Nunca el dispositivo de seguridad que rodeaba la fortaleza de Avaris había sido tan espectacular. Con ocasión de la ceremonia de entrega de los tributos y en ausencia de Jannas, el gran tesorero Khamudi quería prevenir cualquier incidente. Torres y murallas estaban llenas de arqueros que permanecían alerta, y los piratas que formaban la guardia personal del emperador tenían la orden de detener y eliminar a cualquier personaje sospechoso.
En un ambiente opresivo, los embajadores de los países sometidos a los hicsos y los portadores de sus regalos fueron autorizados a cruzar la puerta principal del recinto y, bien escoltados, a penetrar en la sala de audiencia del palacio de Apofis.
Sentado en su trono de pino, enmarcado por dos grifos, el emperador degustó el espanto de sus huéspedes, que no se atrevían a levantar los ojos hacia el tirano, envuelto en un amplio manto marrón. Incluso la belleza de los frescos de estilo cretense tenía un aspecto inquietante, como si los toros fueran a lanzarse contra los visitantes.
Tanto en verano como en invierno, el lugar era gélido. De la persona del emperador se desprendía una frialdad que impedía que la menor pizca de calor suavizara el lugar.
Los embajadores y los miembros de su séquito se prosternaron largo rato ante Apofis. Apreciaba ese momento, en el que se afirmaba su omnipotencia sobre el más vasto Imperio que el mundo hubiera conocido. Con la mano derecha, acarició la empuñadura de oro de su daga, con la que podía infligir la muerte a quien quisiera y cuando lo quisiera. Por olvidar ese aspecto del verdadero poder, habían sido vencidos los faraones.
Con un gesto desdeñoso, Apofis ordenó a los representantes de sus vasallos que se levantaran.
—Algunos bárbaros de Anatolia han intentado rebelarse —declaró con su voz ronca que hizo temblar a la concurrencia—. He encargado al almirante Jannas que los extermine. Cualquiera que les preste ayuda, de la manera que sea, sufrirá la misma suerte. Ahora, consiento en recibir vuestro homenaje.
Al pie del trono, se amontonaron lingotes de oro y de plata, paños, preciosos jarrones de elegantes formas, botes de ungüentos… Pero el feo rostro de Apofis no se suavizaba, y la atmósfera seguía crispada.
El embajador de Creta fue el último en depositar sus presentes: anillos de oro, copas de plata y unos jarros de cabeza de león.
—¡Basta! —se encolerizó el emperador—. ¡Tus tributos son más ridículos aún que los de tus predecesores! Pero ¿sabéis de quién os estáis burlando?
—Señor —intervino el embajador del Líbano—, hemos hecho el máximo posible. Debéis comprender que los rumores de guerra son muy nefastos para el comercio. Y, además, los largos períodos de mal tiempo han impedido a nuestros barcos hacerse a la mar. El tráfico de mercancías ha sido menos importante que de costumbre, y nos hemos empobrecido.
—Comprendo, comprendo… Acércate. El libanés hizo amago de retroceder.
—¿Yo, señor?
—Puesto que me has dado explicaciones, mereces una recompensa. Acércate a mi trono.
Temblando, el diplomático lo hizo.
De los ojos de los grifos brotaron unas llamas tan intensas como breves.
Con el rostro abrasado, el libanés lanzó chillidos de dolor y se revolcó en la masa de los regalos en un intento de apagar el fuego que le devoraba.
Muda de terror, la concurrencia le vio agonizar.
—He aquí el castigo reservado a quien se atreva a faltarme al respeto —precisó el emperador—. Tú, embajador de Creta, ¿qué tienes que declarar?
De edad avanzada y enfermo, el diplomático consiguió contener su miedo.
