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El gobernador Emheb estaba maravillado.

Estaba maravillado por la nobleza de la reina Ahotep, cuya aparición en la proa del navío almirante había transformado a unos soldados agotados y desesperados en rudos combatientes decididos a morir por ella; maravillado, también, por la magnitud del dispositivo que convertía Puerto-de-Kamosis en una verdadera base militar, apta para contener un ataque hicso.

Con su minuciosidad habitual, el almirante Lunar había formado una imponente barrera de barcos de guerra. Los especialistas en ingeniería excavaban fosos en las riberas. Ocultos con ramas cubiertas de hierba y tierra, atraparían a los carros hicsos. Los arqueros se dispondrían en varias líneas para derribar a los intrépidos que consiguieran cruzar en primer lugar los obstáculos. Además, por idea de Neshi, se habían levantado numerosas tiendas de buena calidad a la sombra de los sicomoros y las palmeras, mientras los albañiles construían un cuartel. Por su parte, el Bigotudo y el afgano sometían a sus tropas de élite a un entrenamiento intensivo. Y la reina ponía en práctica otro gran proyecto: excavar canales de derivación, cuyo papel podría resultar decisivo.

En los estandartes, el signo de reconocimiento de los resistentes era un disco lunar en una barca que servía para escribir la primera parte del nombre de Ahotep, «el dios Luna», el que daba la fuerza necesaria para combatir. Hotep, «la paz», segunda parte del nombre, todavía era solo un sueño.

Cuando la soberana levantaba la espada de Amón ante el ejército recogido y confiado, cada soldado se sentía invencible. Iluminada por el sol del amanecer, la hoja llameaba. Los poderosos rayos que brotaban de aquel foco luminoso de insostenible intensidad herían los corazones.

Y el gobernador Emheb admiraba cada vez más a esa reina a la que había conocido adolescente, apasionada e intransigente, y cuya fe en la libertad no dejaba de crecer.

—¿Cómo está defendida Tebas, majestad?

—No queda ya un solo barco, ni un solo regimiento, y la base militar está casi desierta. Todo se decidirá aquí, Emheb. Ningún hicso debe pasar de Puerto-de-Kamosis.

El papel de espía no era, decididamente, fácil de mantener, sobre todo frente a un adversario de la talla de Ahotep. Hacer llegar un mensaje a Avaris presentaba serias dificultades, pero previamente se planteaba una espinosa pregunta: ¿qué informaciones debía transmitir?

La reina había tenido la inteligencia de repartir las tareas asignando a cada responsable una misión muy concreta, pero solo ella conocía el plano de conjunto.

¿No sería el abandono de Tebas un engaño? ¿Realmente Puerto-de-Kamosis se convertiría en el primer puesto avanzado, o serviría de base de retaguardia para una ofensiva en el Delta? El espía era incapaz de responder a esas preguntas y a muchas otras. ¿Y por qué no atacaba el emperador, a no ser porque encontrara en Avaris unas dificultades que le inmovilizaban allí?

Apostar por la paciencia y acechar el momento oportuno: aplicando esa estrategia, el espía había conseguido suprimir a dos faraones, Seqen y Kamosis.

Así pues, la prudencia le recomendaba no cambiar.

El condenado, un oficial de carros que se había atrevido a emitir críticas sobre la espera del emperador, acababa de cruzar la tercera puerta del laberinto.

Era una auténtica hazaña.

Escapando de las mortales trampas, se mostraba tan astuto como rápido. Un brillo de interés brotaba de los ojos de Apofis. Ante la cuarta puerta, un arco de alheña, se había extendido tierra roja. El condenado advirtió que estaba llena de pedazos de cristal que, de haber corrido, se habrían clavado en sus pies. Evitó esa trampa, tomó impulso y consiguió agarrarse al arco. Balanceándose, tomaría velocidad y saltaría más allá de la zona peligrosa.

Ése fue su error.

En la hojarasca estaba oculta una hoja de doble filo, que agarró a manos llenas. Por efecto del dolor, la soltó y cayó de espaldas sobre los pedazos de cristal. Con la nuca atravesada, se desangró.

