El número 1.790 se derrumbó.
Con la nariz en el lodo, Grandes Pies no tenía ya deseos de vivir. Tras tantos años pasados en el campo de concentración de Sharuhen, en Palestina, sus últimas fuerzas se habían agotado.
Sharuhen era la base de la retaguardia de los hicsos, que ocupaban Egipto desde hacía más de un siglo y habían instalado su capital en Avaris, en el Delta. Su jefe supremo, el emperador Apofis, no se limitaba a que reinara el terror por medio del ejército y la policía. Tras dar su aprobación a una seductora idea del gran tesorero Khamudi, su fiel mano derecha, había erigido un presidio al pie de la fortaleza de Sharuhen, en una zona pantanosa e insalubre. En invierno, soplaba un viento gélido; en verano, caía un sol asesino. El lugar estaba infestado de mosquitos y tábanos.
—Levántate —suplicó el número 2.501, un escriba de unos treinta años, que, en tres meses, había perdido diez kilos.
—No puedo más… Déjame.
—Si renuncias, Grandes Pies, vas a morir. Y nunca volverás a ver tus vacas.
Grandes Pies quería morir, pero deseaba aún más ver de nuevo su rebaño. Nadie sabía cuidarlo como él.
Como muchos, había creído en la propaganda de los hicsos: «Traed a vuestros flacos animales, para que pasten en las herbosas tierras del norte —ofrecían—. Cuando recuperen su vigor, volveréis a vuestras casas».
Los hicsos habían robado los rebaños, habían matado a los boyeros que habían protestado con vehemencia y habían arrojado a los demás al campo de exterminio de Sharuhen.
Grandes Pies nunca les perdonaría que lo hubieran separado de sus vacas. Habría aceptado una labor suplementaria, trabajos forzados, penosas marchas por tierras inundadas, un menor beneficio, pero no aquello.
El número 1.790 se levantó.
Como sus compañeros de infortunio, había soportado que le marcaran el número de condenado en presencia de todos los prisioneros, obligados a mirar. El que apartaba la mirada o cerraba los ojos era ejecutado de inmediato.
Grandes Pies todavía sentía el atroz dolor provocado por el cobre enrojecido al fuego. Cuanto más aullaba, más duraba el suplicio. Y varios heridos habían muerto de infección. En el presidio de Sharuhen no había médico ni enfermero, y no se dispensaba el menor cuidado. Si no hubiera tenido una robusta constitución, una delgadez natural y la costumbre de contentarse con poco, ya haría tiempo que el boyero habría sucumbido. En Sharuhen, los grandes comedores no duraban más que unos meses.
—Toma, come un poco de pan seco.
Grandes Pies no rechazó el suntuoso regalo de su amigo, condenado por haber conservado en su casa un himno al faraón Sesostris. Denunciado por un vecino, había sido considerado un peligroso conspirador y lo habían deportado de inmediato. El emperador Apofis, autoproclamado faraón, no soportaba la menor referencia al glorioso pasado de Egipto.
Una chiquilla se acercó a los dos hombres.
—¿No tenéis algo para comer? ¡Tengo hambre!
Grandes Pies se avergonzó por haberse zampado demasiado deprisa el mendrugo de pan.
—¿Los guardias no te han dado hoy tu ración?
—Me han olvidado.
—¿No los ha llamado tu mamá?
—Mi mamá ha muerto esta noche.
La chiquilla se alejó para reunirse con el cadáver de su madre. Nadie podía hacer nada por ella. Si alguien la tomaba a su cargo, la niña le sería arrebatada enseguida y entregada como pasto a los mercenarios de la fortaleza.
—Un nuevo convoy —advirtió el escriba. La pesada puerta de madera del campo acababa de abrirse.
Provista de un bastón, una mujer alta, de enormes manos, golpeaba a unos ancianos que caminaban penosamente.
Uno de ellos se derrumbó con el cráneo aplastado. Los demás aceleraron el paso con la esperanza de evitar los golpes, pero los torturadores hicsos no respetaron a nadie.
Sorprendidos de estar vivos aún, los más fuertes se levantaron con mucha lentitud, temiendo nuevas sevicias. Pero sus verdugos se limitaron a mirarlos con aire burlón.
—¡Bienvenidos a Sharuhen! —clamó Dama Aberia—. Aquí aprenderéis, por fin, a obedecer. Que los vivos entierren a los muertos y limpien ese campo. ¡Es una verdadera pocilga!
En boca de una hicso que nunca comía cerdo, no podía haber peor insulto.
Grandes Pies y el escriba se precipitaron, pues a Dama Aberia le gustaba que los deportados dieran pruebas de buena voluntad. La falta de ardor en la tarea llevaba al suplicio.
