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Los cinco hombres habían desembarcado en un lugar desierto de la costa egipcia de donde su barco se había alejado enseguida. Luego, en vez de tomar el camino de Sais, se habían alejado de la franja verde del Delta para adentrarse en el desierto. Provistos de mapas aproximados que indicaban cierto número de aguadas, esperaban evitar cualquier enfrentamiento a lo largo del trayecto que les llevaría hasta la provincia de Tebas.

Varias veces estuvieron a punto de ser interceptados por patrullas de los hicsos, por nómadas o por caravanas. A mitad de camino de su objetivo, temieron morir de sed, pues uno de los pozos anunciados estaba seco. Tuvieron que acercarse a la zona de los cultivos y robar fruta y odres de agua en una granja.

Dos de ellos no sobrevivieron. El primero se derrumbó, agotado; el segundo sucumbió a la mordedura de una cobra. Si los tres últimos no hubieran sido infantes bien entrenados, acostumbrados a moverse en un medio hostil, no habrían logrado superar una prueba que no imaginaban tan dura.

A menos de una hora de marcha de la base militar de Tebas, se toparon con los guardias egipcios.

Ya sin fuerzas, enflaquecidos, cayeron de rodillas en la arena.

—Venimos de la isla de Creta —declaró uno de ellos— y somos portadores de un mensaje para la reina Ahotep.

El canciller Neshi había interrogado por separado a los tres hombres que decían ser enviados de Minos el Grande. Como sus relatos concordaban, aceptó su petición.

Lavados, afeitados, alimentados, vistiendo taparrabos nuevos y custodiados por varios soldados, fueron introducidos en una pequeña sala del palacio de Tebas, donde la reina y el faraón Amosis estudiaban un informe de Heray sobre los servicios de intendencia del ejército.

—Soy el comandante Linas —declaró un barbudo de rostro cuadrado— y solo hablaré con la reina de Egipto.

—Tú y tus dos compañeros, inclinaos ante el faraón —ordenó Ahotep.

Su autoridad era tal que los tres cretenses obedecieron.

—¿Por qué tan largo viaje? —preguntó ella.

—Majestad, el mensaje del rey de Creta es estrictamente confidencial y…

—Mis guardias acompañarán a tus amigos a su habitación. Tú te quedas. El faraón y yo te escuchamos.

Linas, que estaba acostumbrado a mandar, comprendió que más valía no disgustar a aquella mujer.

—Minos el Grande me ha encargado que os invite a ir a Creta, majestad. Desea hablar con vos de proyectos tan importantes para vuestro país como para el nuestro.

—¿Qué proyectos?

—Lo ignoro.

—¿No eres portador de documento escrito alguno?

—Ninguno, majestad.

—¿Y por qué voy a entregarme a uno de los principales aliados de los hicsos?

—Dadas las leyes de hospitalidad que rigen en Creta, no corréis peligro alguno. En nuestro país, un huésped es sagrado. Minos el Grande os reservará una acogida digna de vuestro rango y, sea cual fuere el resultado de la entrevista, partiréis libre e indemne.

—¿Cómo puedes garantizarlo tú?

—No soy solo comandante del ejército cretense, sino también el hijo menor de Minos el Grande. Naturalmente, permaneceré en Tebas hasta que regreséis.

El canciller Neshi, el ministro de Economía Heray y el intendente Qaris compartían la misma opinión: aquella invitación era una burda trampa tendida por el emperador para atraer a la reina Ahotep a territorio enemigo y apoderarse de ella. La única respuesta posible consistía en enviar de nuevo a Creta al hijo de Minos el Grande y sus acólitos.

—¿Y si el soberano de la gran isla fuera sincero? —se preguntó la reina—. Creta no soporta de buen grado el dominio hicso. Su pueblo es orgulloso, y su cultura, rica y ancestral. Sus relaciones con Egipto siempre fueron excelentes, pues los faraones, a diferencia de Apofis, no intentaron colonizarla.

