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El grito de rabia de Apofis resonó en toda la ciudadela y heló de espanto a quienes se hallaban en ella.

El emperador acababa de sentir, en su carne, un dolor atroz. La quemazón significaba que el fuego de Set se volvía contra él. Sobre su templo de Avaris se amontonaban unas nubes negras que procedían de las cuatro esquinas del espacio a la velocidad de un caballo al galope. Brotaron de ellas ráfagas de rayos: unos caían sobre las viviendas de los sacerdotes; otros, en la avenida de encinas que llevaba al altar. Las ramas se inflamaban, y el viento atizó el incendio.

Una lluvia tempestuosa cayó sobre Avaris con tal violencia que los soldados se refugiaron en los puestos de guardia y en los cuarteles, ocultando la cabeza con sus manos para intentar escapar de la cólera de Set.

—¡Hemos sido maldecidos! —gritó Tany, la esposa del emperador, de pie en la cama y con baba en los labios.

Dos sirvientas la obligaron a tenderse.

—¡Son los tebanos! ¡Ya vuelven! La reina Ahotep con una espada… ¡Las olas sumergirán la capital! ¡El fuego destruirá la ciudadela!

Mientras Tany deliraba, el emperador subía lentamente la escalera que llevaba a la más alta torre.

Bajo el diluvio, dirigió su daga hasta el cielo negro como la tinta.

—¡Eres mi aliado, Set, y debes herir a mis enemigos!

Se produjo un relámpago más cegador aún que los precedentes, y con un estruendo que rompió tímpanos, el rayo cayó sobre la torre.

Desde el intento de asesinato del que había escapado por los pelos, el almirante Jannas gozaba día y noche de una cuidadosa protección. En adelante, Khamudi no tendría ya oportunidad alguna de pillarle por sorpresa.

Al almirante no le había sorprendido saber que el gran tesorero había tomado idénticas disposiciones. Comprendiendo que Jannas conocía sus intenciones, temía, a su vez, ser eliminado. Entre ambos hombres se iniciaba una lucha a muerte.

—La reunión del consejo supremo se mantiene, almirante —le confirmó su ayudante de campo.

—¿Noticias del emperador?

—Según unos, murió fulminado; según otros, agoniza. Y algunos afirman que ha perdido el uso de la palabra. Almirante…

—¿Qué sucede?

—La mayoría de los hicsos están dispuestos a obedeceros.

—¡Olvidas a Khamudi!

—Tiene sus partidarios, es cierto, pero son mucho menos numerosos que los vuestros. En cuanto sea necesario…

—Aguardemos al consejo supremo —decidió Jannas.

Pese a las pinturas cretenses, brillantes y coloreadas, la sala del consejo permanecía fría y siniestra. Todos los grandes dignatarios del Imperio estaban presentes. Jannas y Khamudi se hallaban frente a frente, junto al modesto trono de pino del emperador.

Cuando el médico de palacio anunciara oficialmente la muerte del emperador Apofis o su incapacidad para gobernar, ¿qué ocurriría? Unos pensaban que Khamudi se apoyaría en su posición de gran tesorero para asegurar una interinidad que convertiría en definitiva; pero Jannas, el jefe del ejército, rechazaría por fuerza esa solución.

Solo un baño de sangre resolvería el inevitable conflicto entre los dos aspirantes al poder. Y en este juego, el almirante sería el más fuerte.

Por eso, Khamudi, que sufría unos picores que las pomadas no conseguían calmar, no mostraba su habitual seguridad. Aunque había sobornado a muchos oficiales superiores, temía no salir vivo de la ciudadela.

De pronto, apareció Apofis.

Vistiendo un manto de un pardo oscuro, con pasos pesados, el emperador clavó su gélida mirada en cada uno de los dignatarios antes de sentarse.

Todos se sintieron culpables por haber dudado de él, y Khamudi recuperó la sonrisa.

—Set ha infligido terribles daños a Tebas —declaró Apofis, cuya voz ronca hacía temblar a los más valerosos—. La ciudad está medio destruida; el ejército de Ahotep, diezmado, y su Marina de Guerra, aniquilada.

—Majestad —preguntó Jannas—, ¿me dais la orden de atacar a los rebeldes para darles un golpe fatal y entregaros a esa reina, viva o muerta?

