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Detened al asesino! —ordenó el juez Gem. El movimiento de la multitud molestó a los policías provistos de garrotes. Kel atravesó el tribunal a toda velocidad y se mezcló con los espectadores. Los arqueros no podían disparar sin herir o matar a inocentes.

Y ése fue el momento elegido por Bebón para provocar la estampida de los asnos, respondiendo a los rebuznos de Viento del Norte, respetado jefe de la recua. Los cuadrúpedos sembraron la más absoluta confusión, y uno de ellos derribó a un juez, al que un policía colérico propinó un garrotazo. Las indignadas protestas de los magistrados contribuyeron al desorden.

Cuando los arqueros tuvieron por fin el campo libre, Kel, Bebón y Viento del Norte ya habían desaparecido.

—El rey está bien —advirtió Henat—. Eso es lo esencial.

—Ese escriba asesino ha ridiculizado a la institución judicial —deploró Gem, rabioso.

—¿Habéis identificado a sus cómplices?

—¡No! Han aprovechado la situación del mejor modo.

—Al menos sabemos que está vivo y que ha cambiado de apariencia.

—Pero nos resultará imposible trazar un retrato fiel. Los numerosos testimonios recogidos difieren de un modo considerable: van desde un hombrecillo mofletudo hasta un coloso barbudo. Personalmente, soy incapaz de describirlo con precisión. Ocultaba su rostro detrás del falso casco.

—Extraña gestión —estimó el jefe de los servicios secretos.

—¡Ha sido una provocación! Ese escriba ha demostrado su absoluto desprecio por la justicia y la policía.

—Pero es extraño —repitió Henat—. Por la calidad de su carta y su evidente inteligencia, ese Kel no parece un insensato. ¿Y si de verdad creía en la autenticidad del casco?

La cuestión turbó al juez.

—Ese escriba es un loco furioso, un asesino capaz de las acciones más delirantes. No razona como un hombre normal.

—Ni siquiera intentó matar al rey —observó Henat.

—¡Creía que su majestad no examinaría el casco! Así, él se habría beneficiado de la bondad real. Habría sido absuelto de sus crímenes y le habría bastado con reanudar una apacible existencia.

—Hábil estrategia —reconoció el canciller Udja—. La maniobra podría haber tenido éxito.

—¿Quién tiene el verdadero casco de Amasis? —preguntó Henat.

—¡El propio Kel, sin duda! —respondió el juez—. Descartada para siempre su esperanza de que lo absuelvan, ya sólo le queda una solución: permitir que un usurpador se levante contra el rey. ¡Estamos ante un criminal feroz y resuelto! Y la reputación de su omnipotencia se propagará entre el pueblo.

—No puede triunfar —estimó el canciller.

—Tras esa demostración de fuerza, eso es lo que me pregunto.

—El escriba ha utilizado perfectamente el efecto sorpresa —advirtió Henat—. Si hubiera dispuesto de numerosos cómplices armados, se habría entablado una batalla.

—Es sólo un aplazamiento…

—Controlamos el ejército y la policía, juez Gem, y su majestad sigue dirigiendo el país con mano firme. Este asunto criminal ha dado un giro extraordinario, estoy de acuerdo, pero ¿realmente supera el marco de una pequeña facción?

—Sea como sea —indicó el canciller—, mantengamos una extremada vigilancia.

—Propongo un nuevo registro del dominio de Neit —dijo el juez.

—¿No sería ése el último lugar donde se ocultaría Kel?

—¡Precisamente por eso! ¿Cómo va a suponer que las fuerzas del orden repetirán su incursión? Seguro de una perfecta tranquilidad, no podría encontrar mejor refugio.

—Eso implicaría que tiene cómplices —estimó Henat.

—Por supuesto. Un hecho reciente me alertó: la súbita enfermedad del sumo sacerdote. Habría que ser muy cruel para importunarlo en tan dolorosos momentos. Y la sacerdotisa Nitis, su mano derecha, no deja de subrayar el carácter penoso de la situación, sin responder de modo satisfactorio a mis preguntas. El escriba asesino no ridiculizará eternamente a la magistratura. Y esta vez quizá haya cometido un error fatal.

Nitis meditaba sobre las siete palabras de Neit, que creaba el mundo en siete etapas. La noche en la que se reunían las partes dispersas del ojo divino para recrear la visión divina, las palabras de la diosa soportaban la balanza de oro del juicio. Así, el Verbo liberaba de la muerte y devolvía vida, coherencia y prosperidad. Y aquellas siete palabras cortaban la cabeza a los perjuros y a los enemigos de la luz.

Entonces, una nueva hipótesis se le ocurrió a la sacerdotisa: ¿y si el septenario fuera la clave del código utilizado por el redactor del papiro indescifrable? Sólo el primer jeroglífico, luego el séptimo, después el decimocuarto, y así sucesivamente, tendrían sentido.

Eso significaría que el autor era un iniciado o una iniciada en los misterios de Neit.

Nitis estudió el documento, angustiada.

Fracaso total.

Pero fracaso tranquilizador.

Uno de los escribas de la Casa de Vida se atrevió a interrumpir su trabajo.

—¡Superiora, venid pronto! A la cabeza de un centenar de policías, el juez Gem exige acceso al templo. Nitis se apresuró. El juez parecía irritado.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—¿No lo sabéis?

—Pues no.

—El escriba Kel acaba de desafiar al poder y la magistratura. Desgraciadamente ha huido, pero tengo buenas razones para pensar que se oculta aquí.

—Os equivocáis.

—Lo comprobaré. Me interesan particularmente dos lugares: vuestro alojamiento oficial y el del sumo sacerdote Wahibre.

—Me opongo. El sumo sacerdote está enfermo y nadie debe molestarlo.

—La justicia lo exige. Comencemos por vos, mientras mis hombres rodean las habitaciones de los sacerdotes y las sacerdotisas: serán registradas todas.

Por el rostro inquieto de la hermosa Nitis, el juez supo que había acertado. El escriba se había metido, por si sólo, en la nasa.

Diez policías irrumpieron en casa de la Superiora. Temían la resistencia del fugitivo, por lo que no contendrían sus golpes.

—Aquí no hay nadie —anunció un oficial al juez.

—Registremos la casa del sumo sacerdote —ordenó Gem.

—Me opongo —repitió Nitis.

—Manteneos al margen u os detendré por poner trabas a mi investigación.

Dos policías flanquearon a la muchacha al tiempo que una escuadra forzaba la puerta de Wahibre, acostado aún.

—¿Qué buscáis? —preguntó el sumo sacerdote al juez.

—A Kel, el asesino. Entregádnoslo y os beneficiaréis de circunstancias atenuantes.

—Habéis perdido la cabeza.

—¡Vamos!

Nada escapó a las fuerzas del orden, y hasta el más pequeño cofrecillo fue vaciado de su contenido.

Pero el juez, apesadumbrado, tuvo que reconocerse vencido.

—Os presento mis excusas —le dijo al enfermo—. Debéis comprender la dificultad de mi trabajo.

Pero el sumo sacerdote no respondió, volvió la cabeza y cerró los ojos.

En el exterior, Nitis permanecía inmóvil entre dos policías.

—La Superiora queda en libertad —anunció Gem, evitando la mirada de la sacerdotisa.