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El segundo ritualista no dejaba de maldecir al innoble individuo que lo había agredido y se había apoderado de varios amuletos antiguos, de inestimable valor.

—El juez Gem desea veros —lo avisó un policía.

—¿El jefe de la magistratura?

—Eso es.

—Creía que estaba… en Sais.

—Acaba de llegar a Menfis.

Orgulloso de ser tan apreciado, el segundo ritualista corrió hasta el despacho del alto dignatario. Tras haberlo registrado, un asesor lo presentó.

—¿Reconocéis a este hombre? —preguntó Gem a quemarropa, al tiempo que le mostraba un retrato.

—Sí, sí, creo que sí.

—¿Lo creéis o estáis seguro?

—¡Casi seguro!

—¿Es vuestro agresor?

—¡En efecto!

—¿Cómo se llama?

—Ah…, no lo sé.

—Sorprendente —gruñó Gem—. ¡Trabajaba a vuestras órdenes y no sabéis su nombre!

Al encontrarse de pronto en la posición del acusado ante un magistrado colérico, el segundo ritualista perdió su aplomo.

—El muy bandido sólo era un simple sacerdote del Ka, pero mi superior estaba encantado con él y…

—Ya lo he interrogado —interrumpió el juez—. Lo que me interesa es vuestro testimonio. Según vuestra declaración, lo descubristeis en una capilla del templo funerario de Keops, robando amuletos y un papiro.

—Eso es. Pensando sólo en mi deber, intenté impedírselo y llevarlo al puesto de policía. Y aquel bruto me golpeó con violencia antes de huir.

—Los dos cofres de la capilla contenían aún el papiro y cuatro amuletos de oro. ¿Qué robó exactamente vuestro agresor?

—¡Muchos amuletos más!

—¿Cuántos?

—Es difícil de decir…

—¿Qué representaban?

—Lo ignoro.

—¿Estáis del todo seguro de que el muchacho robó algún objeto ritual?

—La lógica me dice que.

—¡De modo que no estáis seguro!

La vehemencia del juez asustó al segundo ritualista.

—No, no del todo.

—Gracias por vuestra colaboración. Ahora salid.

Gem disponía de nuevos hechos. Según su superior, el segundo ritualista era un tipo avaricioso capaz de calumniar a cualquiera para obtener un ascenso. Así pues, su testimonio parecía dudoso. Sin embargo, Kel había intentado robar un tesoro necesario para los conspiradores deseosos de tomar el poder.

El juez tenía ante sus ojos aquel tesoro. Se trataba de cuatro amuletos tradicionales, cargados de magia y, sin embargo, abandonados allí. Y un papiro en lenguaje críptico, indescifrable. ¿Estaría ligado al documento del que hablaba el jefe de los intérpretes justo antes de su asesinato?

Si el escriba Kel realmente deseaba apoderarse de los objetos, ¿por qué no había suprimido al segundo ritualista? ¡Ya no le venía de un cadáver! ¿El asesino sólo intentaba sabotear la restauración del templo de Keops o había ido a recuperar un documento indispensable?

La segunda opción parecía la más lógica.

Así pues, Kel había conseguido descifrar el texto y había abandonado el propio documento, inútil ya. El juez debía consultar a los eruditos para conocer el contenido de aquel enigmático mensaje.

Los conjurados, que habían sido reunidos urgentemente por su jefe, tenían mala cara. Esta vez, el asunto pintaba mal.

—Ese maldito escriba sigue burlándose de nosotros —declaró uno, inquieto—. ¡Y ahora tiene ya la clave del código!

—Eso no es cierto —objetó el jefe—. Tal vez ni siquiera haya descifrado el papiro que data del reinado de Keops.

—¡No debemos creer que es estúpido! La adversidad endurece al muchacho. Pensábamos manipular a un ingenuo y entregar a la justicia un culpable ideal, y nos encontramos ante un adversario decidido a descubrir la verdad, ¡aun a costa de su propia vida!

—Pongámonos en lo peor —propuso otro conjurado—. Kel ha descubierto una profecía alarmista y ha comprendido que algunos cambios amenazaban el viejo Egipto. Ignora nuestros nombres, nuestras verdaderas intenciones y nuestro plan de acción. Varias veces, en el pasado, los videntes anunciaron los peligros del porvenir. Ese texto antiguo no se refiere forzosamente a nuestra época. Desde el punto de vista de un escriba letrado, ¿acaso no se reduce a un simple ejercicio de estilo? Y si ese sabueso le otorga, sin embargo, un interés fundamental, se topará con un muro infranqueable. Nunca obtendrá la clave del código.

—A menos que llame a la puerta adecuada.

—Es inaccesible, lo sabes muy bien.

—Precisamente, lo dudo.

—Sólo la Divina Adoratriz podría permitirle a Kel desvelar el código. En primer lugar, tendría que obtener esa información; luego debería llegar a Tebas y obtener una audiencia; finalmente, tendría que convencer a la anciana sacerdotisa para que le ayudara y se convirtiera en su aliada. A pesar del empecinamiento de ese escriba y de la increíble suerte de la que ha gozado hasta hoy, es imposible.

—Debemos hacer que Tebas le resulte inaccesible —decidió el jefe.

—De hecho ya lo es. El río y las vías terrestres están severamente controlados.

—¡No seamos ilusos! —protestó el inquieto—. Ni en Sais ni en el Delta la policía ha conseguido capturar a Kel. Y ahora está en Menfis, donde ocultarse no presenta demasiadas dificultades.

—Según nuestras informaciones, no conoce el sur. Si corre el riesgo de dirigirse a Tebas, pronto será descubierto.

—¿Y si tiene cómplices?

—Kel no es el jefe de una organización de rebeldes, sino un simple escriba extraviado en el meollo de un asunto que lo supera.

—Hoy por hoy, constituye una amenaza real.

—Así pues, sigamos poniéndonos en lo peor, y pensemos en un eventual viaje a Tebas. Sin duda, lo suprimiremos antes de que pise el suelo de la ciudad santa. ¿Acaso los policías y los militares no han recibido la orden de acabar con él?

—¿Y si consigue escapar y convencer a la Divina Adoratriz de su inocencia?

—¡Eso es imposible!

—Desde el comienzo, hemos subestimado a ese joven. Persistir en ello podría llevarnos al desastre.

—¿Qué propones?

—Sólo una alianza entre la Divina Adoratriz y Kel nos impediría alcanzar nuestros objetivos. O la eliminamos o…

—¿Asesinar a la esposa del dios Amón, la soberana de su dominio sagrado? ¡Ni lo sueñes!

—Si Kel se acerca demasiado a ella —decidió el jefe de los conjurados—, no habrá otra solución.