Era imposible regresar a los almacenes reales. Y no se trataba de pedir refugio a Nitis, en el interior del dominio de Neit. Kel estaba convencido de que el juez Gem llevaría a cabo allí nuevos registros, especialmente en los alojamientos oficiales.
—Las salidas de Sais serán vigiladas durante unos días —estimó Bebón—, y detendrán incluso a los comerciantes. Además, cohortes de soldados controlarán el río y los caminos. Afeitarte el bigote no será garantía suficiente. Tenemos que ocultarnos en la ciudad, entrar en contacto con Nitis y dejar que pase la tormenta.
—¿Tienes otro amigo seguro?
—Tengo una idea, pero supone algunos riesgos.
—O sea que, puede vendernos a la policía…
—Según creo, no es su estilo.
—¡Pero no estás seguro!
—Trabajamos juntos desde hace muchos años y nos llevamos muy bien, pero presentarle a un criminal huido puede sorprenderlo. Además, el asunto del tribunal de los Treinta no mejora tu reputación. Al burlarte del rey y del jefe de la magistratura, te has cerrado todas las puertas.
—Creo que ha llegado el momento de que nos separemos, Bebón.
—¡Ah, basta ya! ¿Tú me abandonarías?
—No, pero…
—¡Deja entonces de despreciarme! No tengo moral alguna, de acuerdo, y carezco de la competencia de un escriba. ¿Vas a reprochármelo a cada instante?
—No, yo…
—Vámonos. Intentaré convencer a mi amigo de que no has matado a nadie.
Viento del Norte caminaba delante de los dos hombres.
—¿Cómo adivina siempre la dirección adecuada este asno? —se preguntó el cómico.
Harto, Amasis había pisoteado el falso casco antes de sumirse en una depresión que lo obligaba a permanecer en su alcoba. El canciller Udja se limitaba a resolver los asuntos en curso, explicando que el rey sufría una indisposición pasajera.
Sólo la presencia de la reina Tanit se reveló eficaz: con dulzura y firmeza, le recordó al monarca sus deberes y consiguió sacarlo de su sopor.
—¿Por qué ese asesino se burló así de mí? —preguntó, recuperando la voz.
—Al parecer, fue una nueva estratagema para que se reconociese su inocencia.
—¡Lamentable estrategia! ¿Cómo podía imaginar que yo no examinaría atentamente el casco que me hizo rey?
—Por fortuna, ese escriba comete errores.
—¡Y sigue libre! Convocad mi consejo restringido y dadme algo de beber.
—¿Lo creéis conveniente?
—Indispensable.
La reina hizo una reverencia.
Amasis la tomó en sus brazos.
—Gracias por vuestra ayuda. Quienes me creen derrotado se equivocan gravemente. Este incidente me ha afectado, lo reconozco, pero tomaré de nuevo las riendas. Haced que vengan mi peluquero y mi vestidor.
El canciller Udja, el patrón de los servicios secretos Henat y el general en jefe Fanes de Halicarnaso saludaron a un monarca recuperado y de buen humor.
—¿Han encontrado rastros de Kel?
—Desgraciadamente, no —deploró el canciller—. Una vez más, ha escapado de entre los dedos de la policía.
—¿Se ha identificado a sus cómplices?
—Tampoco. Crearon tal confusión que no hemos sacado nada en claro de los testimonios. Y los interrogatorios de los sospechosos detenidos no han servido de nada. El juez Gem ha ordenado un estricto control de las salidas de la ciudad, y todos los confidentes están alerta. Lo único que sabemos es que el asesino no se oculta en el dominio de Neit. El sumo sacerdote está en la cama, y no le presta la menor ayuda.
—¿Y por qué no conseguimos detener a ese individuo? —se irritó el rey.
—Porque actúa en solitario —estimó Henat—. Y esa aparente debilidad se convierte en su mayor fuerza.
—¡Forzosamente dispone de una organización! —objetó el canciller.
—Eso no es seguro. Yo creo, más bien, que se aloja en breves refugios y cuenta con algunos ingenuos a los que explota muy bien. Ese insólito asesino mantiene siempre los ojos bien abiertos y se desplaza sin cesar de un sitio a otro. Poco a poco, irá agotándose.
—La ineficacia del juez Gem me irrita —declaró Amasis—. Tengo intención de arrebatarle la investigación.
—A mi entender, majestad —intervino Henat—, eso sería un error. No sólo es un excelente profesional, empecinado y meticuloso, sino que también ha resultado herido en su orgullo de magistrado. Resolver este asunto le parece una cuestión de honor.
Amasis inclinó la cabeza.
—A tu entender, ¿ese escriba tiene el verdadero casco?
—En tal caso, un usurpador habría aprovechado la muerte del toro Apis. Pero aunque Kel tenga ese tesoro, parece incapaz de utilizarlo.
—¿No hay disturbios entre los mercenarios griegos? —preguntó el rey a Fanes de Halicarnaso.
—Sin novedad, majestad. Apreciaron mucho su aumento de sueldo y os son del todo leales. Las tropas de élite siguen trabajando con dureza. Todas las semanas reúno a los oficiales superiores e inspecciono las principales guarniciones para recoger eventuales agravios. Sais, Menfis, Bubastis y Dafnae gozan de notables instalaciones. Los hombres están bien alojados y bien alimentados, y el armamento mejora día tras día.
—Nuestra marina de guerra sigue creciendo —añadió el canciller Udja—, y nuestros almirantes dominan por completo esa arma de disuasión.
—¡Lo bastante como para desalentar a eventuales espías! —consideró el jefe de los servicios secretos—. Al transmitir sus informes al emperador de Persia, deben sentir una gran pesadumbre. Atacarnos sería suicida.
—¿Estás reformando el servicio de los intérpretes?
—Poco a poco, majestad. Todavía funciona a paso lento, bajo una estrecha vigilancia, pero la correspondencia diplomática se ha reanudado. Así pues, el asesino ha fracasado estrepitosamente. Nadie se ha aprovechado de la aniquilación del servicio, y salimos de esta prueba más fuertes y más atentos.
—¿Se tienen noticias de Creso?
—Hoy mismo ha enviado una carta oficial. Tras solicitar noticias de vuestra majestad y de la gran esposa real, nos informa de la excelente salud del nuevo emperador de los persas, decidido a edificar una paz duradera desarrollando sus relaciones diplomáticas y comerciales con Egipto. Son fórmulas convencionales, es cierto, pero que atestiguan la toma de conciencia de Cambises.
—¿Hay informes de nuestros espías?
—El emperador es un soberano con empuje, preocupado por el desarrollo económico. La diversidad de sus súbditos y las numerosas facciones le plantean serios problemas. Las veleidades de independencia de algunas provincias probablemente lo obligarán a realizar intervenciones militares.
—¡Excelente! —afirmó Amasis—. Al tener que ocuparse de salvaguardar la unidad de su imperio, olvidará cualquier sueño de conquista.