En menos de una jornada, el rumor se había extendido por toda la base militar de Tebas: la reina Ahotep se retiraba definitivamente al templo de Karnak, su hijo Amosis renunciaba a la corona y el ejército de liberación deponía las armas.
En poco tiempo, las hordas de los hicsos caerían sobre la ciudad de Amón y acabarían con todos los que intentaran resistir. Nariz Chata había sido el primero en desertar, seguido de inmediato por Vigoroso, un teniente de infantería que había combatido en Avaris y conocía la violencia del adversario. Convencidos por sus explicaciones, centenares de infantes se habían decidido a abandonar enseguida la base.
Un solo oficial había intentado recordar sus deberes a los soldados de Ahotep, pero su voz se había perdido de inmediato en un concierto de gritos, y había tenido que apartarse para no ser pisoteado.
—Hay que avisar a nuestros camaradas de la fortaleza —preconizó Vigoroso.
Los guardias se unieron a la muchedumbre de los que huían, seguidos muy pronto por la mayor parte de la tropa que residía en el edificio.
—¿Por dónde pasamos? —preguntó Nariz Chata.
—Por el Norte no —respondió Vigoroso—. Chocaríamos con los regimientos de élite del afgano y el Bigotudo.
—¿Y qué? Por mucho que sean los mejores, sin duda no tienen más deseos de morir que nosotros.
—¡Podría haber pelea! Yo voy hacia el Sur.
En la más completa confusión, los desertores se dispersaron. Dirigida por Nariz Chata, una ruidosa masa se encaminó hacia el Norte.
Pies de excepcional finura, piernas largas y elegantes, nalgas perfectamente torneadas, una espalda que se ofrecía a las caricias…
Justo después de la reina Ahotep, Felina era la más hermosa mujer del mundo. Y él, el Bigotudo, tenía la insensata suerte de hacer el amor con ella. Cuando la había conocido, durante la campaña de Nubia, se había enamorado inmediatamente de ella, aun rechazando un vínculo duradero, incompatible con su vida de soldado. Pero Felina se había escondido en el barco que zarpaba hacia Egipto, y el Bigotudo no había tenido valor para resistirse a ella.
La hermosa nubia no se había limitado a convertirse en una maravillosa esposa. Especialista en pociones, drogas y talismanes, se ocupaba de los heridos en los campos de batalla y había salvado numerosas vidas. Puesta a la cabeza del servicio médico de intervención rápida, Felina era considerada una heroína de la guerra de liberación.
El Bigotudo la besó tiernamente en el cuello.
—El gran consejo se eterniza —se lamentó ella.
—¿Y qué importa? La reina pierde el tiempo convenciendo a dignatarios que, como de costumbre, desaprueban unas decisiones que ella llevará, de todos modos, a la práctica. ¿No deberías pensar en otra cosa…?
Se escucharon repetidos golpes en la puerta de la habitación.
—¡Ah, no! —protestó el Bigotudo—. ¡Bien tengo derecho a una hora de intimidad!
—Abre pronto —exigió la voz grave del afgano.
—¿Qué sucede?
—Una especie de motín —indicó el afgano, un fuerte barbudo tocado con un turbante—. Los soldados desertan en masa e intentan corromper a nuestros hombres.
—¡No va a ser así! —rugió el Bigotudo, serenado de pronto—. ¡Nuestros muchachos no van a comportarse como cobardes! El Bigotudo estaba equivocado.
Convencidos por el rumor, los miembros de los regimientos de élite se dejaban arrastrar por la corriente.
El afgano intentó agarrar a un fugitivo, pero el Bigotudo detuvo su brazo.
—Están como locos; no podemos retenerlos.
—¿Y los que se dirigen hacia el palacio?
—A fin de cuentas ¡no se atreverán a tomarla con la reina!
Sobreexcitado, Nariz Chata y más de doscientos desertores marchaban sobre la residencia de la regente, decididos a saquearla.
—Tal vez solo seamos dos —comentó el afgano—, pero no se lo permitiremos.
—Sobre todo, no salgáis —recomendó el canciller Neshi—. ¡Nuestros soldados han perdido la cabeza! Pasemos por detrás del palacio y refugiémonos en el desierto.
El intendente Qaris asintió. Si la guardia personal de la reina se oponía a aquella horda, sería una carnicería. Y Ahotep no escaparía al furor de sus propias tropas.
—Partid todos y dirigíos a Tebas para proteger a mi madre y a mi hijo —ordenó Ahotep.
—Pero vos, majestad…
—No discutas, Neshi.
—¿Cómo podemos abandonaros?
—Solo cuenta la seguridad de Amosis. Dirígete a Tebas sin perder un instante.
El tono de la reina era tan imperioso que dignatarios y guardias acallaron sus quejas.
Poniéndose una fina diadema de oro, la majestuosa morena de ojos verdes se presentó ante los amotinados.
Estupefactos, se quedaron inmóviles.
Aprovechando aquel momento de indecisión, el Bigotudo y el afgano se colocaron a uno y otro lado de la reina. Incluso con las manos desnudas, eliminarían a un buen número de agresores.
Nariz Chata avanzó.
—Se ha dicho que os retirabais al templo, majestad… ¡Y estáis aquí!… ¡Sois un fantasma!
—¿Por qué has hecho caso al rumor?
—¡Porque los hicsos están llegando y ya no tenemos jefe!
—Soy la regente y mando en el ejército. No se ha descubierto ninguna oleada de asalto. Y si fuera así, la detendríamos.
—¿Sois, en efecto…, real?
—Toca mi mano y lo sabrás. Nariz Chata vaciló.
Combatir a los hicsos le daba miedo, pero tenía una mínima posibilidad de salvarse. En cambio, tocar a la esposa de dios era cometer tal ofensa que sería fulminado.
Entonces, se inclinó hasta que su nariz rozó el suelo. Y sus camaradas le imitaron.
—Os han mentido —declaró Ahotep— y os habéis comportado como niños asustados. Quiero olvidar este incidente. Que cada cual regrese a su puesto.
Los soldados se levantaron y aclamaron a la Reina Libertad. Ya nunca harían el menor caso de un rumor infundado.
Un Neshi presa de la inquietud avisó a la soberana.
—Majestad, algunos desertores arrastrados por el teniente Vigoroso intentan apoderarse de varias embarcaciones para abandonar la base.
Seguida del Bigotudo, el afgano y algunos soldados ganados de nuevo para su causa, la soberana se apresuró hasta el embarcadero, donde el enfrentamiento entre los arqueros de la Marina, al mando de Ahmosis, hijo de Abana, y los partidarios de Vigoroso sería por fuerza un desastre.
—¡La reina! —gritó un desertor—. ¡La reina está viva! Ahotep se colocó entre ambos bandos, sola y sin armas.
El teniente Vigoroso comprendió que acababa de cometer un error irreparable. Al propagar un falso rumor y al incitar a huir a numerosos soldados se había condenado a muerte.
—Lo siento, majestad, pero no tengo elección. Tengo que salir de aquí en barco. Y mataré a quien intente impedírmelo.
—No utilices las armas más que para combatir al enemigo y liberar tu país.
—¡Vos no podéis perdonar a un desertor!
—Te necesito, os necesito a todos para vencer al emperador de las tinieblas. Matarnos mutuamente le habría dado el triunfo, pero he roto ese maleficio. Formamos de nuevo una sola alma y solo debes confiar en mi palabra.
Vigoroso envainó otra vez la espada. Ante la luminosa mirada de Ahotep, sus soldados confraternizaron.