Bañada por la claridad del alba, la reina Ahotep levantó las manos hacia el dios oculto, en señal de veneración.
—Mi corazón se orienta hacia tu mirada. Gracias a ti, nos saciamos sin comer y calmamos nuestra sed sin beber. Eres el padre de quien no tiene madre y el marido de la viuda. ¡Qué dulce es contemplar tu misterio! Tiene el sabor de la vida, da la sensación de una tela delicada a quien se reviste con él; es un fruto lleno de sol.
La hermosa mujer de treinta y nueve años estaba sola, al oriente de Karnak, celebrando la resurrección de la luz, que había vencido a la noche.
Pero ¿no era eso una ilusión en un Egipto cuyas provincias del Norte se ahogaban bajo el yugo opresor del emperador de los hicsos? Tras haber perdido a su marido y a su hijo mayor, que habían combatido valerosamente al invasor, la mujer que ocupaba la función de esposa de dios no sentía ya otro amor que el de la libertad, esa libertad que parecía inalcanzable dada la superioridad del ejército enemigo.
¿Cómo olvidar el formidable impulso que había llevado a las tropas tebanas hasta Avaris, la capital del emperador de las tinieblas? Pero se había roto al pie de una fortaleza inexpugnable, y los egipcios habían tenido que batirse en retirada.
Tras la desaparición del faraón Kamosis, digno sucesor de su padre, Seqen, la regente se había retirado al templo para recuperar fuerzas en el silencio. En el interior del recinto, en aquel hermoso pero modesto santuario, había meditado bajo la protección de Amón y de Osiris. Amón era el señor de Tebas, el creador del buen viento, el poseedor del secreto de los orígenes, cuya capilla solo se abriría por sí misma el día de la victoria total sobre los hicsos. Osiris, asesinado y resucitado luego, era el juez del más allá, el señor de la cofradía de los «justos de voz», a la que pertenecían entonces Seqen y Kamosis.
Muerto en combate, Seqen había caído en una trampa. Cuando se disponía a lanzar un nuevo asalto contra Avaris, Kamosis había sido envenenado y había vuelto para morir en Tebas, junto a su madre y ante la montaña de Occidente.
En ambos casos, un único culpable: el espía hicso que se había infiltrado en el Estado Mayor tebano. Por dos veces, había golpeado en la cabeza.
Sin embargo, la reina Ahotep solo estaba rodeada de compañeros incuestionables, que habían probado su valor y habían arriesgado su vida luchando, cada cual a su modo, contra los hicsos: Qaris, el intendente de palacio, especialista en información; Heray, el superior de los graneros, verdadero ministro de Economía; Emheb, el gobernador de Edfú, que había mantenido el frente de Cusae en un período desesperado y había sufrido varias heridas; Neshi, el portador del sello real, tan unido a Kamosis que había presentado su dimisión, rechazada por la reina; Ahmosis, hijo de Abana, un arquero selecto, gran exterminador de oficiales hicsos; el afgano y el Bigotudo, dos resistentes que comandaban los regimientos de élite y condecorados por sus hazañas; Lunar, el almirante de la flota, excepcionalmente competente y de constante valor.
¿Cómo imaginar, ni un solo instante, que uno de ellos pudiera ser ese espía a sueldo del emperador de las tinieblas? Evidentemente, había que buscar en otra parte y permanecer al acecho sin cesar. A pesar de su diabólica habilidad, el espía acabaría traicionándose.
Y entonces, Ahotep tendría que actuar con la rapidez de la cobra real.
La esposa de dios rodeó el pequeño lago sagrado, donde, cada mañana, el faraón debería haber tomado agua fresca procedente del Nun, el océano de energía, para proceder a las purificaciones y crear así un nuevo dinamismo, indispensable a todas las formas de existencia, de la estrella a la piedra.
Pero el joven faraón Kamosis había muerto a los veinte años, y su sucesor, su hermano Amosis, solo tenía diez.
Por segunda vez, Ahotep se convertía en regente y debía pilotar, de nuevo, el navío del Estado.
Aunque no había sido vencido, el emperador, sin embargo, tampoco triunfaba. Correspondía a la Reina Libertad demostrarle que nunca reinaría sobre las Dos Tierras.
