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Todos los jueces del tribunal supremo se desplazaron hasta la puerta del templo, donde, según la tradición, se leían las reclamaciones de los demandantes para distinguir la justicia de la iniquidad y proteger a los débiles de la supremacía de los fuertes. Allí se afirmaba la verdad de Maat, que excluía la mentira.

Una recua de asnos llevó hasta ese lugar los rollos de la ley, los asientos de los magistrados y algunas calabazas de agua.

Cuando cada cual se hubo instalado, el juez Gem colgó una pequeña figura de la diosa Maat en la cadena de oro que llevaba al cuello.

Ante él había cuarenta y dos rollos de cuero que contenían los textos legislativos aplicados en las cuarenta y dos provincias de Egipto.

Kel, mezclado con la numerosa multitud que asistía a aquel excepcional acontecimiento, se mordisqueaba los labios, nervioso. El faraón Amasis no honraba con su presencia aquella proclamación de la omnipotencia de la justicia, esencial, sin embargo, para el pueblo.

Así pues, su plan se derrumbaba. Habría que encontrar otra ocasión para entregar el casco a su legítimo propietario.

El escriba ya se disponía a alejarse cuando se oyeron algunos murmullos.

—El rey —dijo un anciano—. ¡Llega el rey!

Precedido y seguido por los soldados de la guardia personal, Amasis mostró que el nuevo Apis le había transmitido fuerza y vigor. Sobriamente vestido con el taparrabos de los faraones del Imperio Antiguo, se había puesto la corona azul, uniendo así su pensamiento a las potencias celestiales.

El rey tomó asiento en un modesto trono de madera dorada situado en el exterior del círculo de los jueces. Ninguna intervención del monarca turbaría sus deliberaciones ni influiría en sus decisiones. Además, resultaba evidente que Amasis ni siquiera quería pronunciar un discurso inaugural.

La concurrencia quedó tranquilizada. Faraón reinaba y se impartía justicia, fundamento de la prosperidad y de la felicidad.

—En nombre de Maat y del rey —anunció Gem con voz firme—, declaro abierta esta sesión del tribunal de los Treinta. He aquí la primera querella.

Se trataba de un oscuro asunto de mojones desplazados, que acarreaba la contestación de un granjero en lo referente a las dimensiones de su terreno, del montante de sus impuestos, por tanto. El fisco se negaba a escucharlo y exigía su contribución, aumentándola, además, con una multa por retraso.

Por unanimidad, los Treinta condenaron a la administración, que debería haber solicitado la intervención de un agrimensor y apelar al servicio catastral. Aunque el monarca se empeñase en imponer sus nuevas disposiciones fiscales, los jueces rechazaban lo arbitrario. Y el tiránico recaudador fue condenado a indemnizar, personalmente, al demandante.

Gem leyó luego las cartas contradictorias que enfrentaban a un artesano y a su ex esposa, que acababan de divorciarse. El hombre la acusaba de infidelidad y le reclamaba la totalidad de los bienes y la custodia de sus hijos. Ella presentaba, sin embargo, testimonios escritos que demostraban su inocencia. Pero el marido le había respondido con insultos y con un intento de agresión ante dos colegas.

Puesto que, en Egipto, golpear a una mujer era considerado un delito grave, la demanda fue desestimada, y el artesano condenado a dos años de prisión. Su esposa no sólo se quedaría con los hijos, sino que, además, obtendría los bienes de la pareja.

La tercera denuncia dejó pasmado al juez Gem, tanto que dudó en hacerla pública.

Al advertir su turbación, uno de los Treinta solicitó la palabra.

—¿Acaso no deben ser escuchadas todas las voces? Aunque ésta nos parece inconcebible, precisaremos nuestras razones. Excluirla a priori sería contrario a la buena justicia.

—El redactor de este documento se considera capaz de resolver un grave problema que puede atentar contra la seguridad del Estado y solicita comparecer personalmente ante este tribunal. Es consciente del insólito procedimiento, insiste en la seriedad de su gestión y nos ruega humildemente que lo escuchemos.

Eso despertó la curiosidad de Amasis. Sin embargo, se guardó de intervenir. Los Treinta, y sólo ellos, debían pronunciarse.

A continuación se entabló un debate jurídico entre los formalistas y quienes estaban más apegados al espíritu que a la letra. Al final de las cortesas discusiones, el juez Gem tomó una decisión: el superior interés del Estado exigía que se escuchase al redactor de la alarmante misiva.

Si éste se burlaba del tribunal, sería severamente castigado.

—Que el solicitante se presente y se exprese —pidió Gem.

Se hizo un pesado silencio, en el que cada cual miró a su vecino. ¿Quién saldría de entre la multitud?

Tocado con una peluca a la antigua, con el labio superior adornado por un fino bigote perfectamente recortado, un joven se adelantó. A la altura del pecho, llevaba en los brazos un objeto envuelto en una tela de lino.

El juez Gem no conseguía ver su rostro.

—¿Quién sois y qué tenéis que declarar?

—He sido acusado en falso de abominables crímenes, por lo que aporto la prueba de mi inocencia y de mi absoluta fidelidad al faraón. Gracias a mi intervención, los conspiradores serán reducidos al silencio.

El juez Gem y el rey se envararon. Ni el uno ni el otro comprendían nada.

Gem hizo entonces la pregunta decisiva.

—¿Acaso eres… el escriba Kel?

—Yo soy.

Los arqueros tensaron sus arcos, los policías tomaron sus garrotes.

Pero el juez levantó la mano.

—¡Nada de violencia en pleno tribunal! Aguardad la sentencia y mis órdenes.

Kel se volvió hacia el rey.

—Yo no asesiné a nadie, majestad. Simplemente soy víctima de una conspiración destinada a derribar vuestro trono y a sumir nuestro país en la desgracia. Los verdaderos criminales han demostrado una inaudita crueldad, y yo me temía algo peor aún. Pero he hecho fracasar sus siniestros designios. ¿Puedo acercarme?

El jefe de la guardia personal de Amasis desenvainó la espada.

—Acércate, escriba Kel. De momento no tienes nada que temer.

El joven recorrió lentamente la distancia que lo separaba del trono. Se arrodilló y, luego, apartó la tela de lino.

—Majestad, he aquí el casco robado en palacio. En adelante, ningún usurpador se tocará con él.

El escriba ofreció la valiosa reliquia al monarca.

Amasis la contempló largo rato.

—Escriba Kel, eres un asesino, pero también un mentiroso y un provocador. Ese casco no es el mío.