Kel comenzó su servicio al amanecer. Llevando una bandeja de ofrendas alimenticias, penetró lentamente en el templo de la pirámide del faraón Keops. El poder de aquella arquitectura, expresión del reinado de los gigantes, lo fascinaba. Los enormes bloques, dispuestos de acuerdo con una geometría compleja, atestiguaban la ciencia de los constructores. Y los saitas, incapaces de realizar semejante obra, se limitaban a restaurarla para que la magia de la edad de oro no desapareciese.
En el interior de la pirámide, inaccesible a los mortales, el proceso de resurrección se llevaba a cabo permanentemente. A su modesto nivel, un sacerdote del Ka contribuía a alimentarlo.
Kel dejó las ofrendas en una mesa de piedra que tenía la forma del jeroglífico hotep, que significaba «paz, plenitud, consumación». En ese instante, el más allá y el aquí se interpenetraron. El escriba sentía la presencia del Ka real, del antepasado fundador, piedra fundamental del edificio.
A una y otra parte de la capilla axial, dos pequeñas estancias servían para almacenar los objetos rituales. Kel conocía la primera, pero no había explorado aún la segunda.
Una vez hubo cruzado el umbral, sintió una extraña sensación.
No, no se trataba de una simple reserva.
En el centro había dos cofres de alabastro desprovistos de inscripciones; por la calidad de su pulido y el particular brillo del material, databan del tiempo de las pirámides.
Lo aguardaban.
Con mano vacilante, el escriba levantó la primera tapa y descubrió cuatro amuletos de oro: el pilar estabilidad, símbolo de la resurrección de Osiris,[35] el nudo mágico de la diosa Isis,[36] el buitre de la diosa Mut, «madre y muerte» a la vez,[37]y el ancho collar[38] donde se encarnaba la Eneada, cofradía de las potencias creadoras.
Kel, que se guardó mucho de tocar aquellas obras maestras de orfebrería, levantó entonces la segunda tapa.
¡Un papiro cuyo sello había sido roto!
El escriba lo desenrolló con sumo cuidado. Era de una calidad excepcional, su caligrafía, fina y precisa. Pero… ¡El texto era indescifrable!
Un documento codificado, de nuevo.
¿Y si los amuletos ofrecieran la clave? ¿Sería preciso utilizar uno solo o los cuatro al mismo tiempo? La segunda solución era la adecuada. De una increíble complejidad, procuró al escriba las pausas del texto, las palabras que debían descartarse, las que debían invertirse y las que debían completarse. ¡Sin estabilidad, magia, muerte y anchura, no había posibilidad de lectura alguna!
Entonces, Kel leyó las palabras de un profeta que describía los tiempos que estaban por venir:
Lo que habían predicho los antepasados ha sucedido. El crimen está por todas partes, el ladrón se ha hecho rico, las gentes se apartan de lo espiritual para amasar bienes materiales, la palabra del sabio ha huido, el país ha sido abandonado a su debilidad, el corazón de todos los animales llora, los escritos de la cámara sagrada han sido hurtados, los secretos que allí están han sido traicionados, las fórmulas mágicas han sido divulgadas y circulan desprovistas de eficacia desde que los profanos las memorizaron. Las leyes de la sala del juicio son arrojadas al exterior, la gente las pisotea en las calles. Quienes fomentan querellas no han sido rechazados, ninguna función está ya en su lugar. La transmisión de los mensajes está destruida.[39]
Kel tenía prisa por saber si aquel código le permitiría descifrar, por fin, el maldito papiro, origen de tantos crímenes. A su espalda oyó entonces una voz agresiva.
—¿Qué estás haciendo aquí? El escriba mantuvo la sangre fría.
—Guardo objetos.
—Esta capilla está en obras —declaró el segundo ritualista—. Nadie está autorizado a entrar en ella.
—No lo sabía.
—Apártate.
Kel obedeció.
—Se diría que examinabas el contenido de estos cofres… El escriba no se inmutó.
—Amuletos de oro, un papiro antiguo… ¡Es un buen tesoro! ¿No estarías robando estos objetos preciosos?
—¡De ningún modo!
—Mientes.
—Me acusáis en falso.
—Los hechos están muy claros, muchacho, y el asunto me parece especialmente grave. Presentaré una denuncia contra ti, y mi testimonio tendrá mucho valor. Entretanto, me acompañarás al puesto de policía. Luego avisaré a mi superior.
—Os equivocáis. He abierto estos cofres, en efecto, y he visto su contenido. Pero sólo me disponía a poner de nuevo las tapas y a salir de la capilla.
—¡Eso no se lo creerá nadie! Sin duda los policías descubrirán objetos robados en tu habitación y recibirás una pesada condena.
—Rechazáis la verdad e intentáis sacarme de en medio.
—¡La verdad es evidente!
—No tengo en absoluto la intención de ocupar vuestro lugar —afirmó Kel—. Dejadme cerrar estos cofres, salir de la capilla y cumplir con mis obligaciones rituales.
—¡Basta ya de cháchara! Considérate arrestado. Vamos, ¡ve delante!
Aunque era contrario a la violencia, el escriba se vio obligado a defenderse del segundo ritualista, que cayó de espaldas.
Atontado, aquel tipo pesado tardaría sólo unos segundos en levantarse y dar la alarma.
Kel atravesó el templo, el atrio y se dirigió luego hacia la aldea de los artesanos.
La policía acudiría primero a su casa e interrogaría a sus colegas. Nadie conocía sus vínculos con Bebón.
Afortunadamente, el cómico estaba en el taller, afilando unos pinceles de cobre.
—¡Rápido, hay que huir!
—¿Te han descubierto?
—Ya te lo explicaré. ¿Dónde podemos ocultarnos?
—Como ya había previsto que algo así podía suceder, no me pillas desprevenido.
Los dos amigos se apresuraron hacia un almacén de ladrillos abandonado. Allí Bebón había ocultado esteras, algunas ropas, jarras de agua y alimentos.
—Según mi patrón —indicó—, el edificio amenaza ruina y lo demolerán muy pronto. Nadie viene nunca por aquí.
—Tal vez haya descubierto la clave del código —le reveló entonces Kel, relatando las circunstancias de su hallazgo—. Ve a buscar a Nitis y que venga con su copia del papiro. La mía se ha quedado en mi habitación, bajo mi paleta. Es imposible recuperarla: la policía ya debe de estar registrando el lugar.
—Sobre todo, no te muevas y no te impacientes —le recomendó el actor. Cualquier contratiempo podría retrasarnos.