Ahotep acababa de adormecerse cuando su cama tembló con tanta fuerza que estuvo a punto de caer. Los muebles gimieron, y un jarrón se rompió al caer al suelo. La tranquilidad volvió instantes después; luego, una nueva sacudida, más violenta que la primera, incitó a la reina a levantarse. El techo de su habitación se había agrietado. Afuera, gritaban.
Ahotep intentó salir, pero la puerta había sido cerrada desde el exterior.
—¡Abrid inmediatamente! Una voz turbada le respondió.
—Majestad, las órdenes…
—¡Abrid, o echo la puerta abajo!
El hombre que la liberó no era un guardia ordinario. Secretario particular de Minos el Grande, hablaba, como el rey, un egipcio aceptable.
—¿Soy vuestra prisionera?
—No, en absoluto, pero vuestra seguridad…
—No os burléis de mí; exijo la verdad.
—El rey Minos se ha marchado a la montaña sagrada para recoger el oráculo del toro en la gruta de los misterios. Por lo general, solo va allí cada nueve años. Dada la excepcional pregunta que debe hacer, ha roto la tradición y corre muchos riesgos. A veces, el soberano reinante no vuelve a salir de la gruta y es necesario reemplazarlo. En la corte, muchos piensan que Minos el Grande ha cometido el grave error de invitaros a Cnosos y sufrir esta prueba.
—La mayoría de los dignatarios cretenses son favorables a los hicsos, ¿no es cierto?
—Digamos que temen, y con razón, la cólera del emperador. Vuestra presencia ha convencido a más de uno de que debe cambiar de opinión. Pero quedan irreductibles que podrían resultar peligrosos. En su ausencia, el rey me ha pedido que velara por vos, y creo que la mejor solución consiste en encerraros en vuestra habitación, que será vigilada día y noche.
—¿Dentro de cuánto tiempo regresará a Cnosos Minos el Grande?
—La consulta del oráculo dura nueve días.
—¿Y… si no vuelve?
El secretario pareció molesto.
—Sería una tragedia para Creta. Temo una feroz lucha por el trono y la victoria de un partidario de los hicsos.
—Entonces, no me encerréis. Debo tener libertad de movimientos.
—Como queráis. Pero os ruego que no abandonéis esta ala del palacio, donde todos los guardias son hombres seguros.
—De acuerdo.
—Vuestro alimento y vuestra bebida son probados por mi cocinero. Podéis, pues, comer y beber con toda seguridad. Sabed que deseo vivamente el regreso de Minos el Grande y que vuestros proyectos se concreten.
—¿Son frecuentes esos terremotos?
—Cada vez más en estos dos últimos años. Algunos afirman que revelan la cólera de un volcán cuya serenidad han ofendido los hicsos al matar en sus laderas a unos piratas chipriotas. Las sacudidas son impresionantes, pero no causan grandes daños. El palacio de Cnosos es tan sólido que nada tenéis que temer. —Me gustaría hablar cada día con vos sobre la evolución de la situación.
—Se hará según vuestros deseos, majestad.
Entre los marinos egipcios anclados en el pequeño puerto cretense donde se almacenaban las jarras de aceite, no reinaba el optimismo. Entre ellos y los autóctonos no había contacto alguno. Los soldados les llevaban dos comidas al día y jarras de agua; ni vino ni cerveza.
Les estaba prohibido desembarcar y el único intento del capitán había concluido al pie de la pasarela. Amenazado por las lanzas, había tenido que desandar el camino.
—Nunca nos entenderemos con esa gente —afirmó el segundo.
—En el pasado, antes de la invasión de los hicsos, comerciábamos con ellos —recordó el capitán.
—Hoy son enemigos.
—Tal vez la reina Ahotep consiga convertirlos en aliados. No sería su primer milagro.
—No sueñes, capitán. Creta es un vasallo del emperador y seguirá siéndolo. De lo contrario, el almirante Jannas la transformará en un desierto.
—Déjame soñar de todos modos.
—¡Más valdría admitir la realidad! Hace diez días que estamos inmovilizados aquí y no tenemos noticia alguna de la reina. ¡Abre los ojos, capitán!
—Explícate.