—Otro inútil —dijo Apofis—. ¿Te has divertido un poco, Ventosa?

Sentada a la diestra del emperador, la hermosa euroasiática asistía al espectáculo con ojos distraídos. El oficial al que había enviado a la muerte no era un buen amante.

—Me es difícil olvidar mis preocupaciones.

—¿Cuáles son?

—Minos te ha dado una satisfacción plena. ¿Por qué no dejas que parta hacia Creta?

—Porque necesito aún su talento.

—¡No faltan compañeros de taller!

—Minos es distinto, bien lo sabes.

—¿Y si suplico al emperador que me conceda este favor?

—Tu querido amante nunca abandonará Egipto.

¿Habían creado los dioses obra maestra más hermosa que el cuerpo de Felina? Con ella, el Bigotudo olvidaba la guerra, esa guerra que le había llevado muy hacia el sur, para encontrar allí a la nubia de largas piernas ambarinas.

Gracias al conocimiento de las plantas medicinales, Felina salvaba a numerosos heridos. Puesta a la cabeza de los servicios de urgencias y considerada una heroína, atraía la mirada de los soldados que, dado el carácter de su marido, no se permitían ni un gesto ni una palabra fuera de lugar.

Al entrar en la resistencia, el Bigotudo se había jurado, sin embargo, no unirse a una mujer. Dadas las escasas posibilidades de supervivencia de quienes combatían en primera línea, más valía, como el afgano, pasar de una amante a otra. Pero no había contado con la magia de Felina y su tozudez. Una vez elegido el Bigotudo, se había mostrado tan posesiva como una liana. No obstante, ¡qué deliciosa era esa prisión!

Apartándose de él, Felina le miró con ojos burlones.

—¿En qué piensas en estos momentos?

—¡En ti…, claro!

—No solo en mí. Dime la verdad.

El Bigotudo observó el techo del camarote del barco donde los amantes pasaban ardientes horas.

—El peligro se acerca. Felina no sonreía ya.

—¿Tienes miedo, acaso?

—Claro. Somos uno contra diez y no será fácil. Puede afirmarse, incluso, que el combate está perdido de antemano.

—¡Olvidas a la reina Ahotep!

—¿Quién puede olvidarla? Sin ella, Apofis habría conquistado todo Egipto hace tiempo ya. Moriremos por la Reina Libertad, y ninguno de nosotros lo lamentará.

Llamaron a la puerta de la cabina.

—Soy yo, el afgano.

Felina se envolvió en un chal de lino.

—Entra —dijo el Bigotudo.

—Siento mucho importunaros, pero la cosa comienza a moverse. Jannas y sus tropas han salido de Avaris para dirigirse hacia el sur. En los arrabales de Menfis, el almirante ha tenido una desagradable sorpresa: las organizaciones de resistencia habían aniquilado los puestos de guardia hicsos.

—¡La población va a ser aniquilada!

—Es seguro, pero los menfitas han conseguido frenar el avance de Jannas y advertirnos.

—¿Piensa enviarles refuerzos la reina?

—Solo dos regimientos: el tuyo y el mío.

—También nosotros seremos aniquilados.

—Dependerá de nuestra movilidad: el objetivo de la maniobra consiste en atraer a los hicsos hacia Puerto-de-Kamosis. ¿No es tentador perseguir a los que huyen y exterminarlos?

—Evidentemente, si la jugarreta falla, no lo contaremos. El Bigotudo se vistió con lentitud.

—Reparte cerveza fuerte a nuestros soldados.

—Ya lo he hecho —respondió el afgano—. Ahora, vamos a explicárselo.

—Las explicaciones no sirven de nada. Se limitarán a morir como héroes, al igual que sus jefes.

—No te entregues al pesimismo, Bigotudo.

—¡No me digas que hay algo peor!

—No te lo diré.

—Voy con vosotros —declaró Felina.

—Ni hablar —repuso el Bigotudo—. Y es una orden.

Se abrazaron largo rato, convencidos de que se besaban por última vez.