El trueno despertó a Teti la Pequeña.
Como si acabara de recuperar el vigor de su juventud, la anciana dama saltó de la cama, se vistió con una túnica azul oscuro y tomó el corredor que llevaba a la habitación de Ahotep.
La puerta se abrió antes de que la reina madre hubiera tenido tiempo de llamar.
—¿Has oído?
Varios relámpagos cruzaron el cielo del amanecer.
—No recuerdo una tormenta semejante —dijo Teti la Pequeña.
—Nada tiene de normal —respondió Ahotep—. Solo hay una explicación posible: el emperador despierta el furor de Set.
—¡Es imposible celebrar la ceremonia de la coronación!
—Imposible; tienes razón.
Aun los más dormilones habían sido arrancados de su quietud. En el interior del palacio, la gente se agitaba, y el intendente Qaris no conseguía calmar los ánimos.
Ahotep entró en la habitación de su hijo.
De pie ante una de las ventanas, Amosis contemplaba el furor de los cielos.
—¿Están los dioses enojados conmigo? —preguntó con gravedad.
—No, Amosis. El emperador de las tinieblas ha percibido nuestras intenciones y quiere impedir que subas al trono de los vivos.[3]
Una lluvia de increíble violencia cayó sobre Tebas, y las tinieblas cubrieron el sol.
—¡Es la oscuridad de los infiernos! —gritó una sierva, mientras su colega, igualmente aterrorizada, huía gesticulando.
—Enciende las lámparas —ordenó la reina a Qaris.
El rostro del intendente se descompuso.
—El aceite no arde, majestad.
Un enorme ruido sobresaltó toda la casa.
Por efecto de un rabioso viento, el techo del cuartel cercano al palacio acababa de volar y de aplastarse contra un granero. Presa del pánico, los tebanos salían de sus casas y corrían en todas direcciones.
Los perros aullaban a la muerte, a excepción de Risueño, que no abandonaba a su dueña.
Los muros de una casa de las afueras se derrumbaron, y unos niños encerrados en una de las alcobas murieron.
—¡Vamos a morir todos! —predijo un ciego. A su vez, el Nilo se desencadenó.
Una barca de pescadores que intentaba alejarse hacia el sur fue levantada por una ola y zozobró. Aunque eran excelentes nadadores, los cinco hombres perecieron ahogados.
En el puerto, las embarcaciones se quebraban al chocar unas contra otras. Ni siquiera el barco de guerra que había llevado a Ahotep de la base militar a la ciudad de Tebas pudo resistir la tempestad. Sus mástiles cayeron sobre los marineros de guardia. El capitán fue aplastado por la barra de un gobernalle que se había vuelto incontrolable. En menos de un cuarto de hora, el barco se hundió.
Los rayos no dejaban de caer.
Una bola de fuego incendió un taller de carpintería, y las llamas saltaron a las viviendas vecinas. El viento atizaba el fuego y hacía inútiles los esfuerzos de los aguadores.
Impotente, Ahotep asistía al desastre.
Muy pronto, Tebas solo sería una ruina, al igual que la base militar. Utilizando el poder de Set, Apofis reducía a la nada veinte años de esfuerzos.
Sin la Marina, con unas centenas de soldados supervivientes, la reina ya solo podría implorar la clemencia del tirano, que haría ejecutar a quienes hubieran sobrevivido al cataclismo.
Mejor era perecer en combate.
Con su hijo refugiado en el desierto en compañía de algunos fieles, Ahotep se enfrentaría sola con el señor de los hicsos. No llevaría más arma que el puñal de sílex que había utilizado en su juventud, cuando decidió ser la primera en resistirse al ocupante.
Veinte años de lucha, de sufrimientos y de esperanza; veinte años durante los que había conocido el amor e intensos períodos de felicidad; veinte años de rechazos de la opresión que concluían en una derrota de la que Egipto no se recuperaría.
—Prepárate para partir, Amosis.
—Deseo quedarme con vos, madre.
—La cólera de Set solo se extinguirá con la destrucción de Tebas. Debes sobrevivir. Algún día, reanudarás la lucha.
—Y vos, madre, ¿qué pensáis hacer?
—Reunir a los soldados que estén en condiciones de combatir y atacar Avaris.
El muchacho permaneció imperturbable.
—¿No se trata de un suicidio?
—Apofis debe creer que su victoria es total. Desaparecida yo, muerto tú en Tebas, ¿qué más puede temer? Tendrás que comenzar de cero, Amosis, como yo misma hice. Sobre todo, no renuncies nunca. Y si la muerte interrumpe tu obra, que tu ka pueda animar otro corazón.
Amosis se lanzó a los brazos de su madre, que lo estrechó largo rato.
—Piensa solo en la rectitud y el respeto a Maat, hijo mío; son las únicas fuerzas de las que el emperador nunca dispondrá.
La tormenta arreciaba. Numerosas casas habían sido devastadas, y las víctimas eran contables. Los ueds se habían transformado en torrentes que acarreaban piedras y restos. En la orilla occidental, las antiguas necrópolis eran invadidas por ríos de barro.
—Apresúrate, Qaris —exigió la reina—. Vete con mi hijo hacia el desierto del este. Que Heray te acompañe, si lo encuentras.
—Majestad, deberíais…
—Me quedo junto a la reina madre.
Ahotep besó a Amosis por última vez y lo entregó al intendente con la esperanza de que escaparan de la tormenta.
Al volverse, la reina descubrió a un inesperado aliado: Viento del Norte, un asno monumental, de pelaje gris, hocico y vientre blancos, de anchos ollares e inmensas orejas. Los ojos, en los que brillaba una vivaz inteligencia, miraban a la soberana.
—¿Qué intentas decirme?
El asno dio media vuelta, y Ahotep lo siguió.
En cuanto salió de palacio, la reina quedó empapada en pocos segundos.
Viento del Norte levantó la cabeza y señaló con el hocico las nubes negras que los relámpagos seguían desgarrando.
—¡Sí, hay que intentarlo! —le dijo acariciándolo.
Ahotep corrió hacia la capilla del palacio, donde se conservaba el cetro de oro cuya parte superior tenía la forma del animal de Set, una especie de okapi. Encarnación del poderío, había sido confiado a la reina por la diosa Mut.
Y otro animal de Set, el asno, acababa de abrir un camino: puesto que el emperador se dirigía al dios de la tormenta, ¿por qué no imitarle?
Ahotep subió al tejado del palacio y blandió hacia el cielo el cetro de oro.
—¡Tú que manejas el rayo, revélate! ¿Qué puedes temer de mí? Manejo tu símbolo, detento esa luz que no destruye, sino que ilumina la tierra. Obedéceme, Set, o ningún culto te será rendido ya. No, el emperador de las tinieblas no es tu único señor. ¿Por qué te levantas contra tu país y contra tu hermano Horus, el faraón de Egipto? ¡Muestra tu verdadero rostro! ¡Qué tu energía penetre en tu cetro!
Las nubes se abrieron para dejar que apareciera, al norte del cielo, la figura de una pata de toro[4], donde residía la misteriosa fuerza que nunca dominarían los humanos.
Y un nuevo relámpago, más violento y más intenso que los demás, brotó de las profundidades del cosmos para precipitarse hacia el cetro de oro que la Reina Libertad sujetaba con mano firme.