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Loco de rabia, el emperador Apofis colocó otra vez la corona roja del Bajo Egipto en la cámara fuerte de la ciudadela de Avaris, de donde no saldría nunca más. De nuevo, había intentado llevársela; de nuevo, le había provocado insoportables dolores en la cabeza y le había abrasado los dedos.

En un intento por olvidar aquel emblema de una época ya pasada, el señor de los hicsos subió lentamente a la más alta torre de la monumental ciudadela que dominaba su capital, transformada en un gigantesco campamento militar.

Alto, de nariz prominente y blandas mejillas, con el vientre hinchado y las piernas gruesas, el emperador, de setenta años, era de una fealdad espantosa, que utilizaba, de buena gana, como un arma para subyugar a sus interlocutores.

Apofis se quitó la cadena de oro que llevaba al cuello y de la que colgaban tres amuletos que encarnaban la vida, la prosperidad y la salud. Los ingenuos creían que le permitían conocer los secretos del cielo y de la tierra. Pero llegada la hora de la guerra total contra los tebanos y su maldita reina, no soportaba ya aquella bagatela.

El emperador de las tinieblas destrozó los amuletos y arrojó los restos al vacío.

Con los nervios ya calmados, contempló sus dominios, las doscientas cincuenta hectáreas de Avaris, la mayor ciudad del Oriente Próximo que se levantaba al nordeste del Delta, en la orilla este del brazo pelusíaco del Nilo, que los egipcios denominaban las Aguas de Ra.

Ra, la luz divina… Hacía ya muchos años que los hicsos la habían sustituido por la fuerza armada. Con sus murallas de contrafuertes y sus torres almenadas, la fortaleza, considerada inexpugnable, era el perfecto símbolo de ella.

Desde el abortado asalto del faraón Kamosis, envenenado por su espía, el emperador había abandonado solo una vez su cubil para dirigirse al templo de Set, el señor de la tormenta y de las perturbaciones cósmicas, fiel protector de Apofis. Quien se alimentaba con su violencia ignoraba la derrota.

Antaño presa de una incesante actividad, el puerto comercial de Avaris ya solo recibía unos pocos barcos cargueros, bajo la vigilancia de la Marina de Guerra. Nadie había olvidado la hazaña de los marinos de Kamosis, que se habían apoderado de trescientos navíos, llenos de riquezas, que Tebas había heredado.

Ese descenso de los tratos comerciales con los vasallos del imperio era solo pasajero; en cuanto la revuelta tebana fuese aplastada, enormes cantidades de oro, plata, lapislázuli, maderas preciosas, aceite, vino y demás productos llegarían de nuevo a la capital de los hicsos. La fortuna del emperador y de sus amigos seguiría aumentando, más deprisa aún que antaño.

Apofis detestaba el sol y el aire libre. Regresó a su palacio, situado en el interior de la fortaleza. Unas pequeñas aberturas dejaban pasar el mínimo de luz.

Gracias a su equipo de pintores llegados de Creta, el emperador había cubierto los muros de frescos, que estaban de moda en Cnosos, la capital de la gran isla. Destructor de muchas obras maestras del Imperio Medio, Apofis presumía de haber borrado de su ciudad cualquier rastro de arte egipcio. Cada día, en el cuarto de baño, en su alcoba, en los pasillos y en la sala del consejo, admiraba los paisajes de Creta; laberintos, grifos alados, danzarines de piel amarillenta o acróbatas que saltaban sobre los cuernos de un toro.

Cuando hubiera conquistado el Alto Egipto y arrasado Tebas, el emperador iniciaría un proceso de inmigración masiva para erradicar la antigua población, de la que nada debía subsistir. La vieja tierra de los faraones se convertiría realmente en una provincia de los hicsos, donde la misma noción de Maat, la frágil diosa de la verdad, de la justicia y de la armonía, habría desaparecido.

A Apofis le gustaba vagabundear horas y horas por la ciudadela, pensando en la extensión de su imperio, el más vasto nunca creado, que se extendía del Sudán a las islas griegas, pasando por Siro-Palestina y Anatolia. Los insensatos que intentaban rebelarse eran implacablemente eliminados. El ejército de los hicsos torturaba a los cabecillas y a sus familias, quemaba sus casas y sus aldeas. Así reinaba el orden hicso.

Solo la reina Ahotep se atrevía, aún, a desafiarlo. Tras haberla considerado una loca y una intrigante, el emperador había tenido que admitir que era una adversaria de consideración. Su ridículo ejército de campesinos se había aguerrido con el paso de los años, y Kamosis, el intrépido, había conseguido llevarlo hasta el pie de la ciudadela de Avaris.

