Minos había empezado a dibujar los grifos y estaba del todo decidido a batir marcas de lentitud. De ese modo, mientras la obra no estuviera terminada, su vida estaría a salvo, y tal vez encontrara un medio de eliminar al emperador.
A pesar de su diferencia de edad, el cretense se sentía incapaz de acabar con Apofis con las manos desnudas. Necesitaría un puñal, pero nadie, ni siquiera Ventosa, se presentaba ante el señor de los hicsos sin haber sido registrado.
De pronto, un viento gélido contrajo los músculos de su espalda.
—Tu trabajo no avanza deprisa, Minos, y los meses pasan —advirtió la horrible voz ronca del emperador.
Según su costumbre, había aparecido como un demonio que surgiera de las tinieblas. Nadie le oía acercarse.
—Majestad, apresurar mi mano podría estropear la obra.
—Necesito enseguida esos grifos, mi joven amigo. Y sobre todo, que inspiren miedo y que su mirada sea terrorífica.
Pese a las repetidas demandas de Jannas, Apofis no lanzaría ofensiva alguna mientras los dos grifos no estuvieran en condiciones de defender el trono. El almirante se mostraba muy impaciente mientras afirmaba que no había que dar tiempo a Ahotep para reconstruir sus fuerzas, pero su visión era demasiado roma. El emperador, en cambio, sabía que los daños sufridos por los tebanos tardarían varios años en ser reparados. En cuanto los ojos de los grifos lanzaran brillos destructores, en cuanto su poder estuviera fuera del alcance de cualquier conspirador y terminara la depuración, Apofis resolvería definitivamente el caso de la reina y de los resistentes.
Minos no se atrevía a volverse.
—¿Me has comprendido bien, joven amigo?
—¡Sí, sí, majestad!
Apofis se fue por el pasillo que llevaba a la sala del consejo.
En el umbral se encontró con un Khamudi excitado.
—¡Un mensaje, señor! ¡Un mensaje de vuestro informador! El espía hicso no se había manifestado desde hacía mucho tiempo, sin duda porque había tenido las mayores dificultades para transmitir ese pedazo de papiro escrito en lenguaje codificado, del que solo el emperador poseía la clave.
Al leer el texto, el rostro de Apofis expresó un odio tal que el propio Khamudi quedó impresionado.
—¡Ahotep se ha atrevido! Esa maldita reina se ha atrevido a llevar a cabo la coronación de su hijo, un chiquillo que tiene hoy once años y al que presenta como faraón. Uno y otra serán aplastados. Pero primero sembraremos el desconcierto en sus propias filas.
Llevándose las manos al vientre, el gran tesorero se retorció de dolor.
—Perdonadme, majestad, es un cálculo en la vejiga. No creo que pueda asistir al consejo.
—Haz que te operen, Khamudi. Tenemos mucho trabajo por delante.
Con el pelo decolorado para parecer rubia, y cada vez más rechoncha dada su inmoderada afición a los dulces, Yima se mordía las uñas.
Sin su marido Khamudi, estaba perdida. Como algunos murmuraban que la enfermedad del gran tesorero era consecuencia de un maleficio hecho por Apofis, el desgraciado no tenía posibilidad alguna de sobrevivir. Y después de su desaparición, ¿no perdería Yima la mayor parte de su fortuna, requisada por palacio? Ciertamente, defendería su causa ante Tany, pero ésta, guardando constantemente cama, solo se preocupaba de su propia persona.
—Ha llegado el cirujano —la avisó el portero.
El terapeuta era un cananeo, como ella, y tenía buena reputación. Se decía que era capaz de tratar un caso semejante al de Khamudi, que no dejaba de gemir.
—Mi marido es un hombre muy importante; hay que cuidarle del mejor modo.
—Nadie ignora el eminente papel del Gran Tesorero, dama Yima. Confiad en mi técnica.
—¿Es realmente… eficaz?
—Sí, pero dolorosa.
—Tengo droga.
Yima hizo absorber a su marido un analgésico a base de adormidera rosa. Por lo general, se limitaba a una pequeña cantidad para mejorar su rendimiento amoroso, pero esa vez la dosis lo durmió.
El cirujano sacó de su bolsa un tubo de cartílago que introdujo en el conducto urinario del enfermo hasta el cuello de la vejiga.
Khamudi no reaccionó.
El facultativo metió un dedo en su ano, descubrió el cálculo y lo empujó hacia el cuello. Luego, sopló con todas sus fuerzas en el otro extremo del tubo, para dilatarlo, y aspiró bruscamente para conseguir que el cálculo pasara.
Tras haber fijado otro tubo al que acababa de utilizar, hizo que el cálculo descendiera por el pene y lo sacó a mano.[5]
Con el espíritu brumoso aún, Khamudi entró en el despacho del emperador, que acababa de redactar un texto mediante jeroglíficos.
—¿Cómo te sientes, amigo mío?
—Liberado, majestad. Aunque cansado y con náuseas.
—Te recuperarás muy pronto. No existe mejor remedio que un trabajo encarnizado, y eso es precisamente lo que pienso ofrecerte.
El gran tesorero se habría tomado, de buena gana, algunos días de descanso, pero las órdenes del emperador no se discutían, sobre todo cuando tenía ante él a un adversario tan inquietante como Jannas.
—¿Están bien provistas nuestras reservas de escarabeos?
—Los tenemos de todos los tamaños y en varios materiales, desde la piedra a la loza.
—Necesito miles, Khamudi, y exijo que se inscriban enseguida. He aquí el mensaje que debe ser entregado a todas las regiones posibles.
En el lugar llamado Puerto-de-Kamosis en memoria del faraón difunto, el gobernador Emheb reforzaba cada día su dispositivo defensivo gracias al ardor de soldados veteranos. En esa magnífica región del Egipto Medio, el coloso pensaba a menudo en su ciudad de Edfú, al sur de Tebas, una ciudad que probablemente nunca volvería a ver.
Aunque la suerte le hubiera sonreído en el frente de Cusae, sin duda acabaría abandonándole, si tanto recurría a ella. Una vez más estaba en primera línea, en compañía de Ahmosis, hijo de Abana, arquero de élite y capitán de navío. Entre ambos, sabían remontar la moral de las tropas en las peores condiciones. Pero cuando había sido informado de los daños infligidos en Tebas por un cataclismo, el vividor de cuello de toro, de anchos hombros e hinchada panza, se había sentado en el umbral de su tienda, pensando que la epopeya de Ahotep corría el peligro de terminar en un desastre.
Si no recibía refuerzos, ¿cómo podría Emheb resistir una ofensiva de la envergadura de los hicsos? El emperador se tomaba tiempo para permitir que Jannas adiestrara un enorme ejército que comenzaría arrasando Menfis, destruiría luego a su paso las bolsas de resistencia —de las cuales, la más importante era la de Puerto-de-Kamosis— y caería, por fin, sobre Tebas, incapaz de defenderse.
—Gobernador —le dijo Ahmosis, hijo de Abana—, nuestros aliados de Menfis acaban de enviarnos estos mensajes del emperador.
Se trataba de una decena de escarabeos de loza y cornalina, todos con el mismo texto, escrito con groseros jeroglíficos y con faltas que no habría cometido un escriba experimentado.
—Transmitámoslos de inmediato a la regente —recomendó Emheb—; este ataque podría resultarnos fatal.