El rey Amosis ya no era un niño. Convertido en un joven cuya prestancia imponía a cualquiera, demostraba cada día más sus aptitudes para la función de faraón. Menos atlético que su hermano mayor Kamosis, parecía, sin embargo, un monarca decidido, cuya seriedad y capacidad de trabajo sorprendían a sus íntimos.
Limitándose a un consejo muy restringido, formado por el intendente Qans, el canciller Neshi y el superior de los graneros Heray, Amosis había tomado la medida a la provincia tebana y a los territorios vecinos, cuya agricultura era floreciente. Gracias a un rigor administrativo que él garantizaba, el rey no solo podía alimentar a la población, sino también aprovisionar el frente e, incluso, hacer reservas en previsión de una mala crecida.
Los daños provocados por la cólera de Set eran solo un mal recuerdo. Impulsado por Amosis, un intenso programa de reconstrucción había permitido realojar rápidamente a los más menesterosos, cuyas condiciones de existencia habían mejorado de un modo sensible. Pasados unos meses, todos los tebanos tendrían una casa o una vivienda adecuada. Nacía una nueva ciudad más agradable para vivir.
Casi cada día el rey iba a los astilleros, donde los carpinteros trabajaban con ardor, conscientes de que poseían, sin duda, la clave de la victoria futura. Egipto necesitaría numerosos barcos de guerra, su arma principal contra los hicsos. Amosis conocía a cada artesano y se preocupaba por su familia y su salud. En cuanto veía que uno de ellos llegaba al límite de sus fuerzas, le obligaba a tomar un descanso. Pero se mostraba implacable con los tramposos y los enfermos imaginarios, a quienes condenaba a trabajos forzados. En plena guerra, el monarca no toleraba forma de cobardía alguna.
Como había prometido a su madre, Amosis se preocupaba de la defensa de Tebas. Recorriendo la campiña y las aldeas, había conseguido formar un pequeño ejército de voluntarios, dispuestos a combatir hasta la muerte para impedir que los hicsos destruyeran la ciudad del dios Amón.
El rey no se hacía ilusión alguna sobre la eficacia de esa modesta tropa, pero su existencia contribuía a acabar con el miedo de los tebanos y les permitía creer, aún, en un porvenir mejor. Como su padre había hecho antes, Amosis formaba verdaderos soldados en la base militar de Tebas, en previsión de futuros enfrentamientos.
El monarca se hallaba precisamente en un poblado del sur de Tebas para enrolar nuevos reclutas cuando, a pocos pasos, resonó una llamada de auxilio.
Acompañado siempre por los mismos guardias que él había elegido, Amosis entró en la arquería de donde procedían los gritos. Con sus látigos, dos sargentos reclutadores amenazaban a una muchacha de deslumbrante belleza.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el rey.
Esta traidora se niega a revelarnos el lugar donde se oculta su hermano. Habéis dado la orden de verificar el estado civil de todos los habitantes de la provincia, majestad, y la cumplimos.
—Explícate —exigió Amosis, mirando a los ojos de la acusada, que no bajó los suyos.
—Mis padres han muerto. Mi hermano y yo nos encargamos de la granja que nos legaron. Si lo enrolan por la fuerza, ¿cómo podré hacerlo yo sola?
—Nadie es enrolado a la fuerza en mi ejército. Pero tal vez tu hermano sea solo un fugitivo. ¿Cómo saber si dices la verdad?
—Por el nombre del faraón, ¡te lo juro!
—Salid —ordenó Amosis a los sargentos reclutadores sin dejar de contemplar a la muchacha.
Esbelta, de natural elegancia, orgullosa, tenía el aspecto de una reina.
—Te encuentras precisamente ante el faraón. ¿Cuál es tu nombre?
—Nefertari.[6]
—Nefertari, «la Bella entre las bellas»… No has usurpado tu nombre.
El cumplido no hizo ruborizarse a la muchacha.
—Por lo que se refiere a mi hermano, majestad, ¿qué decisión tomáis?
—Puesto que me has dado tu palabra, seguirá encargándose de su granja. Para un hombre solo es una tarea excesiva, de modo que he decidido concederle la ayuda de dos campesinos, que serán pagados por la Administración.
Ella expresó, por fin, una emoción.
—Cómo agradecéroslo, majestad…
—Abandonando esta morada y acompañándome a palacio.
—A palacio, pero…
—Tu hermano ya no te necesita, Nefertari, y tu lugar no está ya aquí.
—¿Me prohibiréis que vuelva a verle?
—¡Claro que no! Pero estamos en guerra, y cada uno de nosotros debe cumplir su función lo mejor posible.
—¿Y no consiste la mía en ayudar a mi hermano?
—Ahora, consiste en ayudar a tu rey.
—¿De qué modo?
—Una mujer que sabe administrar un dominio tiene forzosamente cualidades de organizadora. Necesito a alguien que supervise los talleres de tejido que fabrican las velas de nuestros navíos de guerra y que ayude al intendente Qaris, cuyas fuerzas declinan. Es una gran responsabilidad, pero te creo capaz de asumirla.
Una sonrisa de infinita dulzura iluminó el rostro de Nefertari.
—¿Aceptas pues?
—Nada conozco del protocolo, majestad, y…
—Aprenderás pronto; estoy seguro.
El cortejo real se acercaba a Tebas cuando el jefe de la guardia se quedó inmóvil. Inmediatamente, varios soldados rodearon al faraón y a Nefertari.
—¿Qué sucede? —preguntó Amosis.
—Un centinela tenía que esperarnos aquí, majestad. Su ausencia es anormal. Os propongo que enviemos exploradores.
—No nos separemos —objetó el rey.
—Majestad… ¡Tal vez seguir adelante sea peligroso!
—Debo saber qué ocurre.
Todos pensaban en la llegada de las tropas de los hicsos y en el saqueo de Tebas, cuyas calles estarían sembradas de cadáveres. Ni un solo navío escaparía a las llamas.
—No hay humo a la vista, majestad.
El primer puesto de guardia que encontraron también había sido abandonado. ¿Sus soldados habían huido, o se habían lanzado hacia la ciudad para ayudar a sus camaradas?
Nefertari aguzó el oído.
—Oigo canciones que salen de la ciudad. Se acercaron.
¡Eran canciones, en efecto, y muy alegres!
Apareció un oficial que corría hasta perder el aliento. Los guardias de Amosis blandieron sus armas.
—Majestad —gritó el oficial—, acabamos de recibir un mensaje de Puerto-de-Kamosis: ¡la reina Ahotep ha puesto en fuga a los hicsos!