos. El gran tesorero quiere verte.

—El día ha sido duro… Estoy muy cansado.

—Si es necesario, te ayudaremos a caminar.

Khamudi se había instalado en el despacho del almirante Jannas, en el interior del mayor cuartel de Avaris. Había hecho cambiar el mobiliario y pintar de rojo las paredes. En la mesa de trabajo, algunas denuncias escritas revelaban los nombres de los partidarios de Jannas, en todos los grados y en todos los regímenes. Khamudi examinaba uno a uno los casos y ponía su sello acusador en la casi totalidad de los documentos. Solo una verdadera depuración del ejército le permitiría mandar las tropas de los hicsos sin temor a ser traicionado.

Entraron al sospechoso.

—Estoy seguro de que tienes que darme muchas explicaciones.

—¡Hago bien mi trabajo, gran tesorero! ¡Para mí, la seguridad del puerto es sagrada!

—Eras amigo de Jannas, ¿no es cierto?

—¿Yo? ¡Detestaba al almirante!

—Te vieron a menudo con él.

—¡Me daba órdenes, nada más!

—Admitámoslo.

El sospechoso se relajó un poco.

—Te he convocado por otro motivo, no menos serio —prosiguió Khamudi—. En tu cama había una joven egipcia.

—Es cierto, señor, pero…

—Ayer había otra. Y anteayer, otra.

—Es cierto. Soy un hombre fogoso y…

—¿De dónde salen esas muchachas?

—Las encuentro. Yo…

—Deja de mentir. El acusado se agitó.

—Desde que cerraron el harén, bien de modo que… me las he arreglado.

—Has creado tu pequeño harén y clientes, ¿no es cierto?

—Lo hacemos varios, pero es a causa de ese cierre, ¿comprendéis? En cierto modo, presto servicio.

—Soy el gran tesorero y en territorio hicso no puede abrirse comercio alguno sin que yo lo sepa. Defraudar al Estado es una falta muy grave.

—¡Pagaré la multa, señor!

—Quiero saber cómo te has organizado y conocer el emplazamiento de todos los burdeles de Avaris.

El responsable de la seguridad del puerto habló lo suficiente. Satisfecho, Khamudi pensaba echar mano a esa organización de prostitución y obtendría de ella sustanciosos beneficios.

—Has cooperado correctamente —reconoció— y mereces una recompensa.

—¿Ya…, ya no soy sospechoso?

—En absoluto, puesto que los hechos se han aclarado. Acompáñame.

El oficial no comprendió muy bien el sentido de la frase utilizada por el gran tesorero, pero le siguió sin vacilar.

A las puertas del cuartel, Dama Aberia encadenaba personalmente a oficiales y soldados hicsos convictos de complicidad con el criminal Jannas.

—No solo eres sospechoso —advirtió Khamudi—, sino también culpable de alta traición y, por lo tanto, se te condena al penal. Buen viaje.

El hombre intentó huir, pero Dama Aberia lo agarró del pelo y le arrancó un grito de dolor. Lo arrojó al suelo y le rompió una pierna.

—Te queda otra para andar. Y no se te ocurra retrasarte por el camino.

En el arsenal del puerto, se llevaba a cabo la tercera redada de la policía en un mes. Cincuenta miembros del personal habían sido detenidos, y nadie sabía qué había sido de ellos.

Perteneciente al equipo encargado del mantenimiento de las ruedas de carro, Arek, un vigoroso joven de padre caucásico y madre egipcia, había visto cómo su hermano mayor partía en un convoy de hombres, mujeres y niños, acusados de haber conspirado con el almirante Jannas. Según los rumores, los que sobrevivían a la marcha forzada eran amontonados en un campo de concentración, del que ningún prisionero salía vivo.

Convencido de que la locura del emperador sería cada vez más mortífera, Arek había entrado en la resistencia y transmitía todo lo que sabía a un mercader de sandalias, que, en caso de necesidad, se dirigía a Menfis para equipar a los soldados hicsos. Tomando mil precauciones, se ponía, entonces, en contacto con los egipcios.

Aunque se sentía muy solo, Arek tenía una certidumbre: según el mercader, la Reina Libertad no era un espejismo. Había formado un ejército que los hicsos no conseguían destruir. Gracias a ella, algún día, Egipto vencería las tinieblas.

Además de las escasas informaciones que podía ofrecer al mercader de sandalias, el muchacho se entregaba a una tarea oscura y delicada: sabotear las ruedas de los carros. Hacía profundas muescas en los radios o en la propia rueda, para hacerlos más frágiles, y ocultaba su sabotaje con una capa de barniz. Cuando los vehículos corrieran con rapidez, el accidente sería inevitable.

De pronto, se escuchó un ruido de pasos precipitados y gritos.

—¡La policía! —advirtió a Arek un colega.

—Quedaos donde estáis y, sobre todo, no intentéis huir —ordenó la voz imperiosa de Dama Aberia, acompañada por un centenar de esbirros.

En el arsenal, los empleados se quedaron inmóviles. Empujándoles a bastonazos en los riñones, los policías los agruparon.

A los pies de Dama Aberia, había un mozo de almacén, ensangrentado, cuyas heridas eran horribles.

—Este criminal conspiraba con Jannas —reveló la mujer—. Forzosamente, tiene entre vosotros un cómplice. Si no lo denuncia de inmediato, haré ejecutar a todos los miembros de su familia. Dama Aberia obligó a levantarse al infeliz.

—¡Pero si le han arrancado los ojos! —exclamó, horrorizado, un empleado.

Un policía derribó al insolente y lo arrastró fuera del arsenal, mientras el torturado, titubeante, se acercaba a sus colegas.

—¡Os juro que… no tengo cómplices!

—Toca al culpable, y tu familia será respetada —prometió Dama Aberia, que la haba enviado ya al campo de Tjaru.

El ciego extendió la mano.

Sus dedos rozaron el rostro de Arek, que ya no respiraba.

La mano del moribundo se crispó y asió el hombro del vecino del joven resistente, un sirio que gritó de terror.