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Los capitanes de los navíos de guerra cretenses se disponían a clavar sus espolones en el barco enemigo y a dar a sus arqueros la orden de disparar, pero la aparición de Ahotep los dejó estupefactos.

Con su diadema de oro y su larga túnica roja, tenía el aspecto de una reina. ¿Se trataba acaso de aquella egipcia de la que los narradores afirmaban que había rechazado a los hicsos? Ninguno de los marinos que componían su tripulación tenía una actitud agresiva. Y uno de los capitanes reconoció a los dos cretenses que estaban haciendo grandes señales.

La maniobra de ataque se interrumpió de inmediato y se limitaron a conducir la embarcación egipcia hasta el puerto.

Los dos cretenses fueron los primeros en pisar de nuevo el suelo de su patria. Explicaron a un oficial que regresaban de una misión y que la reina Ahotep pedía audiencia a Minos el Grande.

Tras una tormentosa discusión, el tono bajó. Ninguno de los miembros de la tripulación estaba autorizado a desembarcar, y el barco permanecería amarrado, bajo vigilancia, en el pequeño puerto, donde unos barcos mercantes descargaban jarras de aceite. La reina fue invitada a subir a un carro tirado por bueyes.

—Esperad un momento —ordenó.

Ahotep se entrevistó con el capitán egipcio para pedirle que no intentara nada y que esperara su regreso. Luego, se dirigió a los dos cretenses a los que había llevado a su país.

—Exijo que garanticéis la seguridad de mis marinos y que me aseguréis que serán bien tratados y correctamente alimentados durante mi ausencia. De lo contrario, me marcharé de inmediato.

Una breve discusión entre cretenses acabó de un modo positivo, dando tiempo a la reina para examinar las macizas ruedas del carro. Egipto las había fabricado desde la primera dinastía, especialmente para hacer que avanzaran por terreno duro las torres militares destinadas a atacar los bastiones libios. Pero la técnica se había revelado inútil en los terrenos arenosos y, para el transporte de materiales, de hombres o de animales, la navegación por el Nilo era inigualable. La invasión de los hicsos, sin embargo, demostraba que los egipcios habían hecho mal olvidando la rueda. La reina concibió un nuevo proyecto que llevaría a la práctica en cuanto regresara, suponiendo que Minos el Grande no la hiciera prisionera.

Cómodamente instalada, Ahotep descubrió Creta. Bosques de pinos y encinas adornaban una sucesión de colinas. La carretera que llevaba del puerto a la capital, Cnosos, estaba flanqueada por puestos de guardia y pequeños albergues.

Tras haber atravesado un viaducto de terraplén enarenado, Ahotep contempló el otero que dominaba el valle de Kairatos, donde crecían los cipreses. A lo lejos, el monte Louktas. ¡Qué diferente era, del suyo, este país y cómo añoraba Egipto!

La ciudad de Cnosos estaba abierta. No había ni fortificaciones ni muralla, solo callejas comerciales con talleres y tiendas. Numerosos curiosos salieron de sus casas para admirar a la hermosa extranjera, que les sonrió dirigiéndoles amistosos gestos. Muy pronto, la atmósfera se relajó; mujeres y niños quisieron tocar a esa reina llegada de otro mundo y cuya leyenda afirmaba que traía suerte.

Desbordada, la policía intentó hacer frente a los manifestantes. Ahotep bajó del carro y se interpuso. De inmediato, se hizo la calma, aunque muy pronto quedó reemplazada por las aclamaciones de una bonchona muchedumbre, que adoptó a aquella mujer, tan hermosa y cálida.

Y a pie, coronada de lirios y acompañada por risueños niños, la Reina Libertad hizo su entrada en el palacio real de Cnosos, cuyos guardias no se atrevieron a intervenir.

El imponente edificio se albergaba tras unas gruesas murallas. Desde el río, se distinguían terrazas escalonadas que ocultaban un vasto patio de unos sesenta metros de largo y unos treinta de ancho. Cada uno de los costados del cuadrilátero estaba orientado hacia un punto cardinal. En ese espacio interior, de estancia agradable durante la época calurosa, se abrían ventanas oblongas con cruceros pintados de rojo.