—Ahotep está muerta o encarcelada. Muy pronto los cretenses subirán a bordo y nos pasarán a cuchillo. Hay que partir enseguida.
—¿Y las amarras?
—Tenemos dos buenos nadadores que las cortarán durante la noche. Al amanecer, levamos anclas y salimos del puerto remando.
—¡Los arqueros dispararán contra nosotros!
—Les molestará la luz del levante. Y responderemos.
—Los barcos cretenses nos perseguirán.
—No es tan seguro. Saben que somos inexpertos en el mar y contarán con que naufraguemos. Además, somos más rápidos que ellos. Con las cartas y un poco de suerte, regresaremos a Egipto.
—¡No debo abandonar a la reina Ahotep!
—Su suerte está echada, capitán. Salva al menos a tu tripulación.
La reflexión fue amarga, pero era imposible escapar a la conclusión.
—De acuerdo, segundo. Prepara los hombres. Partiremos al alba.
Diez días.
Minos no había regresado de la gruta del oráculo, y eso significaba que el rey de Creta había muerto y que la guerra de sucesión acababa de iniciarse. Ahotep sería uno de los envites de esa encarnizada batalla. O el nuevo soberano la ejecutaría y haría desaparecer su cuerpo, o la pondría en manos de Apofis. Por lo que había sabido por boca del secretario de Minos, todos los pretendientes estaban convencidos de que la reina de Egipto representaba un peligro que había que eliminar.
Si no conseguía abandonar el palacio en las próximas horas, Ahotep no volvería a ver su país. Pero el ala donde se alojaba estaba entonces vigilada por nuevos soldados, que no la dejarían pasar.
¿Cómo huir, salvo tomando las ropas de una sierva e intentando eclipsarse con las demás criadas? Luego, habría que salir de la capital y recorrer la distancia que la separaba del puerto. Pero ¿estaba allí, aún, su barco?
Ahotep olvidó los obstáculos que hacían imposible su evasión.
En cuanto la camarera entrara para cambiar las sábanas, la dejaría sin sentido.
Llamaron a la puerta.
—Soy yo —murmuró el secretario de Minos el Grande—. Abrid pronto.
¿No iría el hombre acompañado por una nube de soldados? Esa vez, no tenía salida.
Ahotep abrió. El secretario estaba solo.
—Sin duda, Minos el Grande ha muerto en la gruta misteriosa —admitió—. Los sacerdotes exigen un plazo antes de hablar de sucesión. Es vuestra única oportunidad de huir, majestad. Subid a mi carro; os acompañaré hasta el puerto.
—¿Por qué corréis semejante riesgo?
—Porque creo en una alianza entre Egipto y Creta. Tanto para mi país como para el vuestro, no existe otro medio de escapar a la tiranía de los hicsos. Es la posición que defenderé en la corte ante el nuevo soberano, aunque sin esperanza de ser escuchado.
El carro tomó la carretera que llevaba al puerto. La reina esperaba, de un instante a otro, ser detenida por una patrulla. Gracias a las intervenciones del secretario de Minos el Grande, ningún puesto de guardia controló el vehículo.
El navío egipcio estaba aún en el muelle. Unos veinte infantes impedían el acceso.
—Habéis recibido la orden de no dejar bajar a nadie —recordó el secretario a un oficial—. La reina Ahotep, en cambio, sube a bordo.
Ante tal evidencia, el oficial se apartó.
Con los nervios tensos al máximo, como los demás miembros de la tripulación, el capitán no se atrevió a manifestar su júbilo.
—Estábamos convencidos de que no volveríamos a veros nunca, majestad, y estábamos dispuestos a partir.
—Habríais hecho bien. Levad el ancla, cortad las amarras e izad las velas. Si los arqueros cretenses tiran, responderemos. Mientras los egipcios ejecutaban con mucha rapidez las maniobras, el secretario del rey discutía fuertemente con el oficial para impedirle que iniciara las hostilidades. Consiguió convencerle de que Minos el Grande deseaba la partida de la reina Ahotep, cuya estancia en Creta debía seguir siendo un secreto de Estado.
Expuesto a los complejos argumentos, que no tenía tiempo de exponer a un superior, el oficial vio maniobrar el barco egipcio, que, beneficiándose de un fuerte viento de popa, se alejó muy pronto de la costa cretense.