Ventosa había hecho mal suplicando al emperador y revelándole su afecto por Minos. Intentando ofrecerle la felicidad con la que soñaba, lo ponía en peligro; de modo que consideró necesario revelar a Minos que conocía sus verdaderas intenciones, para que dejara de conspirar contra Apofis. Juntos, aprenderían a soportar la realidad.
La noche había caído ya, pero el pintor cretense no había empujado aún la puerta de la habitación de su amante, absorta en sus pensamientos.
Nerviosa, fue por el pasillo que llevaba al taller del cretense. Estaba vacío.
Buscando a sus colegas, los encontró en el comedor que les estaba reservado, pero Minos no cenaba con ellos.
Inquieta, Ventosa corrió hasta la habitación del pintor. Estaba vacía, también.
Desamparada, preguntó a varios guardias. Fue en vano. Metódicamente, exploró la ciudadela.
Y en un cuartucho donde se amontonaban cestos de ropa, lo descubrió.
Minos había sito colgado de un garfio de suspensión lo bastante fuerte como para aguantar su cadáver.
Jannas se presentó ante el gran tesorero Khamudi. Uno y otro iban acompañados por sus guardias de corps. El almirante habría prescindido de esa gestión, pero era Khamudi quien pagaba el sueldo de los militares y, antes de emprender la conquista de Tebas, había que hacer un balance concreto de la situación.
Jannas y Khamudi intercambiaron frases de cortesía.
—El ejército hicso cuenta con doscientos cuarenta mil hombres —recordó el almirante—. No pienso dejar desguarnecidas Siro-Palestina, ni las ciudades del Delta, ni la capital, claro está.
Partiré con cincuenta mil soldados, a los que pagaréis, de inmediato, una prima excepcional.
—¿Está de acuerdo el emperador?
—Lo está.
—Debo comprobarlo, almirante. Como responsable de las finanzas públicas, no puedo permitirme error alguno.
—¡Comprobadlo, y pronto!
—En vuestra ausencia, me encargo de la seguridad de Avaris. Distribuid las consignas para que el conjunto de las fuerzas armadas me obedezca sin discutir.
—Deben obediencia a las órdenes del emperador.
—Así lo entiendo.
Cuando Jannas inspeccionó los cuerpos del ejército, tuvo la desagradable sorpresa de comprobar que muchos oficiales y soldados se habían convertido en adictos a la droga vendida por Khamudi. Tal vez algunos fueran así más ardientes en el combate, pero la mayoría había perdido buena parte de su vigor. Sin embargo, la superioridad del armamento hicso era tal que los egipcios no podrían resistir mucho tiempo.
Los arrabales de Menfis reservaban a Jannas otra desagradable sorpresa: una serie de emboscadas, en las que perecieron centenares de hicsos. Hondas y arcos de los resistentes, tan móviles como avispas, resultaron de terrible eficacia, y el ataque de los carros, a menudo bloqueados en las callejas, fue casi inútil. Así pues, Jannas decidió reconquistar casa tras casa, y destruir luego todas las que albergaran rebeldes.
La limpieza de los alrededores de la gran ciudad le tomó varias semanas, dada la determinación con que actuaban sus adversarios. Aun sitiados, se negaban a rendirse y preferían morir con las armas en la mano.
—Esta gente está loca —le dijo su ayuda de campo.
—No; nos odian. La esperanza que alimenta la Reina Libertad les insufla un valor casi sobrenatural. Cuando muera, volverán a ser corderos.
—Almirante, ¿no convendría olvidar Menfis y dirigirnos hacia el sur?
—Los menfitas saldrían de su ciudad y nos atacarían por la retaguardia.
Las puertas de la Balanza de las Dos Tierras se negaron a abrirse cuando Jannas se presentó ante ellas. Dicho de otro modo, los resistentes se consideraban capaces de aguantar un asedio.
Jannas estaba organizándolo cuando su ayuda de campo le anunció la ofensiva de regimientos egipcios procedentes del sur.
—¡Vienen a echar una mano a los insurrectos, almirante! Y no son unos aficionados. Nuestra vanguardia ha sido exterminada.
El comandante en jefe de las fuerzas de los hicsos era consciente de que su tarea iba a ser mucho menos fácil de lo previsto. Poco a poco, los egipcios aprendían el arte de la guerra y disponían de una fuerza no desdeñable: la voluntad de liberar su país.
—Hay que impedir que estos regimientos entren en Menfis —consideró Jannas—. Que una parte de nuestras tropas sitie la ciudad y la otra me siga.
Ni el Bigotudo ni el afgano eran generales ordinarios que se adaptaran a un protocolo bien establecido, adoptaran un plan de batalla rígido y observaban, desde lejos, cómo se hacían matar sus hombres. De su pasado como clandestinos acostumbrados a sobrevivir en las peores condiciones, habían conservado el sentido de la intervención puntual y destructora. Fraccionaron, pues, sus tropas, para que, en caso de fracaso, las pérdidas no fueran irremediables.
La disciplina, demasiado estricta, de los hicsos había sido la mejor baza de los comandos egipcios, que atacaban en oleadas sucesivas tras haber eliminado a los oficiales y haber hundido el barco de cabeza. Otros habrían deseado explotar su ventaja llevando más adelante la ofensiva, pero el Bigotudo había dado orden de batirse en retirada a bordo de rápidos veleros.
—Diez muertos y veinte heridos en nuestras filas —anunció el afgano—. Y les hemos causado grandes daños. Si todo va bien, Jannas tendría que perseguirnos.
—Nuestros arqueros matarán a los timoneles, y nuestros nadadores de combate harán agujeros en los cascos, comenzando por mí.
—No te creas más fuerte de lo que eres, Bigotudo, y no olvides que primero debes tener el mando.
Durante unas horas, los dos hombres se preguntaron si Jannas no arrasaría Menfis antes de tomarla con ellos.
Pero, en pleno mediodía, las primeras velas de los pesados navíos hicsos aparecieron.
No se dijo ni una sola palabra. Cada cual sabía lo que debía hacer.
El explorador hicso se quedó inmóvil.
Encargado de descubrir cualquier presencia sospechosa en la orilla y avisar enseguida al barco de cabeza, parecía cada vez más incómodo.
Sin embargo, nadie a la vista y nada sospechoso.
Nada, salvo un bosquecillo de tamariscos cuyas ramas se movían por efecto del viento. Pero se movían demasiado, como si los enemigos intentaran ocultarse allí. ¿Por qué lo hacían tan mal? El explorador se tendió en la pista y observó.
En los tamariscos, no había signo de vida, de modo que solo eran caprichos del viento.
El hicso prosiguió su exploración, volviéndose varias veces. La campiña parecía tranquila, y ninguna embarcación navegaba por el río. Los egipcios habían huido como conejos hacia el sur, pero no escaparían al ejército de Jannas.
El explorador trepó a lo alto de una palmera para indicar al colega que examinaba la otra orilla que todo iba bien.
El mismo mensaje llegó al barco de cabeza, que prosiguió su lento avance.
El Bigotudo aguardó a que estuviera al alcance para iniciar la intervención de sus arqueros, mientras el afgano y sus hombres eliminaban a los exploradores.
Pero la reacción de los hicsos fue tan rápida que los egipcios solo debieron su salvación a una precipitada retirada. Varias flechas silbaron a oídos del afgano, que vio caer, muy cerca, a dos jóvenes soldados.
—Nuestras emboscadas solo provocan arañazos —lamentó el Bigotudo—. Aunque sufra algunas pérdidas, a Jannas le importan un bledo. Ha decidido avanzar y somos incapaces de impedírselo.