—Es cierto, majestad —intervino Neshi—, pero la situación actual…

—Precisamente esta situación no es, en absoluto, favorable a Creta. Supongamos que Minos el Grande teme ser atacado y depuesto. Supongamos que sospecha que Apofis quiere devastar su isla. ¿Qué otra solución le queda sino una alianza contra los hicsos? Pese a sus innumerables tentativas de desinformación, Apofis no ha conseguido ocultar nuestra lucha. El eco de nuestros éxitos, por mínimo que sea, ha llegado a Cnosos. Hoy, Minos el Grande sabe que los hicsos no son ya invencibles. Si Creta se rebela, otros países sometidos la imitarán, y el Imperio se desintegrará desde el interior. El destino nos ofrece una inesperada oportunidad que debemos aprovechar.

El razonamiento de Ahotep era seductor. Pero el viejo intendente Qans se negó a entusiasmarse.

—Si Minos el Grande es un monarca inteligente y astuto, habrá deseado este análisis, y la trampa estaría así mejor tendida. Veo aquí una nueva marca de la perversidad de Apofis. Puesto que no consigue suprimiros, utiliza los servicios de un fiel vasallo con el cebo de una loca esperanza.

—Lá voz de Qaris es la de la razón —aprobó Heray.

—Desde el momento en que decidí luchar contra los hicsos —recordó la reina—, nunca la he escuchado. Y todos sabéis que no ganaremos esta guerra sin correr riesgos. Esta invitación es la señal que esperaba.

Qans se volvió hacia Amosis.

—¿Puedo solicitar al faraón que persuada a la reina de que renuncie?

—Si vos desaparecéis, madre —declaró el rey con gravedad—, ¿qué será de nosotros?

—Has sido ritualmente coronado y reinas en Egipto, Amosis. Al principio, te dirigirás a Puerto-de-Kamosis, nuestra base militar más avanzada, y seguirás apoyando la resistencia de Menfis, de modo que solo el Delta sea aún territorio seguro para los hicsos. Y aguardarás los resultados de mi entrevista con Minos el Grande, al mismo tiempo que ordenas la construcción de nuevos barcos. Si he caído en una trampa, Apofis no dejará de alardear de ello, y entonces tendrás que enfrentarte con él. Si, por el contrario, el rey de Creta acepta ser nuestro aliado, estaremos en posición predominante.

—¿Debo comprender, madre, que vuestra decisión está tomada?

Ahotep mostró aquella sonrisa que hechizaba a los más empecinados contestatarios.

—La he tomado porque te sé capaz de gobernar, Amosis. Amosis sabía, por su parte, que la desaparición de la Reina Libertad sería mucho peor que un revés militar. Pero nadie convencería a Ahotep para que cambiase de opinión.

—Siempre he aprobado vuestras iniciativas, majestad —recordó el canciller Neshi—, pero debéis renunciar a esta por la simple razón de que dirigiros a Creta es imposible. En efecto, tendríais que atravesar el Egipto Medio, luego el Delta, por completo en manos de los hicsos, y por fin encontrar un barco con una tripulación experta.

Existe otro itinerario; el que han tomado los tres cretenses para llegar hasta nosotros.

—Las pistas del desierto… ¡Un trayecto agotador y peligroso! —La expedición incluirá marinos egipcios y los dos compañeros del hijo de Minos el Grande, que nos proporcionarán excelentes indicaciones. Por lo que al barco se refiere, lo transportaremos desmontado y lo ensamblaremos en el lugar de la costa desde donde zarparemos.

—Majestad, este proyecto…, este proyecto…

—Lo sé, canciller: es irracional. ¡Pero imagínate si tiene éxito! El único detalle que contrariaba a Ahotep era que el espía del emperador estuviese informado y pusiera un fin prematuro a su viaje, provocando la intervención de los hicsos.