Un oficial precedió a la reina por un pasillo de muros adornados con hachas y cabezas de toro.

La sala del trono era menos austera. Con una paleta de colores de notable refinamiento, los pintores habían creado admirables escenas, que representaban recolectores de azafrán, muchachas de cuerpo arrobador que llevaban preciosos cuencos, gatos, grullas, perdices, delfines y peces voladores. Espirales y palmetas decoraban los techos.

No faltaba ni un solo dignatario de la corte de Cnosos, y las miradas convergieron hacia Ahotep.

Imberbes, vistiendo cortos taparrabos multicolores y cruzados, los hombres mostraban un peinado especialmente cuidado: largos mechones ondulados se alternaban con mechas rizadas, más cortas, y otras en espiral que caían sobre la frente. Algunos calzaban botines de cuero, otros llevaban altos calcetines.

Las mujeres rivalizaban en elegancia y vestían, ostensiblemente, a la última moda. Faldas largas, cortas o con volantes multicolores, corpiños transparentes, joyas de oro, collares de ágata o de cornalina revelaban la afición de los cretenses por el lujo.

Pero Ahotep las eclipsaba a todas, pese a haber optado por la sencillez, con su tradicional diadema de oro y una túnica de lino de inmaculada blancura. Un ligero maquillaje ponía de relieve la perfección de sus rasgos.

Miraba fijamente el trono de yeso, con alto respaldo, enmarcado por dos grifos, en el que se sentaba un anciano barbudo e imponente. En su mano derecha, llevaba un cetro; en la izquierda, un hacha doble, símbolo del rayo que utilizaba contra sus enemigos.

—Majestad, el faraón Amosis os presenta sus deseos de buena salud, para vos y para Creta.

Minos el Grande evaluaba a Ahotep.

Así pues, efectivamente, existía y estaba allí, en su palacio, sola y sin ejército, a su merced. Podía hacerla detener y enviarla al emperador, o ejecutarla personalmente y mandar su cabeza a Apofis.

La decisión del rey de Creta dejó estupefacta a la corte.

—Venid a sentaros a mi diestra, reina de Egipto.

Desde su viudez, a Minos el Grande las mujeres no le interesaban. Rendir semejante homenaje a una soberana extranjera nada tenía, ciertamente, de protocolario. Y los encargados del protocolo quedaron escandalizados. Pero cuando Ahotep se instaló en un trono de madera dorada adornado con figuras geométricas, olvidaron sus críticas.

—¿Es este palacio digno del de Tebas?

—Es mucho más vasto, mejor construido y mejor decorado.

—Y sin embargo, los egipcios tienen fama de ser unos inigualables constructores —se extrañó el rey.

—Nuestros antepasados lo eran; comparados con ellos, solo somos enanos. Pero estamos en guerra y solo cuenta la liberación de nuestro país. Si el destino nos es favorable, será preciso reconstruirlo todo, y tomaremos, entonces, ejemplo de nuestros predecesores. Que la desgracia que ha caído sobre Egipto respete Creta.

Por tan sencilla declaración, Minos el Grande, vasallo del emperador de los hicsos, debería haber encarcelado a la provocadora:

—¿Qué os parece mi corte? —le preguntó.

—Brillante y refinada. Y no veo ningún hicso.

Según la mayoría de los dignatarios cretenses, la reina Ahotep se pasaba de la raya. Minos el Grande no pareció inmutarse.

—¿No ha sido demasiado duro vuestro viaje?

—Por fortuna, el mar se ha mostrado tranquilo.

—A mi pueblo le gusta la música, la danza y los juegos. Por eso os invito, sin más dilación, a una comida de fiesta en vuestro honor.

El rey se levantó, y Ahotep le imitó. Uno junto al otro, ambos soberanos abandonaron la sala del trono para dirigirse a un jardín, donde se habían puesto mesas floridas y llenas de vituallas.