Aquella hazaña solo había arañado el poderío hicso. Obligados a retroceder, los tebanos no tenían ya capacidad para reanudar la ofensiva, pero eran excelentes en el arte de tender trampas, dado su perfecto conocimiento del terreno. Así pues, el emperador no cedía a la precipitación, tanto más cuanto que debía resolver un notorio conflicto entre sus dos principales dignatarios: el gran tesorero Khamudi y el almirante Jannas.

Khamudi, depravado y cruel, estaba dispuesto a todo para enriquecerse, pero era un fiel ejecutor de las decisiones del emperador.

Jannas, el comandante en jefe de los ejércitos hicsos, cuya popularidad no dejaba de aumentar, era el héroe que había salvado Avaris.

Para complacer a la casta de los oficiales superiores, Apofis debería haber sacrificado a Khamudi; pero, en caso de haber actuado así, habría convertido al almirante Jannas en un personaje en exceso poderoso, al que numerosos soldados habrían considerado ya como el futuro señor de los hicsos.

Alimentado por la fuerza de Set, Apofis reinaría aún mucho tiempo. Por fortuna, Jannas era un auténtico soldado, que respetaba escrupulosamente las órdenes y nunca se propondría, conspirar contra el emperador. El gran tesorero debía comprender que el almirante garantizaba la seguridad del Imperio y que debía contentarse con sus numerosos privilegios.

El emperador no visitó a su esposa, Tany, a la que no había concedido el título de emperatriz, pues el verdadero poder no se compartía. Egipcia de origen modesto, había llevado a la tortura y la muerte a numerosas mujeres acomodadas, tras denunciarlas como resistentes. Aterrorizada por la visión de los soldados egipcios durante el ataque de Kamosis, guardaba cama.

Cuando Apofis salió de sus aposentos, el gran tesorero Khamudi le hizo una gran reverencia.

Con el negro pelo pegado a su redondo cráneo, los ojos algo rasgados, pesada osamenta y gordezuelos las manos y los pies, Khamudi era un gran comedor, aficionado a los vinos fuertes y a las jóvenes egipcias, a las que infligía las peores sevicias en compañía de su esposa Yima, tan perversa como él. No ocultaba al emperador sus bajezas ni sus malversaciones financieras, y no tomaba iniciativa alguna sin su consentimiento.

—Todo está listo, majestad.

Jefe de la guardia personal de Apofis, Khamudi había seleccionado a piratas chipriotas y libios, que no vacilarían en matar a quien esbozara el menor gesto de amenaza contra el emperador. Vistiendo túnicas con motivos florales, con los cabellos largos y trenzados, los brazos tatuados, aquellos cancerberos formaban una infranqueable muralla en torno al señor de los hicsos cuando aparecía en las calles de la capital. Generosamente pagados, podían permitirse cualquier mujer. Puesto que los tribunales habían sido suprimidos, Apofis se erigía en juez único y nunca desautorizaba a sus servidores.

El cortejo atravesó el cementerio de palacio, donde habían sido enterrados con sus armas, en sumarios sepelios, los oficiales hicsos muertos en combate. Dada la falta de espacio y el número de cadáveres que debían enterrarse, el emperador había tomado una decisión que horrorizaba a los egipcios: en vez de disponer una nueva necrópolis, enterraría a los muertos en los jardincillos e, incluso, en las casas. ¿No era estúpido perder un espacio precioso por unos despojos que pronto se reducirían a osamentas?

—¿Alguna protesta contra mi política? —preguntó Apofis, cuya voz ronca helaba la sangre.

—Algunas —respondió Khamudi, meloso—, pero ya he hecho lo necesario. Dado que el campo de concentración de Sharuhen está lleno, de momento, he considerado necesario abrir otro en Tjarul[2]. Los rebeldes han sido deportados allí.

—Perfecto, Khamudi.

Con la cabeza cubierta por un tocado a rayas en forma de seta, de talla media, casi flaco, de palabra y gestos lentos, el almirante Jannas ofrecía una engañosa apariencia. Quienes le habían considerado inofensivo no estaban ya en este mundo.

Tras haberse inclinado, también, ante el señor de los hicsos, el almirante había asistido a los rápidos funerales de sus hombres, muertos por las heridas recibidas durante el feroz combate con los egipcios en el puerto comercial de Avaris. Jannas podía presumir de haber frenado el ataque de Kamosis, muerto poco después, pero la reina Ahotep seguía siendo un peligro real.

Entre la general indiferencia, más de cien asnos fueron degollados y arrojados a las fosas con los cadáveres de los militares. Luego, el emperador inspeccionó el dispositivo de seguridad emplazado por Jannas para que un nuevo ataque fluvial de los tebanos no tuviera posibilidad alguna de éxito.

—Buen trabajo, almirante.

—Majestad, ¿cuándo tomaremos de nuevo la ofensiva?

—Limítate a obedecerme, Jannas.