Al mando del faraón Amosis, el ejército egipcio reunido en Puerto-de-Kamosis había tomado un altivo aspecto. Todos apreciaban la autoridad del monarca, que, sin embargo, seguía próximo a sus hombres. Además de ejercicios y maniobras cuya frecuencia no disminuía, el rey velaba por la intendencia y no toleraba transgresión alguna de las consignas. Una estricta higiene reinaba en el campamento, y las comidas eran excelentes.
Estas condiciones de vida, tan buenas como era posible, no hacían olvidar a nadie que, antes o después, se produciría un ataque hicso, de modo que el estado de alerta era permanente. Día y noche, numerosos vigías tenían la misión de avisar al faraón ante el menor signo de peligro.
Gracias a Bribón y a sus palomas mensajeras, Amosis permanecía en contacto con el Bigotudo y el afgano, que seguían animando la resistencia de Menfis. Los hicsos se limitaban a mantener el asedio sin intentar tomar por asalto la parte de la gran ciudad que no dominaban.
Amosis pensaba a menudo en Nefertari, que había permanecido en Tebas para ocuparse de las funciones que antaño ejercía Teti la Pequeña. Con la ayuda de Heray y de Qaris, la gran esposa real tenía que asegurar la prosperidad de las provincias del Alto Egipto, que proporcionaba a los soldados los productos alimenticios indispensables. Cada mañana, la muchacha acudía al templo de Karnak, donde celebraba el despertar de Amón y solicitaba su protección.
El pueblo amaba ya a esa soberana, a la vez simple y plenamente responsable.
—Sin novedad, majestad —le dijo el gobernador Emheb, cuya robusta constitución había prevalecido.
—Respóndeme sin rodeos: ¿podrían coger desprevenida a nuestra vigilancia?
—No veo cómo, majestad. Cualquier sistema es falible, claro está, pero he doblado todos los puestos. Tanto si el enemigo llega por el río como si lo hace por la campiña o el desierto, será descubierto.
—¿Cómo se porta el cretense?
—Respeta su detención domiciliaria.
Amosis había considerado preferible llevarse al comandante Linas a Puerto-de-Kamosis, pero lo había puesto a buen recaudo para que supiera lo menos posible sobre el ejército egipcio. Sin duda, añoraba Tebas, pero ¿no era acaso un huésped muy particular, al que el faraón no tenía por qué mimar?
—¿Por qué no intenta Jannas aniquilarnos? —preguntó Amosis al gobernador Emheb.
—Porque no tiene las manos libres, majestad. O el emperador le ha enviado a sembrar el terror en algún país lejano, o el almirante se encarga de la seguridad del Delta y de la preparación de una ofensiva que lo barra todo a su paso. Jannas ha aprendido, sin duda, la lección de su fracaso.
—¿Y si algunas querellas internas debilitaran a los hicsos? El emperador es viejo; su trono quedará vacante muy pronto.
—¡Mucho me temo que ese anciano maléfico nos enterrará a todos!
Amosis reconoció el aleteo característico de Bribón, que regresaba del oasis de Siua, cerca de Libia.
El jefe del servicio de información egipcio se posó con su habitual precisión. Había alegría en su mirada.
Al leer el mensaje, el rey comprendió por qué estaba feliz Bribón.
—Mi madre ha regresado —anunció al gobernador Emheb—. Ella y su tripulación atravesaron las zonas pantanosas del Delta, tomaron las pistas del desierto y acaban de llegar al oasis.
—La pista está bajo nuestro control —recordó el gobernador, cuyo rostro lucía una amplia sonrisa—, pero de todos modos mandaré algunos hombres al encuentro de la reina.
En cuanto Risueño el Joven y Viento del Norte permitieron al faraón acercarse a la soberana, a la que habían acogido ruidosamente, Ahotep y su hijo se abrazaron.
—¿Os encontráis bien de salud, madre?
—Excelente. Este paseo por el mar me ha permitido descansar tras mi precipitada partida de Creta.
—¡Era, pues, una trampa!
—No exactamente. Minos el Grande había comprendido que los hicsos acabarían invadiendo su país, pero teme su reacción si se alía con Egipto. Le propuse que se pusiera bajo mi protección, como soberana de las lejanas riberas.
