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Kel y Bebón salieron de inmediato de su escondite.

—¡Estáis sanos y salvos! —advirtió la muchacha, aliviada—. Me preguntaba si no se trataría de una trampa. Sólo Viento del Norte me ha tranquilizado. Vigila los alrededores, con vuestro amigo.

—Los ladridos del perro… —recordó Bebón.

—Un buen guardián que indicaba mi presencia. Lo he tranquilizado y ha vuelto a dormirse. Venid, pronto, abandonaremos el barrio y nos marcharemos a Menfis, a bordo de una embarcación oficial.

—¿Nos… nos acompañáis? —se extrañó Kel.

—El faraón ha decidido restaurar el templo de la pirámide de Keops y ha requisado a ritualistas y artesanos. Bebón será un excelente ayudante de escultor y vos un sacerdote del Ka perfecto. Como delegados del templo de Neit, gozaremos de ciertas consideraciones y de la protección del ejército.

—Un nuevo papel que representar —apreció el cómico—. Afortunadamente, ya he trabajado en alguna obra.

—En cuanto lleguemos a Menfis —anunció Kel—, huiremos.

—De ningún modo —objetó la sacerdotisa—. Amasis tomó su decisión a causa de un sueño que le ordenó que venerase a los antepasados y adecuara sus lugares de culto.

—Los antepasados… —repitió el escriba, intrigado—. ¿Será ésa la señal esperada?

—Los dioses no nos abandonan —declaró Nitis. ¿Descubrirían por fin la clave del código?

El patrón del taller de los escultores era un hombre rudo y desagradable. Pero gracias a su constante buen humor y a la eficacia de Viento del Norte, encargado de llevar alimentos y bebidas a los artesanos, Bebón consiguió domesticar a su empleador.

—Los humanos son bastones torcidos —le dijo al cómico—. Sólo piensan en holgazanear y distraerse. Si no impusiera una estricta disciplina, el trabajo no avanzaría. Y el faraón tiene prisa. Exige la creación de varias decenas de estatuas a la antigua, de piedra dura. No me importaría regresar al rigor de los antiguos tiempos. Pero a veces la mano de mis escultores desfallece, y debo rectificar. El basalto, la serpentina y la brecha exigen mucha precisión. Y quiero un pulido perfecto.

Estatuas de divinidades y de grandes personajes iniciados en los misterios tomaron forma ante los ojos de Bebón, encargado de cuidar el taller, limpiar las herramientas y guardarlas todas las noches. Tenía tiempo de copiar los textos grabados a medida que eran compuestos, y de transmitirlos a Kel y a Nitis.

Pero ninguno de ellos les indicó elementos que pudieran desvelar el código.

Mientras Nitis y los iniciados de la Casa de Vida volvían a formular los antiquísimos rituales destinados al renacimiento de la potencia del faraón Keops, Kel llevaba a cabo su modesta tarea de servidor del Ka, de acuerdo con las directrices de un austero ritualista que coordinaba las actividades de los servidores en la planicie de las pirámides.

Mediante la restauración del templo como en su origen y la modelación de estatuas, los sacerdotes y los artesanos llevaban a cabo una función esencial: reunir a los dioses con su Ka, potencia creadora inalterable. Se encarnaba en su morada sagrada y en sus cuerpos de piedra, escapando así al desgaste del tiempo y a las vicisitudes humanas.

Al vincularse a los gigantes del Imperio Antiguo como Keops, Amasis fortalecía su propia potencia y afirmaba su respeto por los valores tradicionales. Él, el heraldo de la cultura griega que comenzaba a impregnar Egipto en detrimento de Maat, ¿cambiaría realmente de rumbo?

Kel y Nitis lo dudaban.

Puesto que aquel imperativo sueño advertía al rey de que su deriva lo conducía al desastre, el faraón intentaba reparar sus errores implorando la protección de ilustres antepasados. Pero ¿sería suficiente esa maniobra?

El escriba cumplía escrupulosamente con sus obligaciones, presentando vasos y copelas que contenían ofrendas. El alma del rey resucitado absorbía su energía sutil, restituyéndola en forma de irradiación creadora.

Satisfecho con el comportamiento de Kel, el ritualista en jefe del templo de la pirámide le atribuyó más responsabilidades. En adelante, él mismo elegiría las ofrendas, en función de los imperativos simbólicos, velaría por el cuidado de los objetos y tendría acceso a algunas capillas de la parte secreta del santuario, donde se expresaba la voz de los antepasados.

Sin embargo, al segundo ritualista no le gustó en exceso ese ascenso. El hombre, demasiado bien alimentado, con el pelo negro pegado a su cráneo lunar y de manos y pies gordezuelos, esperaba ocupar muy pronto el lugar de su superior, que padecía artrosis.

Mientras llenaba de vino un vaso de alabastro, Kel sintió una mirada hostil. El segundo ritualista lo observaba.

—Ten precaución. Ese objeto data de los tiempos antiguos. Estropearlo supondría tu despido inmediato.

Kel se inclinó.

—Aquí, en Menfis, los sacerdotes del Ka se benefician de una larga y brillante tradición. Y tú no eres de aquí.

—En efecto.

—¿De dónde procedes?

—Del norte.

—¿De una gran ciudad?

—No, de una aldea.

El segundo ritualista hizo una mueca de desdén.

—¡Sobre todo, no te hagas ilusiones, muchacho! No esperes hacer carrera en Menfis. Sólo los herederos de las buenas familias acceden a altos cargos. ¿Cómo has sido contratado?

—Requisa.

—¡Ah!… ¡Un temporal! Mantente en tu lugar y sé discreto.

—Obedezco las órdenes del superior.

—La enfermedad altera a veces su lucidez. Mi papel consiste en señalarles a los intrigantes de tu calaña, para que no caiga en la trampa. De modo que no habrá más ascensos. Que éste te baste, ha sido el último.

Seguro de haber dado el golpe definitivo, el acerbo personaje se alejó.

En adelante, Kel tendría que desconfiar de él y no superar el estricto marco de sus atribuciones. Hasta el momento, ninguna pista llevaba al desciframiento del código.

Y el escriba se guardaba mucho de ver a Bebón. Cuando se cruzaban, un simple movimiento negativo de la cabeza revelaba su momentáneo fracaso. También le resultaba imposible compartir algunos momentos con Nitis. ¡Era terrible estar tan cerca y no poder hablar con ella! Al menos no lo rechazaba, pero seguía siendo un sueño, un horizonte inaccesible.

A Kel le gustaba cada día más su trabajo de sacerdote del Ka. Volver su pensamiento hacia la ofrenda, venerar a los antepasados e intentar percibir lo invisible eran tareas apasionantes.

¿Por qué no se limitaba a ello y dejaba de buscar una verdad imposible?

Antes o después, alguien lo identificaría. Sería detenido, condenado y ejecutado por unos crímenes que no había cometido. De modo que el destino no le dejaba otra opción: no podía descansar ni un momento antes de haber probado su inocencia.