Tocado con su gorro a rayas, Jannas compareció ante el emperador, cuya tez era de una inquietante palidez.
—Exijo la verdad, almirante.
—La mitad de mi flota ha sido destruida en Puerto-de-Kamosis, pero nuestros carros están intactos y he infligido severas pérdidas al enemigo. Sin embargo, es previsible un contraataque, de modo que soy favorable a la aniquilación de Menfis.
—Hay algo más urgente, almirante. La resistencia de esa maldita ciudad suscita emulaciones. Varias ciudades del Delta se agitan contra nuestras milicias. Intervén de inmediato.
A la salida de la fortaleza de Avaris, Jannas se cruzó con un irritado Khamudi. Rodeados por sus guardias de corps, ambos hombres se desafiaron con la mirada.
—Vuestra campaña no ha sido muy brillante, almirante. Teníais que aplastar a las tropas egipcias, pero la reina Ahotep sigue viva.
—¿Por qué no enviasteis refuerzos a mi subordinado que sitia Menfis?
—Porque el emperador no quiso.
—¿Realmente le hablasteis de ello?
—¡No os permito que pongáis en duda mi palabra, almirante!
—Vos nunca habéis tenido palabra, Khamudi. Hoy está en cuestión la propia seguridad del Imperio, y yo debo garantizarla. No os crucéis en mi camino, de lo contrario…
—De lo contrario, ¿qué?
Desdeñoso, Jannas siguió adelante.
—Habéis obtenido una magnífica victoria, majestad —dijo el almirante Lunar a la reina Ahotep—. Lástima que Jannas no haya ordenado el desembarco de sus carros, que habrían caído en los fosos abiertos en las riberas.
—Victoria es un término excesivo —dijo la reina ante su consejo de guerra—. Hemos perdido muchos marinos y muchos barcos, y Jannas está indemne.
—Esta vez, majestad —observó el gobernador Emheb—, el enemigo no ha sufrido solo unos arañazos. Habéis obligado a retroceder a Jannas en persona. ¿Quién podría haber imaginado semejante resultado cuando empezamos a combatir?
—Las últimas noticias que llegan del Delta no son malas —añadió el almirante Lunar—. Una parte de Menfis resiste el asedio de los hicsos y varias ciudades más están dispuestas a levantarse.
—¡Demasiado pronto, demasiado pronto! —consideró el Bigotudo—. ¡El emperador hará que acaben con los resistentes!
—¿Y no podemos, al menos, ayudar a Menfis? —sugirió el afgano.
—Es indispensable —afirmó la reina—. Proporcionaremos alimento y armas a los menfitas para conseguir allí la fijación de un nuevo absceso.
—Es nuestra especialidad —dijo el afgano—. Con el Bigotudo, movilizaremos todas las organizaciones de resistencia y pudriremos la vida de los asaltantes. A partir de ahora, no pasarán ni una sola noche tranquila. Sus alimentos y su agua serán envenenados, sus patrullas atacadas, sus centinelas ejecutados.
Primero, algunos muchachos temerarios mataron a dos policías hicsos que querían meterlos en prisión. Luego, unas mujeres se unieron a ellos para luchar contra los milicianos encargados de deportarlos a Tjaru. Finalmente, la población de los arrabales de Bubastis, armada con hachas y hoces, se arrojó sobre el cuartel, donde los ocupantes fueron pisoteados.
Llenos de alegría por ese triunfo inesperado, los resistentes lo festejaron quemando la ropa de los torturadores que habían abatido. ¡Al siguiente día, toda la ciudad iba a levantarse!
Y luego, al amanecer, se escucharon los relinchos de los caballos, cada vez más intensos, y restallaron órdenes como latigazos, secas y precisas.
—¡Los carros de Jannas! —gritó un chiquillo, descompuesto. En las vastas llanuras del Delta, como aquella en la que se levantaba Bubastis, nadie podía resistir el arma fatal de los hicsos.
Tras haberse puesto de acuerdo rápidamente, los jóvenes egipcios se colocaron ante los centenares de carros perfectamente alineados y, de modo ostensible, arrojaron sus armas.
—Hemos cometido una locura —gritó uno de ellos— e imploramos perdón.
Sumisos, se arrodillaron.
—Una victoria sin combatir —observó el ayuda de campo de Jannas.
—Con armas o sin ellas, los rebeldes son rebeldes —dijo el almirante—. Dejarles vivos sería un signo de debilidad que se volvería contra nosotros.
Jannas levantó el brazo y lo dejó caer brutalmente para ordenar el asalto.
Indiferentes a los gritos de sus víctimas, los carros de los hicsos los aplastaron. Y el almirante Jannas aplicó la misma estrategia en Athribis, en Leontópolis y en todas las demás ciudades donde algunos insensatos habían osado rebelarse contra el emperador.
Rodeado de piratas libios y chipriotas que garantizaban su seguridad, el gran tesorero Khamudi estaba especialmente orgulloso de su nuevo manto con flecos. Los beneficios producidos por la venta de droga no dejaban de aumentar y de acrecentar así su inmensa fortuna. Pero su éxito podía verse amenazado por el almirante Jannas, cuyo fracaso en Puerto-de-Kamosis no había minado su popularidad. Era incomprensible; como si la mayoría de los oficiales superiores fueran incapaces de admitir que ese romo militar los llevaba a su perdición.
Khamudi no había conseguido aún corromper a uno solo de los miembros del Estado Mayor de Jannas o de su guardia personal. Todos eran soldados que batallaban desde hacía mucho tiempo a su lado y creían en el porvenir de su jefe. Pero Khamudi acabaría encontrando el eslabón más débil.
De acuerdo con las instrucciones del emperador, Jannas acababa de exterminar a los rebeldes que habían provocado disturbios en varias ciudades del Delta. El ejército le era por completo fiel y, aquella misma mañana, sería públicamente felicitado por Apofis, por los servicios prestados al Imperio. Se olvidaba la humillante derrota de Puerto-de-Kamosis; se olvidaba a la reina Ahotep, que seguía desafiando a los hicsos. Si los dignatarios se volvían sordos y ciegos, ¿quién sino Khamudi podría salvar el Imperio? Él y solo él era consciente de los verdaderos peligros, y sin embargo, iba a verse obligado a inclinar la cabeza ante Jannas.
Su secretario le entregó un mensaje confidencial y urgente, procedente de la fortaleza de los hicsos que vigilaban las pistas que llevaban a las montañas de Anatolia.
En cuanto acabó de leerlo, Khamudi pidió audiencia al emperador, que conversaba con el almirante.
—¡Malas noticias, majestad! ¡Muy malas noticias!
—Habla ante Jannas —exigió Apofis.
—Los montañeses anatolios se han rebelado de nuevo y han atacado nuestra principal fortaleza. Su comandante reclama ayuda urgentemente.
—Lo había predicho, majestad —recordó el almirante—. No se someterán nunca. Si queremos librarnos de ellos, habrá que exterminarlos hasta el último.
—Ve inmediatamente a acabar con esa rebelión —ordenó el emperador.
—¿Y… la reina Ahotep?
—El Delta está pacificado; Avaris es inexpugnable. Gracias a mi espía, he obtenido el medio de bloquear a la reina y a su reyezuelo en su común reducto. Hoy nada es más importante que recuperar el control total de Asia.