—¿Y… aceptó?
—Se retiró a una misteriosa gruta, donde meditan los reyes de Creta cuando necesitan nueva energía. Pero no regresó de ella, y sus sucesores potenciales han comenzado a desgarrarse mutuamente. Sin la ayuda del secretario de Minos, que confía en un entendimiento egipcio-cretense, habría sido su prisionera.
—¡Vuestro regreso es un nuevo milagro!
—La suerte no me ha abandonado aún, Amosis.
—No podemos entonces contar con Creta —se lamentó el faraón.
—La gran isla va a vivir profundos trastornos. ¿Qué saldrá de ello? Si el próximo monarca no acusa al secretario de Minos de alta traición, tal vez le escuche. Para serte sincera, es una mínima esperanza. Sin embargo, mi viaje no habrá sido en vano, pues el rey de Creta me ha comunicado que el almirante Jannas y el gran tesorero Khamudi, los dos hicsos más importantes después del emperador, se odian. Libran ya un combate sin cuartel, sin duda con el objetivo de sustituir al viejo Apofis.
—¡Por eso Jannas no nos ha atacado aún! ¿Y si lo aprovecháramos para intentar recuperar Menfis y adentrarnos en el Delta?
—Ésos son nuestros objetivos, Amosis, pero primero hay que resolver el problema que plantean los carros hicsos.
—Y habéis concebido un nuevo proyecto, ¿no es cierto?
—Antes de que hablemos de ello, convoca al cretense.
Buen comedor y generoso bebedor, reducido a la inactividad, el comandante Linas se había engordado.
—¡Majestad, qué contento estoy de volver a veros! —exclamó saludando a Ahotep—. Me atrevo a creer que me autorizáis a regresar a Creta.
—¿Quién eres?
Linas farfulló.
—Pero si ya lo sabéis, el hijo de Minos el Grande, su hijo menor.
—Él mismo reconoció que habías mentido por orden suya, para que yo abandonara Egipto sin inquietud. Un monarca no habría sacrificado a su hijo, ¿verdad? Tu historia no me convenció, Linas, pero de todos modos partí.
El cretense se arrodilló.
—Obedecí a Minos, majestad, pero de todos modos no soy un cualquiera. Se me considera uno de los mejores marinos cretenses y, en caso de conflicto, mi barco combatirá en primera línea.
—Puedes regresar a tu país —decidió la reina.
—Os lo agradezco, pero… ¿de qué modo?
—Ve a un pequeño puerto controlado por los hicsos y haz que te enrolen en uno de sus navíos mercantes que zarpe hacia Creta. Si tu nuevo rey desea transmitirme un mensaje, que te lo confíe. Te recibiremos de nuevo con benevolencia.
¿Por qué el espía de los hicsos no había impedido a Ahotep ir a Creta? Por dos razones: por un lado, porque esperaba que no llegase a la gran isla —tan grandes eran los peligros del viaje—; por el otro, porque estaba seguro de que Minos el Grande no se atrevería a pactar una alianza con los egipcios. En cambio, ignoraba que Ventosa se había rebelado contra Apofis y había puesto al descubierto secretos de Estado. Durante la ausencia de la reina, no se había perpetrado ningún intento de atentado contra la persona de Amosis. En Tebas, no había habido ningún incidente.
Ni Ahotep ni el faraón conseguían convencerse de que el espía hubiese renunciado a hacer daño.
—¿Se han producido recientemente muertes de oficiales superiores? —preguntó la reina.
—Un viejo general de ingeniería nos ha abandonado, en efecto, pero no tenía el perfil de un secuaz de Apofis.
—¿Acaso no es esta la principal cualidad que Apofis exige de él?
—Lo que significaría que ese monstruo ha muerto y que el emperador carece ya de su informador.
Es solo una hipótesis muy frágil, Amosis, y mejor será olvidarla. Sin embargo, sería recomendable que regresaras a Tebas y llevaras a cabo una profunda investigación sobre ese viejo general. Así tendrás la posibilidad de ver otra vez a Nefertari.
—Seguís leyéndome el pensamiento, madre. Estoy impaciente por conocer vuestro plan para luchar contra los carros hicsos.
—Consiste primero en rememorar nuestras propias técnicas; luego, en utilizar las del adversario.