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Alto, delgado, de mirada profunda y severa, el joven príncipe Amosis cruzó el umbral del templo de Karnak. Contempló largo rato la puerta axial de granito rosado antes de descubrir un pórtico de pilares cuadrados, cuya austeridad le dilató el corazón. Así concebía él la necesaria rectitud de todo ser ante los albures del destino. Y quedó maravillado ante el segundo pórtico, cuyos pilares representaban a Osiris de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos sujetando los cetros del juicio y de la resurrección.

Ante cada coloso se erguía un sacerdote de Amón.

—Míralos bien, hijo mío —exigió Ahotep—, y designa al que te parezca capaz de cumplir la función de sumo sacerdote.

—¿En qué consiste?

—En servir al principio oculto, celebrando diariamente los ritos, para que acepte no abandonar esta tierra.

Amosis, sin arrogancia ni precipitación, clavó su mirada en la de cada uno de los ritualistas. Dejaba penetrar en su alma las palabras de iniciación mencionadas por su madre e intentaba percibir si correspondían al ser al que miraba.

—Designo a este —dijo el príncipe con voz firme, mirando a Djehuty a los ojos.

El ayudante del sumo sacerdote difunto olisqueó el suelo ante la reina.

—Perdonad mi vanidad, majestad. Obedeceré a Djehuty y cumpliré del mejor modo las tareas que me confíe.

Tras haber entronizado al nuevo sumo sacerdote, entregándole el bastón del Verbo y poniendo en el dedo corazón de su mano diestra un anillo de oro, la reina se llevó a Amosis hacia el oriente del templo.

Ante la capilla de Amón, en un altar, estaba la espada de luz que habían manejado los faraones Seqen y Kamosis.

—La puerta de esta capilla solo se abrirá, por sí misma, cuando se produzca la definitiva victoria sobre los hicsos —recordó Ahotep—. Pero antes habrá que derramar mucha sangre y muchas lágrimas, y saber manejar esta arma sin debilidad. ¿Te sientes capaz, Amosis?

El príncipe se acercó al altar, tocó el porro y pasó el dedo por la hoja.

—La espada de Amón es demasiado pesada para mí. Pero cuando mi brazo sea lo bastante fuerte, la manejaré.

—Solo tienes diez años y has perdido a tu padre y a tu hermano mayor, que murieron para liberar Egipto. Pese a su valor, la tarea está muy lejos de haber terminado. ¿Aceptas proseguirla aun a riesgo de tu vida?

—Vivir sin libertad es peor que la muerte.

—Egipto no puede sobrevivir sin la presencia de un faraón, Amosis, y a ti te ha elegido el destino para ejercer esa suprema función, como acabas de demostrar. Hasta que seas realmente capaz de cumplirla, asumiré mis deberes de regente.

—¿Por qué no os convertís en faraón, madre? Nunca podré igualaros.

—Cuando mi tarea haya concluido, cuando Egipto pueda respirar libremente, será necesario un gran rey, joven e imbuido del espíritu de Maat, para reconstruir un mundo en armonía con las potencias creadoras. La energía de reinar debe, pues, animar tu corazón.

Ahotep y su hijo se dirigieron hacia el nuevo sumo sacerdote Djehuty.

—Prepara la ceremonia de coronación —le ordenó la reina.

En el preciso instante en que Ahotep pronunciaba esas palabras, el emperador Apofis fue presa de un fuerte malestar mientras hacía la siesta en su habitación, iluminada por numerosas lámparas, que ardían noche y día. Los labios y los tobillos se le hincharon, y la garganta se le cerró; se asfixiaba.

—No habrá nunca más rey que yo —murmuró con una cólera que le devolvió la energía.

Tomando su daga de pomo de oro, con una flor de loto de plata y de hoja de bronce triangular, la clavó en el lugar del muro donde el pintor cretense había representado una palmera.

—¡Todo me pertenece, incluso esta imagen!

El emperador abrió la puerta de su habitación, ante la que hacían guardia dos hombres.

—Que vayan a buscar al gran tesorero y preparen mi silla de mano.

—¿Cómo os sentís, majestad?

—Al templo de Set, pronto.

Abandonando el cálculo de los beneficios obtenidos con la venta de la droga, Khamudi había acudido al palacio para ayudar a Apofis a instalarse en la magnífica silla de mano que habían utilizado algunos faraones del Imperio Medio.

Veinte fuertes mocetones la levantaron y adoptaron un ritmo rápido, evitando, no obstante, sacudir al señor de los hicsos. Cincuenta soldados se encargaban de la seguridad, y Khamudi, aficionado a la buena carne, tenía dificultades para seguir el ritmo.

Al paso del cortejo, los escasos ociosos se apartaban. Mujeres y niños entraban precipitadamente en las casas.

Pero un muchachito había dejado caer, en medio de la calle, un juguete de madera que representaba un cocodrilo con las mandíbulas articuladas. Soltó la mano de su madre para recuperarlo.

—¡Deteneos! —ordenó el emperador.

Con grandes ojos asombrados y curiosos, el chiquillo miraba a los soldados de cascos y corazas negros.

Sin la intervención de Apofis, habría sido pisoteado. Sobre su pecho, tenía muy apretado el cocodrilo de madera.

—Llévatelo, Khamudi.

Loca de preocupación, la madre se lanzó hacia los milicianos.

—¡Es mi hijo! ¡No le hagáis daño!

Tras una señal del emperador, el cortejo siguió adelante. El chiquillo no vio cómo un oficial degollaba a su madre.

Los sacerdotes de Set y del dios sirio de la tormenta, Hadad, no dejaban de recitar las fórmulas de conjuro para impedir que el cielo se desencadenara. Desde el comienzo de la mañana, extrañas nubes amenazaban Avaris. Un viento furioso, procedente del sur, hacía gemir las encinas plantadas alrededor del altar principal. Las aguas del canal más cercano se levantaban en furiosas olas.

—¡Llega el emperador! —exclamó un sacerdote.

La silla fue depositada, suavemente, en el suelo.

Muy pálido, jadeante, Apofis se levantó con dificultad.

—Este mal tiempo es anormal, majestad, y todos estamos muy inquietos —reconoció el sumo sacerdote de Set.

—Alejaos, tú y tus colegas, y seguid recitando las fórmulas. Los sacerdotes se apartaron. La voz ronca y la gélida mirada de Apofis eran más terroríficas aún que de ordinario. Contempló el cielo enloquecido, como si solo él fuera capaz de descifrarlo.

—Trae al niño, Khamudi.

El gran tesorero arrastró hasta el altar al muchachito, que no había soltado su juguete.

—Tengo que regenerarme —reveló Apofis—, pues la reina Ahotep acaba de concebir una nueva agresión contra mí. Lo que prevé no debe realizarse. Por eso, Set exige un sacrificio que me devuelva la salud, un sacrificio que produzca una monstruosa tormenta contra Tebas. Coloca al niño en el altar, Khamudi.

El gran tesorero creyó adivinar las intenciones de su señor.

—Majestad, ¿queréis que me encargue yo mismo?

Ahora su aliento me pertenece. Solo yo puedo extraerlo de su cuerpo.

Indiferente a los gritos y las lágrimas, Khamudi rompió el juguete del niño y colocó a este en el altar.

Y el emperador desenvainó la daga.