—Cada cosa a su tiempo, almirante. Primero, sabed que mi protector, Set, ha hecho de mí un nuevo Horus. En los documentos oficiales, se me llamará, en adelante, «el que apacigua las Dos Tierras». Luego, Set me ha revelado las razones de su cólera contra Avaris: esta ciudad, mi capital, alberga a traidores, conspiradores y tibios que se atreven a criticar y desaprobar mis decisiones. Estoy decidido a eliminar esa podredumbre. Luego, almirante Jannas, nos encargaremos de Ahotep.

El harén de Avaris era un infierno. Estaban allí encerradas las más bellas muchachas de la antigua aristocracia egipcia. En cualquier momento debían satisfacer los deseos de los dignatarios del Imperio. Si una de ellas mentaba suicidarse, los miembros de su familia eran torturados y deportados. Algunas, sin embargo, se agarraban a esa supervivencia, recordando que, antaño, una conspiración fomentada en el interior del harén había estado a punto de tener éxito. ¿Y no corría el rumor de que el emperador agonizaba? Tal vez su sucesor fuera menos inhumano.

Soñando con una suerte menos cruel, una magnífica muchacha morena, de veinte años, abrió la puerta de la sala donde sus compañeras y ella misma se maquillaban aguardando a los visitantes.

El grito de terror se heló en su garganta cuando el soldado hicso le destrozó el cráneo de un mazazo.

—Exterminad a esa basura —ordenó el oficial a sus hombres, ataviados con casco y coraza como si fueran a librar un feroz combate—. El emperador ha decidido cerrar este harén porque aquí se murmura contra él.

Los asesinos lamentaron no tener la ocasión de aprovecharse de aquellas soberbias hembras antes de sacrificarlas. Pero las consignas de Apofis eran estrictas.

Con el corazón atravesado por un puñal, el borrico de dulce mirada murió sin comprender lo que le reprochaban. Era el centésimo asno que sacrificaba el sumo sacerdote de Set para apaciguar la cólera del dios. Cubierto de sangre, el hombre se cambiaba de túnica cuando vio que se acercaba una escuadra mandada por Khamudi.

—Síguenos, sumo sacerdote.

—Pero tengo que matar aún unas bestias y…

—Síguenos.

—¿Adónde me lleváis?

—El emperador quiere verte.

—¡El emperador! Debo lavarme y…

—No es necesario. Y bien sabes que al emperador le horroriza esperar.

Apofis estaba en el estrado instalado sobre sus dos distracciones favoritas: a un lado, el laberinto; al otro, la arena, donde actuaba un toro de combate. Desde el inicio de la depuración, pasaba varias horas al día viendo morir a aquellos y aquellas a quienes había condenado. Unos acababan corneados y pisoteados; otros, desgarrados al caer en una de las múltiples trampas del laberinto.

El sumo sacerdote se derrumbó ante el emperador.

—¡No dejamos de rendir homenaje a Set, majestad! Vuestras directrices se ejecutan fielmente.

—Perfecto, sumo sacerdote. Pero ¿no perdiste, durante la tormenta, tu confianza en mí?

—¡Ni un solo instante, majestad!

—Mientes muy mal. Dadas tus altas funciones, te dejo elegir: el laberinto o el toro.

—Majestad, mi obediencia es total, y os aseguro que…

—Dudaste de mí —lo interrumpió Apofis—. Es una traición imperdonable, un crimen que merece la muerte.

—¡Piedad! ¡No!

Exasperado por los sollozos del condenado, el emperador le empujó con una fuerte patada y lo hizo caer a la arena.

El sumo sacerdote corrió dando la espalda al monstruo, que le empitonó de una sola cornada.

El emperador se interesó en su próxima víctima, una cocinera de palacio. La desvergonzada se había atrevido a afirmar que Apofis estaba gravemente enfermo. Acabaría en el laberinto.

La seguirían soldados, negociantes y funcionarios de la Administración, hicsos que, también ellos, habían dudado de la grandeza de Apofis. En cuanto a los egipcios sospechosos, estaban siendo deportados en masa a Tjaru y a Sharuhen, bajo la responsabilidad de Dama Aberia, cuya competencia hacía maravillas. La operación requeriría tiempo, pero Avaris quedaría depurada.