—No podíamos ofrecer más, señor. Nuestra isla ha sufrido numerosas lluvias y vientos violentos que han destruido la mayor parte de nuestras cosechas. Además, la muerte accidental de nuestros mejores artesanos en un incendio desorganizó nuestros talleres. En cuanto la situación vuelva a ser normal, el rey Minos el Grande os hará llegar otros tributos.
Por unos instantes, los dignatarios hicsos creyeron que esas explicaciones habían apaciguado el frío furor del emperador.
—Tú y los otros —prosiguió, entonces— os estáis burlando de mí. El miserable aspecto de estos desechos prueba que os negáis a pagar el impuesto y que os rebeláis. Mañana mismo, unos regimientos saldrán hacia las provincias de mi Imperio, y los responsables de este acto de insumisión serán ejecutados. Por lo que a vosotros se refiere, ridículos embajadores, os concedo un final a vuestra medida.
Con la gran hacha que manejaba tan bien como un leñador, Dama Aberia había cortado la cabeza a todos los portadores de regalos. Con los dos nubios y los tres sirios que habían intentado huir, empujando a los guardias, se había divertido cortándoles los pies antes de estrangularlos.
Los festejos no habían terminado; como los demás dignatarios hicsos, Dama Aberia iba a asistir al gran juego concebido por Apofis.
Ante la ciudadela se había trazado un rectángulo. En su interior se alternaban doce casillas blancas y doce casillas negras. Con las manos atadas a la espalda, los veinticuatro embajadores que representaban las provincias del Imperio fueron conducidos por los policías.
—Vamos a desataros —anunció Apofis, sentado en una silla de mano que dominaba el tablero— y os daremos armas. Doce de vosotros formaréis un ejército; los otros doce, su adversario.
Atónitos, los diplomáticos se plegaron a las consignas de Apofis.
—¿Contra quién voy a jugar yo?… Contra ti, mi fiel Khamudi.
El gran tesorero habría prescindido, de buena gana, de ese favor. Solo una estrategia era posible: dejar que el emperador ganara.
—Haced exactamente lo que ordeno y respetad las reglas de este juego —advirtió Apofis—; de lo contrario, los arqueros acabarán con vosotros. Ahora, sois solo peones que Khamudi y yo moveremos.
Del de más edad al más joven, los diplomáticos se estremecieron.
—Iraní, avanza una casilla en línea recta —exigió Apofis. Khamudi le opuso al nubio, armado con una lanza, como su adversario.
—Que el iraní intente eliminar al nubio —decidió el emperador.
Aterrorizados, los dos embajadores se contemplaban.
—Luchad. Que el vencedor saque del juego el cadáver del vencido y ocupe su lugar.
El iraní hirió al nubio en el brazo. Éste soltó su arma.
—¡Está vencido, señor!
—Mátalo o muere.
La lanza cayó una vez, dos, diez… Luego, el iraní arrastró el cuerpo ensangrentado fuera del rectángulo y se puso a la cabeza de los peones de Apofis.
—Te toca a ti, Khamudi.
Si se dejaba ganar con demasiada facilidad, el gran tesorero corría el riesgo de disgustar al emperador.
—Que el sirio ataque al iraní —anunció.
El iraní intentó huir, pero los arqueros lo clavaron al suelo, disparando flechas a sus piernas. Y el sirio le aplastó la cabeza con su maza.
—No olvidéis que los vencedores salvarán la vida —añadió Apofis.
A partir de entonces, los que hacían de peones se mataron entre sí, en duelos rápidos y encarnizados.
Khamudi maniobraba bien, haciendo apasionante la partida. Vencedor, Apofis ya solo disponía de un peón, el viejo embajador cretense. Atónito, sin comprender de dónde sacaba tanta energía, apretaba la daga ensangrentada con la que había matado a tres de sus colegas.
—Como soldado victorioso, has salvado tu vida —decretó el emperador.
El cretense soltó su arma y salió titubeante del juego.
—Pero como traidor —añadió el señor de los hicsos—, debes ser castigado. Encárgate de él, Dama Aberia.