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El gobernador Emheb dio su veredicto a la reina Ahotep.

—Antes de encargarme de la buena ciudad de Edfú —recordó—, ejercí la profesión de carpintero. Puesto que no deseáis que haya fuga alguna, majestad, yo mismo me he encargado del carro hicso. Se trata de una pieza notable, aunque de considerable peso. ¡Es preciso para que soporte el peso de cuatro soldados!

—Aligeremos el conjunto y concibámoslo solo para dos hombres —recomendó la reina—. Ganaremos movilidad.

—Sin duda alguna, pero el problema de la estabilidad será difícil de resolver[10]. Además, hay que tener en cuenta la elección de la madera, que debe ser a la vez ligera y sólida. Tres me parecen adecuadas: el tamarisco, el olmo y el abedul. De la primera tenemos en abundancia; las otras dos, en cambio, son más bien raras. Voy a explotar todas las reservas disponibles, que bastarán para un centenar de ruedas, pero, luego, habría que ir a buscar las otras dos esencias en el Delta o en Asia.

La desarmante sonrisa de Ahotep hacía desaparecer las recriminaciones del técnico. Le mostró cómo pensaba doblar la madera, humedeciéndola y caldeándola hasta su punto de resistencia.

¡Y quedaron terminadas las dos primeras ruedas! Eran de un metro de diámetro, y tenían cuatro radios.

—Me he inspirado en la técnica de los hicsos —advirtió Emheb—, pero la he mejorado. Cada radio de las ruedas está formado por dos piezas de madera, que yo he modelado de modo distinto. He procedido, sobre todo, al empalme de varias espigas, que asegurarán el máximo de solidez, ya que he utilizado adhesivos y revoques para endurecerlas.

Con orgullo, Emheb acarició un eje de dos metros de largo que soportaría la caja del carro y una lanza de dos metros cincuenta cuya altura se regularía en función de la talla de los caballos.

—¿Qué has previsto para el suelo? —preguntó Ahotep.

—Tiras de cuero bien tensadas sobre un marco de madera. El conjunto será muy flexible, absorberá las irregularidades del terreno y amortiguará los choques.

Llegó el momento de la primera experiencia.

Dos caballos habían sido uncidos; solo faltaba la tripulación.

—¿Dónde encontrar dos locos capaces de montar aquí y lanzar el carro a toda velocidad? —preguntó el Bigotudo.

—La reina exige secreto absoluto sobre estas pruebas —respondió Emheb—. Entre los que están al corriente, no se trata, claro está, de que el faraón Amosis corra el menor riesgo. El canciller Neshi es un letrado poco acostumbrado a los ejercicios físicos; el intendente Qaris, demasiado viejo; Heray, excesivamente pesado, y yo me encargo de la fabricación, de modo que…

—¿El afgano y yo?

—¡Os habéis enfrentado a situaciones mucho más peligrosas!

—No estoy tan seguro de eso —respondió el afgano.

—¡Vamos, subid! El Bigotudo conducirá, y el afgano desempeñará el papel del arquero y disparará contra un blanco de paja. El objetivo consiste en dar en el blanco cada vez yendo lo más deprisa posible.

—El porvenir de la guerra depende de vosotros —afirmó Ahotep, aprobada por el faraón.

El Bigotudo y el afgano ocuparon su lugar en el prototipo. En esa clase de situaciones, tanto el uno como el otro adoptaban la misma actitud: ¡adelante!

En línea recta, la experiencia se reveló decisiva. Pero a la primera curva, tomada sin reducir la marcha, el carro volcó, y los dos pasajeros fueron proyectados hacia el suelo.

—No siento ya dolor alguno —comprobó el afgano—. ¡Felina, eres una verdadera bruja!

—Mi esposa dirige el servicio de urgencias —recordó el Bigotudo, también de pie—, y tú ya no lo eres.

—¿Cuándo volveréis a intentarlo? —preguntó la hermosa nubia.

—No hay prisa, querida, y…

—Tampoco hay que perder tiempo. Fabricar un carro superior al de los hicsos exige numerosas experiencias, y no tenéis tiempo para holgazanear.

—Hemos resultado heridos…

—Simples contusiones ya olvidadas. Gozáis de una salud perfecta y podréis soportar algunas caídas más.

La profecía de Felina se cumplió.

Durante los meses que siguieron, Emheb realizó múltiples arreglos para obtener la máquina de guerra más eficaz posible. Aumentó la cantidad de revoque y adhesivos; ajustó con más solidez la parte trasera de la lanza a la barra colocada bajo el suelo, diseñó un arnés ideal, formado por una ancha franja de tela que cubría la cruz, otra más delgada bajo el vientre del animal y una tercera, forrada de cuero, contra su pecho, para que el animal no se hiriera.

Aligeró aún más la caja, abierta por detrás. El armazón se componía de varias barras de madera curvadas, y sus delgadas paredes estaban forradas de cuero. El mismo material guarnecía las partes del carro expuestas al frotamiento, así como los puntos de unión entre los distintos elementos.

Ahotep temía, cada día, recibir malas noticias de Puerto-de-Kamosis, pero las palomas transmitían siempre el mismo mensaje: «Sin novedad».

La resistencia menfita envió un texto sorprendente, basado en rumores procedentes de Avaris: el general Jannas había sido, al parecer, asesinado por uno de sus criados, y el gran tesorero Khamudi, nombrado generalísimo, procedería a la depuración y a la reorganización del ejército hicso.

Si la información era exacta, significaba que una organización de resistencia, aunque fuera ínfima, se había reconstruido en la capital enemiga y conseguía comunicar, sin duda con grandes dificultades, con la sitiada Menfis.

—La desaparición de Jannas explicaría la espera de los hicsos —opinó el rey.

—Por eso es más importante aún lograr nuestros carros —concluyó Ahotep—. Los caballos se reproducen lentamente y disponemos de un pequeño número de parejas. Por consiguiente, habrá que robar otros al adversario, a la espera de que nuestros vehículos de ataque sean operacionales, ¡y todavía no es así!

—Me comprometo a ello —prometió Emheb.

El Bigotudo y el afgano no podían ya contar sus intentos, pero algunos terminaban mejor que otros. Habían aprendido, sobre todo, a manejar las riendas que el conductor enrollaba a su cintura. Con una simple rotación del cuerpo, a la derecha o a la izquierda, hacía girar a los dos caballos en la dirección deseada. Una tensión más o menos acentuada hacia atrás les hacía reducir el paso o detenerse.

En el interior de la caja, el Bigotudo había dispuesto unas bolsas de cuero donde había flechas, jabalinas, puñales y correas de cuero previstas para una reparación de urgencia.

—Siento que esta vez es la buena —confió al afgano.

—¡Ya lo has dicho muchas veces!

—¡Vamos, muchachos, a toda marcha! Liberados, los caballos dieron un brinco.

Pese a las irregularidades del terreno, el carro mantuvo su velocidad. Y llegó la primera curva alrededor de un mojón de piedra. Luego, la segunda, que debía tomarse con sequedad a causa de un bache.

El vehículo conservó un perfecto equilibrio.

El afgano disparó cinco flechas contra el maniquí de paja. Todas dieron en el blanco.

El Bigotudo efectuó una segunda pasada, tan brillante como la primera.

—Lo hemos conseguido —dijo la reina a Emheb, feliz hasta las lágrimas—. Que comience de inmediato la fabricación de otros carros y la instrucción de nuevos aurigas.