Con manifiesta alegría, Risueño el Joven se reunió con su dueña. Olvidando su peso, el perrazo se levantó y puso las dos enormes patas delanteras en los hombros de la reina, que a duras penas mantuvo el equilibrio. Tras haberle lamido concienzudamente las mejillas, el perro precedió a Ahotep, que se dirigía hacia el palacio de la gran base militar instalada al norte de Tebas[1]
En el corazón de una árida zona, el joven rey Seqen había formado a los primeros soldados del ejército de liberación, en condiciones especialmente duras. Luego, habían construido un cuartel, algunas casas, una fortaleza, una residencia real, una escuela, un hospital y las capillas. Los reclutas aprendían allí el oficio de soldado, al mando de instructores de puño de hierro, que nada les ocultaban de los terroríficos combates que les aguardaban.
En las puertas de palacio, Risueño el Joven se quedó inmóvil y olisqueó la atmósfera. Más de una vez, al igual que su padre, Risueño el Viejo, su olfato le había permitido descubrir el peligro y salvar así a Ahotep, que se guardaba mucho de desdeñar sus advertencias.
El intendente Qans se presentó en el umbral.
Rechoncho, de redondas mejillas, con una calma imperturbable, Qaris era la encarnación de la amabilidad. En lo más duro de la opresión de los hicsos, no había dudado en desempeñar el papel de agente de contacto entre los escasos resistentes y en recabar información, aun a riesgo de ser denunciado y condenado a muerte.
—¡Majestad, no os esperaba tan pronto! Los equipos de limpieza están trabajando aún y no he tenido tiempo de supervisar la comida.
Apaciguado y con la mirada chispeante, Risueño el Joven lamió la mano al intendente.
—Convoca a los responsables en la sala del consejo.
La obra maestra del intendente Qaris era una maqueta de Egipto en la que se podían ver las partes del territorio liberadas y aquellas que seguían ocupadas por los hicsos.
Cuando la joven Ahotep había descubierto por primera vez ese secreto de Estado, solo Tebas gozaba de relativa autonomía. Entonces, gracias a las hazañas de los faraones Seqen y Kamosis, los hicsos ya solo controlaban el Delta, y su aliado nubio, el príncipe de Kerma, seguía atrincherado en su lejano dominio del Gran Sur.
La Balanza de las Dos Tierras, Menfis, punto de paso y de equilibrio entre el Alto y el Bajo Egipto, había sido, ciertamente, liberada, pero ¿por cuánto tiempo? Las tropas del almirante hicso, Jannas, no se limitarían eternamente a defender Avaris y no tardarían en lanzar una ofensiva.
Los dignatarios se inclinaron ante la regente. Su descuidado aspecto revelaba la inquietud y el desaliento.
Flaco y con el cráneo afeitado, el canciller e intendente del ejército, Neshi, alivió a sus colegas tomando la palabra.
—Las noticias no son buenas, majestad. Si deseamos defender Menfis, y eso se anuncia especialmente difícil, tendremos que reunir allí el grueso de nuestras tropas. En caso de derrota, el camino de Tebas quedaría libre.
Muy incisivo de ordinario, Neshi parecía aplastado por el peso de la realidad.
—¿En qué piensas, Emheb? —preguntó la regente.
Tras haber combatido mucho tiempo en primera línea, el buen gigante, a su regreso de Menfis, estaba autorizado a emitir una opinión que algunos consideraban decisiva.
El gobernador Emheb se expresó con ardor.
—O atacamos de nuevo Avaris para deslomar a Jannas, o establecemos una línea de defensa en la que sus hombres se estrellen. Como la primera solución me parece demasiado arriesgada, defenderé, pues, la segunda. Pero, en ese caso, Menfis sería muy mala elección. Al margen del período de la crecida, los hicsos pueden utilizar sus armas pesadas, carros y caballos, y no tendremos tiempo de edificar murallas en torno a la ciudad.
—Lo que significa que la abandonamos a sus propias fuerzas —concluyó la reina.
Los dignatarios agacharon la cabeza.
—Que se entreguen armas a su guarnición —ordenó Ahotep— y que las palomas mensajeras nos informen de la evolución de la situación. Estableceremos nuestra linea de defensa a la altura de Fayum, a un centenar de kilómetros al sur de Menfis, en el lugar llamado Puerto de Kamosis en homenaje a mi hijo mayor. Que Neshi organice, de inmediato, un campamento militar y que los ingenieros construyan muelles de piedra. El almirante Lunar agrupará allí la mayoría de nuestros navíos de guerra, y el gobernador Emheb tomará las disposiciones necesarias para detener un eventual asalto de los carros hicsos. Que nuestros astilleros multipliquen sus esfuerzos para aumentar el número de unidades.
Todos aprobaron las decisiones de la reina.
El consejo se dispersaba cuando un oficial de la guardia irrumpió en la sala.
—¡Majestad, es muy grave! ¡Centenares de soldados acaban de desertar!