Los humanos habían cometido traición una vez más. Por lo común, el ocaso ofrecía un momento de paz y serenidad. Pero aquel anochecer el sol era de un rojo sangre, y la Divina Adoratriz sintió el corazón en un puño.
La sacerdotisa, que reinaba sobre la ciudad santa de Karnak, cumplía con los ritos reales, fundaba edificios y gobernaba un enclave respetado por el faraón Amasis, un apasionado de la cultura griega. Desde la fundación de la dinastía saíta,[1] el Bajo Egipto se volvía hacia el mundo exterior y aceptaba, cada día más, la degradación de los ideales y las costumbres.
Consciente de la gravedad de la situación, la Divina Adoratriz intentaba salvaguardar los valores heredados de los antiguos fundadores. Sólo el estricto respeto del ritual seguía salvando a su país del caos, y la menor negligencia en este campo tendría consecuencias catastróficas. Así pues, exigía la mayor seriedad de sus ritualistas y de su personal, fieles a la esposa terrenal del dios oculto, Amón.
No obstante, ese frágil equilibrio, mantenido en Tebas, amenazaba con romperse, pues el agresivo sol anunciaba un período crítico.
Los dioses, que no soportaban la ceguera y la mediocridad de los humanos, no tardarían en vengarse. En pleno ojo del huracán, la Divina Adoratriz resistiría hasta el último instante.
Aguardaría sin cambiar un ápice sus costumbres, ni tampoco la justa celebración de fiestas y ritos. El viento de tormenta le llevaría seres deseosos de luchar contra la adversidad y rechazar la desgracia. Y, si se mostraban dignos, ella les ofrecería el tesoro preservado en Karnak.
¿Escaparían, gracias a él, de la venganza de los dioses?