30

Lo siento —dijo el jefe de la guardia—. El emperador está enfermo y no recibirá a nadie hoy.

—¿Ni siquiera a mí? —se sorprendió Khamudi.

—Mis órdenes son estrictas, gran tesorero. Nadie.

Era la primera vez que Khamudi se veía rechazado así. El almirante Jannas tampoco era admitido, ciertamente, ante el emperador, pero la privilegiada posición del gran tesorero acababa de desaparecer.

Inquieto, Khamudi interrogó a sus fieles para saber cuánto tiempo había durado la entrevista entre Apofis y Jannas: ¡más de una hora! Por lo general, el emperador daba órdenes breves. Esa vez había habido una discusión.

Por su parte, el almirante se hallaba en el cuartel principal de Avaris, rodeado de todos los oficiales superiores. Dicho de otro modo, había reunido al Estado Mayor sin invitar al gran tesorero. Al borde del ataque de nervios, Khamudi regresó a su casa.

—¿De regreso ya? —dijo Yima con un arrumaco—. ¡Es por mí, claro! Ven, querido, voy a…

—Corremos peligro. Yima palideció.

—¿Quién…, quién nos amenaza?

—Estoy convencido de que Jannas ha pedido plenos poderes al emperador.

—¡Forzosamente Apofis se los ha negado!

—Me temo que no. No quiere recibirme, mientras que el almirante desvela sus planes a los generales.

—¿Y no puedes ser informado?

—Lo seré, pero demasiado tarde. Y creo saber de qué se trata; la guerra total, tanto en Egipto como en Asia, con la utilización de todas nuestras fuerzas. Ante esa perspectiva, mi papel se verá reducido al mínimo, o seré eliminado por haber contrariado los proyectos del almirante. Muy pronto sus esbirros vendrán a detenernos.

—¡Huyamos inmediatamente!

—Es inútil. Jannas habrá dispuesto, sin duda, a sus hombres las salidas de Avaris. ¿Y adónde iríamos?

—¡Tienes que forzar la puerta del emperador!

—Imposible.

—Pero entonces… ¿qué vamos a hacer?

—Combatir con nuestras armas. ¿Has convencido a Tany que el almirante Jannas, incapaz de defender Avaris, es el responsable de su enfermedad?

—Sí, sí.

—Ve a verla y explícale que ese loco piensa hacer la guerra en todos los frentes al mismo tiempo y que solo dejará la guardia imperial en la capital. Si los egipcios vuelven, no les costará ningún trabajo tomar la ciudadela. Tany será capturada y torturada.

Sin perder tiempo en maquillarse de nuevo y cambiarse de vestido, Yima corrió a ver a la esposa del emperador.

Los generales habían aprobado sin reservas la estrategia defendida por Jannas. Los rebeldes, tanto asiáticos como egipcios, no podían seguir burlándose así del Imperio hicso. Había que golpear con fuerza y aniquilarlos para demostrar que el ejército del emperador nada había perdido de su eficacia. Incluso los oficiales sobornados por Khamudi se habían unido a la causa del almirante.

En cuanto al gran tesorero, sería detenido en los próximos días, y enviado luego a uno de los campos de concentración de los que tan orgulloso estaba.

Mientras reflexionaba en el ineluctable encadenamiento de acontecimientos, Jannas permanecía pensativo. Ciertamente, seguía siendo el único comandante en jefe de los regimientos hicsos, pero sin el explícito asentimiento de Apofis. Como soldado que siempre le había obedecido, esa ambigüedad lo contrariaba. Deseaba obtener plenos poderes sin equívoco alguno y asediaría los aposentos de Apofis hasta obtener una declaración oficial. El emperador sabía muy bien que no podía negársela.

Suponiendo que ese anciano se negara a admitir la realidad y condenar así el Imperio hicso a desaparecer, Jannas debía salvarlo. Si Apofis se obstinaba, el almirante tendría que librarse de él. Su ayuda de campo interrumpió el turbio curso de sus pensamientos.

—¡Almirante, un enorme escándalo! Se afirma que habéis mandado decapitar a vuestros criados para ofrecer sus cadáveres al templo de Set, antes de partir en campaña.

—¡Es delirante!

—El gran tesorero Khamudi ha lanzado contra vos una acusación de asesinato.

—Vayamos inmediatamente a mi villa para acabar con esas acusaciones.

Acompañado por sus guardias de corps, Jannas se dirigió rápidamente hacia su domicilio oficial.

El centinela encargado de vigilar la entrada había desaparecido. De acuerdo con las órdenes del emperador, un espacio arenoso sustituía al jardín, más reblandecido.

—Dispersaos en torno a la casa —ordenó Jannas a sus hombres. El ayuda de campo permaneció junto al almirante.

La puerta principal estaba abierta de par en par.

El almirante llamó a su intendente, pero no obtuvo respuesta. Degollado, el siervo yacía en el vestíbulo de entrada. El charco de sangre estaba aún caliente.

—Los asesinos acaban de marcharse —advirtió el ayuda de campo.

Autor de muchas matanzas, Jannas parecía perdido. Jamás había pensado que podrían emprenderla con él en su propia morada y atacar su casa.

Con pasos inseguros, el almirante atravesó el vestíbulo para entrar en la sala de recepción.

En una silla, en una posición grotesca, estaba el cuerpo de su camarera. A los pies, la cabeza cortada. Cerca de ella, se encontraban los cadáveres desnudos de la cocinera y el jardinero, cuya ensangrentada cabeza descansaba sobre su vientre.

El ayuda de campo vomitó.

Atónito, Jannas entró lentamente en su despacho.

El secretario había sido asesinado a hachazos, y su cabeza reposaba en un anaquel.

—Seguiré explorando esta carnicería —dijo Jannas a su ayuda de campo—. Tú ve a ver si mis hombres han descubierto a alguien; de lo contrario, que se reúnan conmigo.

En la habitación del almirante, las tres últimas siervas habían sido también decapitadas. El lecho, las sillas y los muros estaban manchados de sangre.

Ningún miembro de su servidumbre había sido respetado. Jannas tomó un jarrón lleno de agua fresca y lo vertió sobre su rostro.

Luego, salió de la casa y llamó a su ayuda de campo. Sorprendido al no recibir respuesta, tropezó con el cuerpo de uno de sus guardias, que tenía una flecha clavada en la nuca. A unos diez pasos, el ayuda de campo aparecía muerto del mismo modo. Algo más lejos, divisó otros guardias. Petrificado, Jannas comprendió que debía huir.

Dos enormes manos le apretaron el cuello. Con un codazo, golpeó el vientre del adversario para liberarse, pero Dama Aberia encajó el golpe sin pestañear.

—Nadie es más fuerte que el emperador —le dijo estrangulándolo salvajemente—. Te has atrevido a desafiarlo, Jannas, y esta insolencia merece la muerte.

El almirante se debatió con sus últimas energías, sin lograr que la asesina soltara su presa.

Con la laringe rota, murió maldiciendo a Apofis.

—Ya está —anunció Dama Aberia al gran tesorero, rodeado de los piratas chipriotas que habían acabado con el personal y los guardias de Jannas.

—Destrípalo con una hoz. Oficialmente, el jardinero lo habrá asesinado para robarle.