Con las manos, excavaron fosas en las que metieron los cadáveres, sin que pudieran celebrar el menor rito. Según su costumbre, Grandes Pies dirigió una muda plegaria a la diosa Hathor, que acogía en su seno las almas de los justos y se encarnaba en una vaca, la más hermosa de las criaturas.
—Mañana habrá luna nueva —anunció Dama Aberia con cruel sonrisa antes de abandonar el campo.
Un anciano que acababa de llegar con el último convoy se acercó a Grandes Pies.
—¿Podemos hablar?
—Ahora que ella se ha marchado, sí.
—¿Por qué esa diablesa se preocupa por la luna?
—Porque, cada vez que renace, elige a un prisionero y lo estrangula lentamente ante los demás.
Encorvado, el anciano se sentó entre ellos.
—¿Qué son esas cifras en vuestros brazos?
—Nuestros números de penado —respondió el escriba—. Mañana mismo tú y los nuevos seréis marcados.
—¿Significa eso que… más de dos mil desgraciados han sido deportados aquí?
—Muchos más —estimó Grandes Pies—. Incontables prisioneros han muerto o han sido torturados antes de quedar reducidos a un número…
El anciano apretó los puños.
—Hay que mantener la esperanza —declaró con inesperado vigor.
—¿Por qué razón? —preguntó el escriba, desengañado.
—Porque los hicsos están cada vez menos seguros de sí mismos. En las ciudades del Delta y en Menfis se organiza la resistencia.
—La policía del emperador acabará con ella.
—¡Tiene cada vez más trabajo, créeme!
—Hay tantos delatores… Nadie escapa a las mallas de la red. Yo maté con mis propias manos a un vendedor de papiro que había denunciado a una mujer a la milicia de los hicsos solo porque se le negaba. Y, sin embargo, era joven y mucho más fuerte que yo. Pero encontré la energía necesaria para acabar con a aquel monstruo, y no lo lamento. Poco a poco, la población comprende que inclinar la cabeza lleva al matadero. Lo que el emperador desea es el exterminio de los egipcios, a los que sustituye por hicsos. Roban nuestros bienes, nuestras tierras, nuestras casas, y quieren también destruir nuestras almas.
—Éste es el objetivo del campo —advirtió el escriba con voz rota.
—Apofis olvida que Egipto tiene verdaderas razones para esperar —se exaltó el anciano.
El corazón de Grandes Pies latió algo más deprisa.
—La Reina Libertad —prosiguió el viejo—, ella es nuestra esperanza. Jamás renunciará a combatir contra Apofis.
—Las tropas tebanas no han conseguido apoderarse de Avaris —recordó el escriba—, y el faraón Kamosis ha muerto. La reina Ahotep lleva luto y se esconde en su ciudad. Antes o después, los hicsos se apoderarán de Tebas.
—¡Te equivocas! La reina Ahotep ha hecho ya tantos milagros… Nunca renunciará.
—Solo es una leyenda. Nadie conseguirá aniquilar el poderío militar de los hicsos y ninguno de nosotros saldrá vivo de este campo, cuya existencia ignoran los tebanos.
—Yo tengo confianza —dijo Grandes Pies—. La Reina Libertad me permitirá volver a ver mis vacas.
—Mientras —recomendó el número 2.501—, limpiemos nuestra prisión. De lo contrario, nos apalearán.
Entre los recién llegados, cuatro habían sucumbido durante la noche. Grandes Pies acababa de enterrarlos cuando Dama Aberia cruzó la puerta del campo.
—Ven enseguida —le dijo el campesino al anciano—. Hay que reunirse y ponerse en fila.
—Me duele tanto aquí, en el pecho… No puedo moverme ya.
—Si no estás de pie, Dama Aberia te apaleará hasta la muerte.
—No le daré ese gusto… Sobre todo, amigo, sobre todo… mantén la esperanza.
El anciano lanzó un lacerante estertor. Su corazón acababa de ceder.
Grandes Pies corrió a reunirse con los demás, bien alineados ante Dama Aberia, que sacaba más de una cabeza a la mayoría de los prisioneros.
—Ha llegado la hora de distraernos —dijo ella—, y sé que esperáis con impaciencia el número del afortunado que será el héroe de nuestra fiestecita.
Contempló a cada deportado con gula. Allí, Dama Aberia detentaba el derecho de la vida y la muerte.
Como si no estuviera satisfecha, recorrió las hileras; luego, se detuvo ante un hombre, joven aún, que no pudo impedir que todos sus miembros temblaran.
—Tú, el número dos mil quinientos uno.